Miguitas. Sobre los programas alimentarios del Estado argentino

en Aromo/El Aromo n° 115/Novedades

En 1988, antes de la hiperinflación, nuestro país tenía más de 2,7 millones de personas indigentes. Pasaron más de tres décadas y la Argentina no puede salir de una situación social semejante a la de los ’80 y estructuralmente decadente. El hambre no es el resultado de políticas económicas erradas o de políticos corruptos. El hambre y la pobreza son hijos del capitalismo argentino.

Sebastián Cominiello

OES-CEICS

Según el INDEC, la primera mitad de 2020 dejó en Argentina un nivel de pobreza del 40,9% y un 10,5% de indigencia. Con estas cifras más de 18,5 millones de argentinos son pobres y 4,7 millones son indigentes. Más allá de la pandemia y de la cuarentena, el hambre no parece ser un problema en vías de solucionarse en el corto plazo, al menos mientras exista el capitalismo. En 1988, antes de la hiperinflación, nuestro país tenía más de 2,7 millones de personas indigentes. Pasaron más de tres décadas y la Argentina no puede salir de una situación social semejante a la de los ’80 y estructuralmente decadente. El hambre no es el resultado de políticas económicas erradas o de políticos corruptos. El hambre y la pobreza son hijos del capitalismo argentino. En otras palabras, porque existe el capitalismo hay hambre. No obstante, esta tendencia lleva a que el Estado intervenga atemperando la situación para que no se transforme en conflictiva e incontrolable. Por ello, el Estado capitalista tiene que subsidiar a una fracción cada vez mayor de la clase obrera para que pueda alimentarse con algo y sobrevivir. Pero, entonces ¿en algún momento se va a solucionar esta realidad tan cruel? No. Al menos no se va a resolver bajo el capitalismo. Porque la existencia de éste y la propiedad privada de los medios de producción mercantilizan todo aquello que los humanos requerimos para poder vivir y reproducirnos. Por lo tanto, para poder comer hay que tener plata y para ello, debemos obtener un trabajo. Por ello los desocupados sólo sobreviven, bien que con limitaciones, de la limosna o la caridad estatal. La secuela de esta “película” es una población cada vez mayor que vive de las migas del Estado. De eso se trata este artículo: de hacer un recorrido por los diferentes programas destinados a “erradicar”, “mitigar” o “combatir” el hambre en Argentina, desde el alfonsinismo a esta parte, los cuales expresan su propio fracaso dada la existencia de los niveles actuales de indigencia.

Con la democracia… ¿se come?

En nuestro país existieron varias políticas en materia de asistencia alimentaria desde épocas muy tempranas. Ya hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX surgieron los comedores escolares a los que se fueron sumando las ollas populares. Un paso importante en estas políticas tuvo lugar a mediados de la década de 1980 bajo el gobierno de Alfonsín con la creación del Programa Alimentario Nacional (PAN). La Ley n° 23.056 fue aprobada el 15 de marzo de 1984 y establecía que la ayuda alimentaria se mantendría solamente por dos años. Ese era el tiempo que el personal político de entonces suponía que demoraría en erradicar la extrema pobreza. Sin embargo, las promesas fueron incumplidas. Las cajas PAN tuvieron vigencia hasta el final del gobierno de Alfonsín y no resolvieron el problema del hambre.

Este programa tenía como principal acción la entrega de cajas de alimentos secos a la población en riesgo nutricional. Las cajas PAN cubrían un 30% de las necesidades nutricionales de las familias seleccionadas sobre la base de criterios socioeconómicos: dos kilos de leche en polvo, un kilo de fideos, un kilo de arroz, uno de porotos, dos kilos de harina de trigo, un kilo de carne enlatada, dos kilos de harina de maíz y dos litros de aceite. Cada caja costaba 550 pesos argentinos, que en ese entonces equivalían a unos 11 dólares (unos 3.600 pesos de 2020). Es decir, este Programa no implicaba un abordaje integral de la problemática alimentaria sino simplemente un paliativo, como la mayoría de los programas impulsados. Su novedad consistía en que no existían hasta el momento programas similares en el país en cuanto a su modalidad y escala.

