La toma de La Tablada, 25 años después
En enero se cumplieron 25 años del copamiento del cuartel de La Tablada. Mucha tinta ha corrido, pero casi nadie acertó a explicar correctamente el hecho. ¿Los revolucionarios tenemos algo que aprender de aquella acción? Lea este artículo y encontrará algunas respuestas.
Por Stella Grenat (Grupo de investigación sobre la lucha de clases en los ’70 – CEICS)
La toma del Regimiento de Infantería Mecanizada N° 3 de La Tablada por parte de un grupo de militantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP), ocurrida el 23 de enero de 1989, sigue generando controversias. Ha sido defenestrada por la derecha y criticada ferozmente por la mayoría de los partidos de izquierda y de los sectores “progresistas”. Es más, las posiciones más indignas y revulsivas salieron de este campo: desde el envío de condolencias y flores a los familiares de los represores asesinos que retomaron el cuartel (el MAS y Luis Zamora), hasta calificativos tales como “patrulla extraviada” o “comando alucinado” cuyo accionar los acercaba más a “Hitler que a Lenin” (Osvaldo Soriano).[1] Más allá de las diferencias políticas que nos separan del MTP, tales calificativos en momentos en que los compañeros eran fusilados, perseguidos o encarcelados, no son propias de revolucionarios. En esos momentos, se impone la solidaridad frente al Estado.
Pasadas más de dos décadas, el debate en torno a cuál fue su significado y sus consecuencias sigue abierto. Recientemente, dos libros sobre el tema han salido al ruedo, tratando de desentrañar la historia de este hecho.[2] Por su parte, el PO y el PTS siguen enrostrándose cómo se posicionó cado uno no solo frente a la toma, sino también frente a las torturas, asesinatos y desapariciones que se sucedieron a la recuperación. A pesar de la distancia política y el interés que separa a cada una de estas aproximaciones, ellas comparten la imposibilidad de centrar el eje de discusión por fuera del hecho de armas.
Sin embargo, un balance significativo y necesario para el desarrollo político revolucionario de la clase obrera se ubica en el plano político programático, aquel que alejó al MTP de la revolución mucho antes de aquel fatídico 23 de enero.
¿Qué era el MTP?
El MTP fue una organización política nacida en Nicaragua en 1986, bajo la dirección de Enrique Gorriarán Merlo quien, cargando un pedido de captura por parte de la justicia argentina, solo clandestinamente podía ingresar al país. La herramienta fundamental para aglutinar militantes fue la revista Entre Todos que, en Buenos Aires, vio la luz a fines de 1984. Dirigida por Carlos “Quito” Burgos y Martha Fernández, contó con la colaboración de intelectuales de la talla de Eduardo Luis Duhalde, Roberto Cossa, Pedro Orgambide, Fermín Chávez, Rodolfo Mattarollo, Adolfo Pérez Esquivel, Rubén Dri, Caloi y Horacio Verbitsky. Este primer proyecto surgió tras el desmantelamiento de un núcleo armado conformado con sobrevivientes del PRT-ERP que, siempre bajo el mando de Gorriarán, subsistió en la zona de Jujuy entre 1981 y 1982.
La reorganización partía de un balance que tomaba distancia de la experiencia del PRT. En cuanto a las definiciones programáticas, y muy lejos del proyecto de Santucho, se abandonó el socialismo como horizonte y se instituyó al nacionalismo reformista como basamento de la nueva organización, tal como se planteaba:
“1-independencia económica […]; 2-[…] plan económico con consenso de todos los sectores productivos; […] 3-Auspiciar que el pueblo asuma la defensa del sistema democrático y pueda enfrentar cualquier golpe de Estado; 4-Fuerzas Armadas. Deben ser transformadas para recuperar su carácter sanmartiniano y para que se subordinen al poder político de la Nación; 4-Integración nacional. Descentralizar la producción […] reincorporación definitiva de las Islas Malvinas al territorio nacional; 6-Política exterior […] pertenencia a la Patria Grande de José de San Martín y Simón Bolívar”.[3]
Por el lado de la estrategia, tal como se vislumbra en el punto 4 del programa, no se apuesta a ninguna construcción militar irregular, ahondando la distancia con el proyecto del PRT que planteaba la conformación de un Ejército Popular. Al contrario, se prioriza el trabajo territorial “con la gente”, en los barrios, a partir de sus necesidades. La crítica a la posición del PRT frente a las elecciones de 1973 los conduce además a la defensa del sistema electoral burgués, del que participan activamente a mediados de 1987.
