¿Cuál es la vigencia del Programa de Transición? ¿Acertó Trotsky al pronosticar un estancamiento duradero y una destrucción de las fuerzas productivas a largo plazo? Este texto inaugura un debate que la izquierda debe darse. Un espacio abierto, para que todos los interesados vuelquen su parecer. Una invitación a la discusión. El lector, por su parte, tendrá nuestra posición en el próximo número.
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Para que no quedaran dudas del panorama pesimista que imponía esta nueva etapa del capitalismo, el viejo bolchevique remató con la contundencia lógica de su mejor estilo y sin edulcorantes que “las condiciones objetivas de la revolución proletaria no sólo están maduras, sino que han empezado a descomponerse”.
El texto del Programa de Transición formulaba así su diagnóstico y detallaba, más adelante, las guías para la acción obrera en los inicios de la nueva etapa histórica. Pasaron 73 años y, en su transcurso, las condiciones objetivas de la revolución proletaria siguieron descomponiéndose cada vez más. El masivo desempleo originado en la crisis de los años 30 no dejaba dudas acerca del agotamiento de toda progresividad del capitalismo y eso obliga a precisar el programa: los obreros ahora “están obligados a defender su pedazo de pan ya que no pueden aumentarlo ni mejorarlo”.
Marx no imaginó la evolución hacia Estados financieramente tan poderosos que, guiados por el recetario keynesiano, amortiguaran el ciclo económico de auges y crisis, de inflación y desempleo. Sin embargo, el intervencionismo masivo del Estado en el mercado fue incapaz de devolver la perdida juventud al capital. En ese sentido, auguraba Trotsky, “la política del ‘New Deal’ en los EE.UU. como la política del frente popular en Francia, no ofrece salida alguna de la impasse económica”.
Muy lejos de poder curar los achaques del capitalismo maduro, las dosis del remedio keynesiano, de indicación esencialmente paliativa, condenaron a los Estados burgueses contemporáneos a ser deudores crónicos y quebrados por las nuevas cargas: el subsidio de millones de personas expulsadas del mercado laboral, faraónicas obras públicas y guerras para dar uso a la población excedente y una creciente burocracia político-administrativa, tan improductiva como sometida al servicio de una clase política corrupta, hambrienta de poder y de dinero.
“El crecimiento de la desocupación ahonda a su vez la crisis financiera del Estado y mina los sistemas monetarios vacilantes. Los gobiernos, tanto democráticos como fascistas, van de una quiebra a la otra”, Trotsky dixit. Y ahora, en 2011, parecen confirmarlo las peleas entre demócratas y republicanos por el déficit presupuestario y la deuda pública de EEUU, la suba astronómica del oro contra las monedas Estatales, la resolución europea de forzar a los bancos para que pierdan más de la mitad de lo que prestaron en Grecia y el riesgo inminente de un fracaso mortal de la unidad europea y del Euro, su ambicioso ensayo monetario, etc., etc.
El boom productivo y tecnológico de posguerra revirtió, transitoriamente, este diagnóstico. La segunda guerra mundial permitió movilizar en armas al ejército de desocupados de tiempos de paz, revirtiendo así, tanto en EEUU como en Europa, el desempleo de una década, desde el crack financiero de 1929. La segunda feroz carnicería fue un estrago suficientemente extenso de la población trabajadora como para que, al finalizar, se diera pleno empleo civil a los asalariados sobrevivientes durante las dos décadas siguientes. Ello en el marco de una reconstrucción europea portadora de excelentes oportunidades de inversión para los capitalistas vencedores. El recetario keynesiano era el último grito de la moda en política económica para garantizar el pleno empleo y la expansión del consumo masivo contra el avance de la izquierda. El final de esta etapa fue el rechazo a la receta del pleno empleo y el ajuste “monetarista” (hoy llamado “neoliberal”) de las reaganomics en EEUU, Thatcher en el Reino Unido y, en Argentina, poco antes que ellos, de Videla con Martínez de Hoz.