Durante su primer año de funcionamiento, el PAN benefició a unas 800.000 familias, es decir, unos tres millones de argentinos. Con el correr del tiempo, llegaron a repartirse, en promedio, 1.300.000 cajas mensuales. El PAN finalizó sin haber aportado evaluación alguna de sus resultados. Lo destacable de esta experiencia es que pasaron más de 35 años y el Estado argentino continúa con la entrega de subsidios alimentarios para una población hambrienta creciente, síntoma de que el capitalismo no puede garantizar la supervivencia de millones de obreros.

Por su parte, Carlos Menem puso en práctica el programa “Bono solidario” destinado a reemplazar las cajas PAN, a partir de 1989. Consistía en la entrega de bonos, distribuidos por la CGT a familias seleccionadas. Bonos que podían ser canjeados por alimentos y prendas de vestir. Para recibirlos se requería una declaración jurada que constatase el estado de necesidad alimentaria. Trámite que había que realizar en municipalidades u organismos específicos. El Bono solidario fracasó rápidamente. No solo porque su distribución fue muy escueta en dependencias de la CGT donde se llenaba de gente y la demanda de alimentos superaba ampliamente a su oferta. También porque quien estaba a cargo de la cartera que distribuía esos bonos, el secretario de Estado de Salud y Acción Social, Rubén Cardozo, fue denunciado por corrupción y acusado de entregar decenas de miles de bonos a diputados peronistas para su reparto discrecional.

Luego, otras intervenciones como el Programa Alimentario-Nutricional Infantil (PRANI), el Apoyo Solidario a Mayores (ASOMA) o el programa Pro-Bienestar, continuaron la misma modalidad de distribución de cajas alimentarias, aunque segmentando su población beneficiaria en hogares con niños menores de 5 años (el PRANI) o con adultos mayores de 60 (el Asoma y Pro-Bienestar). Por orden de aparición, los programas alimentarios de la década de 1990 fueron el Promin, el Prani, el Programa Unidos y el Programa de Emergencia Alimentaria, PEA. Cada uno de ellos tuvo diferentes propósitos, líneas programáticas y modalidades de gestión y organización, pero todos tienen como común denominador el reparto de cajas de alimentos.

El Promin se presentó en 1993 como un programa focalizado en áreas de alta incidencia de pobreza urbana y contó con financiamiento parcial del Banco Mundial. Se procuró ampliar la cobertura y mejorar la calidad de atención de la salud, nutrición y desarrollo infantil en las áreas más pobres con la finalidad de disminuir la morbimortalidad infantil y materna. Entre 1993 y 2000, el Promin incluyó mujeres embarazadas y niños con desnutrición y su rehabilitación nutricional, financiando la adquisición en las provincias cubiertas de un módulo alimentario o caja familiar de alimentos secos (leche en polvo, aceite, azúcar, cereales y legumbres secas). Este componente alimentario también merece reflexión. La logística de estos programas impuso limitaciones en cuanto a la selección de los alimentos, los que deben ser productos secos, no perecederos. Leche en polvo, cereales, azúcar, aceite, algunos enlatados, son los alimentos comúnmente utilizados en la mayoría de estos programas. Este complemento se sumaba a la leche que regularmente se distribuían en las provincias con las transferencias del Ministerio de Salud y solo se repartía durante el tiempo que demandaba la recuperación nutricional del desnutrido, en lapsos de 4 a 5 meses. Una evaluación interna del Promin realizada en 1999 no halló resultados satisfactorios en el estado nutricional de la población beneficiaria. Tampoco en el perfil nutricional de los niños atribuibles al reparto de cajas, por lo que desde principios de 2000 el Promin discontinuó esa actividad y se sumó, a partir de 2001, a la entrega de leche fortificada.

El Prani se impulsa en 1995 por intermedio de la Resolución 1005 sancionada por la Secretaría de Desarrollo Social de la Nación, por la cual se creó la Unidad Central de Análisis y Planificación de Políticas Alimentarias y Nutricionales (UCAPPAN). El propósito era crear un ámbito institucional para mejorar la articulación de los programas alimentarios y para institucionalizar un Programa Alimentario Único, que incluya no sólo a los programas nacionales sino a los que se implementaban con fondos federales (Políticas Sociales Comunitarias y Programa Social Nutricional). El Prani fue el primer intento en la década de 1990 para coordinar al conjunto de los programas alimentarios.