En términos organizativos, en absoluta concordancia con estos presupuestos, se promuevió la construcción de un amplio movimiento que incluyese a los “sectores populares u oprimidos” y a todos los luchadores populares. De allí la apertura hacia los militantes provenientes del peronismo y del cristianismo. Entre los primeros destacan Quito Burgos y Eduardo Luis Duhalde y, entre los segundos, Puigjané y Rubén Dri, quien fue el principal referente de Encuentro Cristiano, el espacio de militancia religioso impulsado por el MTP.
En esta línea de convergencia, promovieron la salida del diario Pagina/12, proyectado como “un periódico de contrainformación” cuyo objetivo sería reflejar “un espectro amplio, evitando caer en los tradicionales intentos de la izquierda, invariablemente devenidos sectarios”.[4] Asimismo, dispusieron los fondos para la creación de la editorial Contrapunto, dirigida por Duhalde que, entre otros, editó el libro La noche de los lápices, un relato sobre la desaparición de los estudiantes secundarios cuyo único sobreviviente, Pablo Díaz, era militante del movimiento.
Finalmente, el MTP se proponía como un espacio para reagrupar los militantes de los ’70, de allí que al núcleo de militantes del PRT se sumaron los exiliados que retornaban y los presos políticos del PRT que poco a poco recuperaban su libertad. Además, se incorporaron todos aquellos que asumían la lucha por los derechos humanos como prioritaria. En este campo, junto a la figura de Puigjané, se destacaba la del abogado Jorge Baños.
En síntesis, a diferencia del balance realizado por buena parte de la izquierda, los elementos aquí enumerados prueban que estamos ante un movimiento político que no puede ser definido como “foquista”. No obstante, para sorpresa de todos, aquel 23 de enero, a las 6:30 de la mañana, 46 militantes del MTP, simulando un levantamiento carapintada, ingresaron al Regimiento de La Tablada. Para la acción se dividieron en tres grupos, que debían ocupar el destacamento militar y salir en dos horas. Tenían como objetivo controlar el cuartel, tomar los tanques emplazados allí y encabezar la insurrección popular que suponían se iba a desatar en defensa del régimen democrático. Caracterizaban que los levantamientos carapintadas eran el preludio de un golpe de estado, y que debían actuar para evitarlo. A su vez, creían que el ánimo popular era contrario al “golpe” y que, con una acción decidida podrían, movilizar a las masas para evitarlo. Se autoasignaban ese lugar de dirección, que conquistarían a partir de la toma.[5] En esta línea otros 40 militantes estaban distribuidos en las inmediaciones con el objetivo de agitar y encauzar las movilizaciones.
El resultado final es conocido. Luego de soportar más de 30 horas el poder de fuego desproporcionado de 3.500 militares desplegados por Alfonsín para enfrentarlos, la operación culminó en un fracaso total y absoluto: la pérdida de más de 30 compañeros que no lograron salir vivos del cuartel y la desaparición política del MTP. A los trece sobrevivientes de la operación se sumaron otros cinco apresados en los alrededores, más Puigjané y Cintia Castro que se presentaron voluntariamente a la justicia. Todos fueron torturados y mantenidos en total aislamiento. Los sometieron a una farsa de juicio, mediante el cual los condenaron a penas exorbitantes.[6]
Confusiones
Los balances en torno a este movimiento político y a su última acción han sido numerosos, aunque en ocasiones confusos e incompletos (cuando no disparatados).