Desde entonces, la realidad económica y social confirma el sombrío pronóstico de Trotsky. EE.UU., paradigma del capitalismo desarrollado, sigue condenando a crecientes masas de trabajadores a mendigar a los políticos burgueses por casa y comida mientras que a otros millones de víctimas les da solamente trabajo parcial. Uno de cada 11 trabajadores está totalmente desocupado, representando esa tasa un sobrante de 14 millones de personas aptas (ver gráficos) de las que casi la mitad lleva más de 6 meses en esa situación. Y sube a 1 de cada 6 si les agregamos los part-time que querrían trabajar más y los que, desalentados, dejaron de buscar empleo: ¡una fuerza productiva de casi 26 millones de seres humanos inutilizada total o parcialmente por culpa del régimen de mercado!
El aumento de la producción y de las ganancias registrado desde mediados de 2009 en EE.UU. no recuperó el empleo ni tampoco impidió una reducción en los ingresos de los trabajadores. En plena recuperación de la crisis, el descalabro del mercado de trabajo permitió a las empresas hacer descender bruscamente en 6,7% los ingresos de los hogares (suma de salarios más subsidios y otros ingresos ajustados por inflación) a lo largo de los apenas dos años que mediaron entre el final de la recesión (junio de 2009) y junio de 2011.
Ese deterioro obedeció principalmente a la pérdida de salarios de los desempleados, no compensada por el subsidio; a recortes salariales sobre los que volvieron al trabajo y, finalmente, al aumento en el costo de vida por la inflación en derivados del petróleo y en algunos alimentos. Ya durante la crisis, los ingresos de los hogares se habían visto esquilmados en 3,2%, totalizando desde entonces una disminución del 9,8%, la más grande en varias décadas.2
Resulta evidente el impacto de las condiciones objetivas de existencia en esta etapa de decadencia sobre la moral combativa, el programa reivindicativo y la orientación política de los sindicatos y demás organizaciones de los explotados. Es también notorio el cambio de rol del Estado que, de mero custodio armado y abogado de los intereses del capital, se pretende ahora “benefactor de última instancia” de los desplazados por el mercado, ex-explotados, a través de la mecánica perversa y clientelista de los subsidios a las familias para que puedan tolerar su marginación laboral sin remedio. ¡Bastaría imponer el reparto de las horas de trabajo, acortando la semana o la jornada para que no haya más parias ni esfuerzos extenuantes, de los que sólo así conservan un empleo!
La coyuntura económica y social yankee echa luz en el sentido de que la crisis financiera en curso parece tener diferentes tiempos y profundidad según el sector social al que se mire. Mientras que las empresas americanas salieron rápido y bastante bien, para los trabajadores todavía no se sale del fondo. Esta circunstancia confirma que las crisis del capitalismo no son, necesariamente, oportunidades para debilitar a los explotadores. También pueden fortalecerlos a la par que aumentar el disciplinamiento de los explotados.
En tal caso, no cabe a la izquierda aturdirse en algarada por la crisis, exagerando su profundidad y prejuzgando una crisis del sistema favorable a los explotados, cuando estaba siendo la excusa central de los empresarios para echar gente y bajar sueldos y cuando, para colmo, los gobiernos invocan la crisis para justificar impotencia frente al desempleo, dejar en Europa a más gente en la calle, reducir el gasto social y promover una baja duradera del salario real en las economías desarrolladas.
Notas
1 León Trotsky: El Programa de Transición en http://www.marxists.org/espanol/trotsky/1938/prog-trans.htm
2 G.W.Green Jr. y J.F.Coder: Analysis of Current Population Survey Data, comentado en The New York Times, 10/10/1, en http://www.nytimes.com/2011/10/10/us/recession-officially-over-us-incomes-kept-falling.html?nl=todaysheadlines&emc=tha2