El primer error consiste en caracterizar la toma de La Tablada como una acción foquista, lo que aparece a contramano del desarrollo político (movimientista) previo del MTP. Este error surge de la incapacidad que aún subsiste a la hora de entender a las organizaciones político-militares de los años ’70. Así, mientras que para unos Montoneros, el PRT-ERP y el MTP son “guerrilleros” o “subversivos”, para otros son “foquistas aventureros”. Lo cierto es que ninguna de estas organizaciones puede ser definida como foquista en tanto no construyeron su programa, ni fijaron el desarrollo de su organización sobre la base de un método de lucha, en este caso, el accionar armado irregular. No hace falta demasiado para visualizar la enorme edificación de los frentes de masas (sindicales, territoriales, electorales, etc.) de Montoneros y el PRT, mientras que el MTP, tal como surge de su propia denominación y de su correspondiente actuación, alcanzó su máximo desarrollo a través de sus inserción territorial y electoral. Tampoco es posible comparar La Tablada con las tomas de cuarteles realizadas en los ’70, en tanto perseguían objetivos diferentes. Mientras las primeras procuraban la recuperación de armas, la segunda intentó desatar una movilización popular en defensa del régimen. En definitiva estas organizaciones se clasifican y diferencian, fundamentalmente, a partir de sus programas: de un lado, podemos ubicar al PRT, que luchó contra el reformismo peronista y del otro a Montoneros y el MTP que lo asumieron como propio.
Esta confusión estratégica y política conduce a otra, no menos significativa: devaluar la calidad moral y política de los militantes del MTP. Dada la información existente, resulta imposible desconocer la altura política de los compañeros del MTP envueltos en estos hechos. Entre los muertos se encontraban viejos militantes con años de experiencia de lucha, desde Quito Burgos, preso en los tiempos del Conintes de Frondizi, pasando por Luis Segovia, uno de los mejores dirigentes sindicales del PRT en Villa Constitución, miembro de su Comité Central y preso de la dictadura. Otro ejemplo: Carlos Samojedny, licenciado en psicología, profesor en la universidad de Córdoba y fundador de la Asociación Pro-Colegio de Psicólogos. Un militante que, luego de su ingreso al PRT-ERP a fines de los ’60, participó de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez en Tucumán, estuvo preso durante 10 años y escribió un libro abordando la experiencia de los presos políticos y la acción represiva dentro y fuera de la cárcel. También podemos referirnos a Guillermo Belli y a Isabel Fernández. El primero, a los 19 años, y con su hermana desaparecida, fue obligado al exilio por la dictadura de 1976, y volvió a la lucha a pesar de todo. La segunda, asistente social que inició su militancia política a mediados de los ‘80 en el MTP, cuyo trabajo territorial en zona oeste estuvo vinculado a la lucha que los vecinos llevaron adelante ocupando terrenos e intentando levantar barrios. Isabel Fernández integró también como delegada de Suteba. En esa época conoció a su compañero Gustavo Mesutti, que realizaba trabajo comunitario en una parroquia, pasó por el Partido Intransigente y terminó en el MTP. Ambos sobrevivieron a la toma de La Tablada, a las torturas y fueron condenados a cadena perpetua. No tenemos lugar para el detalle de la trayectoria de todos los involucrados[7], pero podemos afirmar todos ellos estaban convencidos que luchaban por una verdadera transformación social:
“queríamos hacer una revolución. Si lográbamos salir del cuartel y junto al pueblo evitar que continúe el avance del sector militar, estaríamos más cerca de un desarrollo democrático libre”.[8]
En efecto, suponían que con sus acciones, no solo la militar, harían una revolución a la que equiparaban con una democracia popular participativa. Es aquí donde radica la verdadera confusión del MTP y el problema principal que se debe debatir.
El verdadero debate
El análisis del accionar del MTP implica establecer el grado de articulación existente entre el plan de acción fijado, que incluye programas y estrategias, y la realidad o contexto social en el que se llevaron adelante. Siendo este último plano el que determina la pertinencia histórica y el carácter o naturaleza de clase de la propuesta encarada, no solo por el MTP, sino por todo el espectro político que se posicionó frente a los hechos de La Tablada.
¿A fines de la década de 1980 nos encontrábamos frente a una crisis orgánica, similar a la que se abrió en 1969 y enfrentó a fuerzas sociales antagónicas e irreconciliables? De ninguna manera. La dictadura había logrado desarticular y aniquilar a la fuerza social revolucionaria que, con avances y retrocesos, se mantuvo en pie hasta 1975. Su tarea, reconstituir la hegemonía burguesa sobre la sociedad, fue cumplida con creces. No estábamos tampoco frente a una crisis de régimen, es decir frente a un peligro cierto de que las Fuerzas Armadas impusieran una dictadura militar.
Al contrario, a poco de asumir como flamante presidente de la Nación, Alfonsín se aprestó a culminar en el plano ideológico aquello que durante la dictadura se inició con torturas, asesinatos y desapariciones: la restauración de la hegemonía burguesa. Dos cuestiones claves, interdependientes y en apariencia contradictorias confluyen para cerrar la etapa de restauración hegemónica.
Por un lado, se estableció la versión oficial de los hechos ocurridos entre 1976 y 1983: la teoría de los dos demonios. En este sentido, antes de la difusión de los resultados de la CONADEP y de su famoso prólogo, Alfonsín promulgó los decretos 157 y 158 promoviendo la persecución penal de los “jefes guerrilleros” (entre ellos el futuro líder del MTP Enrique Gorriarán Merlo) y solicitando el juicio sumario a los integrantes de la Junta Militar que asumió el poder en 1976 y sus sucesoras. Establecía así, con claridad, el límite de esos “dos demonios” responsables de la “violencia” de los ’70, ajena al resto de la sociedad.
Por otro, dada la imposibilidad de prescindir del aparato represivo del Estado, inició la ardua tarea de recomponer la imagen social de las Fuerzas Armadas. De allí la prontitud con la cual, en diciembre de 1986, mediante la aprobación de la ley 23.492 de Punto Final, se concluían las investigaciones por los crímenes de la dictadura y se otorgaba impunidad a quienes no fueran citados en el plazo de 60 días a partir de su promulgación. Sin embargo, la ley no fue efectiva para detener la avanzada judicial sobre los militares. Aunque 27 oficiales superiores fueron desprocesados por errores de procedimiento, otros 400, de menor rango, fueron procesados en tiempo record sorteando los plazos del Punto Final. Lejos de la redefinición de “los términos del conflicto cívico militar”,[9] esta ley corría sugestivamente el eje de la discusión, en tanto militares y civiles, que habían acordado detener los juicios, pasaron a cuestionar quién debía o no ser juzgado. Es en este contexto en el que se desatan los levantamientos carapintadas.
Los conflictos militares abiertos en esta etapa (Semana Santa de 1987, Monte Caseros en enero de 1988, Villa Martelli en diciembre de este mismo año) no expresaban la apertura de una crisis de régimen, en la que la democracia corriera peligro. Los carapintadas no promovían un golpe, sino la clausura de los procesos judiciales por los crímenes de la dictadura. Es decir, dentro del marco democrático burgués, cuestionaban la forma en que se cerraría la etapa de reconstrucción hegemónica. Tampoco eran mayoría dentro de la fuerza. Por su parte, no estaba en los ánimos de Alfonsín avanzar contra los represores hasta sus últimas consecuencias. Los derechos humanos, que habían servido para aglutinar a la sociedad detrás de la defensa de la democracia burguesa, ya habían cumplido su función. Era hora de cerrar esa etapa sin dinamitar el capital político ganado, pero sin horadar la base del sistema que es, en última instancia, la capacidad represiva. Ambos bandos buscaban un acuerdo y lo que se discutía era hasta donde llegarían las condenas ejemplificadoras que exorcizarían a los “demonios”. Era, ni más ni menos que una puja que no excedía los límites del régimen democrático burgués. Esta caracterización no era la manejada por el MTP, ni las otras fuerzas políticas de izquierda. Unos y otros estaban convencidos de que lo que estaba en peligro era la democracia como régimen político. Esta lectura del conflicto llevó al MTP a una acción suicida para defender una democracia que no los necesitaba. Pero sus detractores, al acusarlos de “hacerle el juego a la derecha”, de “cercar y desestabilizar a Alfonsín” o de “aventureros foquistas”, suponían la misma hipótesis de conflicto.
En conclusión, las aparentes contradicciones del gobierno de Alfonsín no deben dejar escapar la realidad que unificaba a los civiles y militares que dirigieron la salida democrática de 1983. Unos y otros, burgueses los dos, buscaban cerrar una etapa de enfrentamiento obligados a mantener el poder represivo del Estado. Algo difícil dada la injerencia directa en las atrocidades ocurridas en la dictadura de absolutamente todos los militares en funciones en ese momento.[10] Los análisis socialdemócratas han sabido reflejar, pero no explicar, este dilema, al sugerir la “paradoja” de los rebeldes carapintadas que siempre reconocieron la autoridad del presidente Alfonsín como jefe máximo de las Fuerzas Armadas de la Nación.[11]
A la izquierda revolucionaria corresponde clarificar estos sucesos para no arrojar al niño con el agua sucia. Los militantes del MTP eran compañeros, muchos de ellos los últimos sobrevivientes de la fuerza social que enfrentó en los ’70 a los enemigos de la clase obrera en el marco de un proceso revolucionario. No pudieron reconocer, al igual que sus detractores de izquierda, que la democracia burguesa del ’83 era el resultado de una profunda derrota de la clase obrera. Y se equivocaron. Reconstituyeron un espacio de militancia política con un programa erróneo, suponiendo la posibilidad de una democracia popular, abandonando el socialismo. A partir de un profundo error de caracterización de la etapa, equivocaron también sus formas de organización y sus métodos de lucha, en tanto ni el movimientismo ni la intervención militar irregular mostraron ser el camino. Fueron a defender nada menos que a quien los masacró por partida doble: en los ’70 y diez años después.
Notas
[1] Página 12, 24/1/1989 y 12/2/1989, citado por Montero, Hugo: De Nicaragua a La Tablada, Continente-Peña Lillo, Buenos Aires, 2012, p. 232. Opiniones de igual tenor fueron las de Lanata, Pasquini Durán, Verbitsky y Wainfeld.
[2] Montero, op. cit. y Celesia, Felipe y Pablo Waisberg: La Tablada, Aguilar, Buenos Aires, 2013.
[3] Programa del MTP aparecido en Entre Todos, N° 17, mayo de 1986.
[4] Gorriarán Merlo, Enrique: Memorias de Enrique Gorriarán Merlo, Planeta, Buenos Aires, 2003, p. 496.
[5] Montero, op. cit., pp. 235-262.
[6] Posteriormente serían detenidos María Sivori y Gorriarán Merlo, condenados a 18 años y a cadena perpetua respectivamente.
[7] Para un mejor acercamiento a la biografía de los militantes ver Montero, op. cit.
[8] Entrevista a Gorriarán Merlo, publicada en La Hora, Montevideo, noviembre de 1989.
[9] Pucciarelli, Alfredo: “La República no tiene ejército. El poder gubernamental y la movilización popular durante el levantamiento militar de Semana Santa”, en Pucciarelli (coord.): Los años de Alfonsín, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006.
[10] Va como ejemplo el caso del jefe del Estado Mayor del Ejército de Alfonsín, el general retirado Héctor Ríos Ereñú, que acaba de ser condenado a cadena perpetua por un tribunal en Salta. O el de Jorge Varando, que en la dictadura actuó en el Destacamento 103 de Inteligencia del Ejército, en 1989 fue responsable de la desaparición de Iván Ruiz y José Alejandro Díaz en la represión de La Tablada, y en diciembre de 2001 fue quien dio la orden de disparar desde el HSBC y asesinar a Gustavo Benedetto.
[11] Pucciarelli, op. cit.