A poco de andar, el programa definió las modalidades de sus tres principales componentes: el mejoramiento y transformación de comedores infantiles, la implementación de las cajas Prani y los proyectos de refuerzo de la dieta de comedores infantiles. Desde agosto de 1995, el Prani inició la distribución de cajas alimentarias y, progresivamente, esta actividad se convirtió en el eje del programa, absorbiendo prácticamente el 70% de su presupuesto. La caja Prani consistía en un típico módulo alimentario de los que venimos describiendo, compuesto por alimentos secos por un total de aproximadamente 40 mil kcal por entrega (las entregas fueron unas 7 u 8 anuales). El Prani llegó a distribuir unas 275 mil cajas por entrega en su período de máxima cobertura. De este modo, el programa que se había presentado como una “estrategia para unificar programas alimentarios”, se convirtió rápidamente en uno tradicional, de reparto de cajas de alimentos a familias pobres, que además fueran beneficiarias de comedores infantiles y comunitarios.

El Programa Apoyo Solidario a Mayores (ASOMA) fue contemporáneo del Prani (vigente desde 1994) y estuvo administrado por la misma Secretaría de Desarrollo Social. Se basaba en la adquisición centralizada y distribución de unas 180 mil cajas de composición similar, destinada a adultos mayores sin cobertura social. Este programa fue complementario del Pro-Bienestar, un programa alimentario dependiente de la obra social de jubilados y pensionados (PAMI), que alcanzó a cerca de 500 mil ancianos indigentes con una combinación de bolsones de alimentos y prestaciones alimentarias ofrecidas en comedores para adultos de la tercera edad. En el año 2000, el gobierno de De la Rúa unificó los programas Prani y Asoma en un programa que, más allá del cambio de su denominación, Unidos, en los hechos no modificó la asistencia alimentaria. Consistía en el reparto de cajas de alimentos a familias pobres con niños menores de 14 años o adultos mayores sin cobertura social.

Con la vigencia del programa Unidos se inició un cambio en el modelo de gestión de los recursos los cuales fueron paulatinamente transferidos a las provincias, del mismo modo que la gestión de adquisición, embalaje y distribución de las cajas a las bocas de reparto. Fue el inicio de la descentralización de los programas alimentarios. Lo cierto es que, a pesar de todos estos programas alimentarios, la indigencia tendió a incrementarse y no fue resuelta por el Estado, proceso que pone en evidencia que el capitalismo argentino no puede sostener la reproducción de una parte de la clase obrera.

Del Argentinazo a la actualidad

El 2001, previo al estallido de diciembre, encontró a los programas del Ministerio de Desarrollo Social en su pico más bajo de cobertura, por las propias limitaciones financieras en que estaba el Gobierno Nacional. En medio de la crisis 2001-2002, y una vez producido el recambio presidencial con la asunción del Gobierno provisional, el Decreto 108/02 creó el Programa de Emergencia Alimentaria -PEA-, destinado a transferir recursos a las provincias para la implementación de sus programas alimentarios. En la práctica, el PEA es otro “giro” en la denominación de un programa alimentario sin mayores cambios en cuanto a la modalidad de asistencia, ya que las transferencias se traducen mayoritariamente (un 80% del presupuesto) en cajas de alimentos repartidas a las familias que antes recibían la caja Unidos y, anteriormente, el Prani o Asoma.

El cambio sustantivo fue la completa descentralización de los fondos a las provincias. En la práctica esto se traduce en que el Gobierno Nacional transfirió fondos para una cantidad programada de beneficiarios y el contenido final de cada caja, su traducción a valor nutricional o su frecuencia de entrega quedaba a cargo de las provincias. Otra característica inherente a los programas alimenticios (que comparte con los sociales en general) es la ausencia de una base única de beneficiarios del conjunto de programas, el intento fallido del PRANI es un botón de muestra. Hasta el día de hoy se sigue discutiendo este intento. Esta condición es la que permite, adrede, la distribución discrecional de los recursos: cada programa y sus administradores o gestores son “dueños” del padrón de beneficiarios. Se crea, de este modo, enormes redes clientelares entre los beneficiarios y el personal político de turno, sobre todo durante las campañas electorales.

Otra estrategia implementada por el Estado argentino durante los últimos años es el programa Pro-Huerta, que requiere la participación de las familias beneficiarias en actividades de capacitación para la “autoproducción” y “educación alimentaria”. La mayoría de las huertas que promueve el programa son de tipo familiar y urbanas. El modelo tipo de producción es una huerta de 100 metros cuadrados, en cuya extensión se cultiva un kit de hortalizas cuya producción estimada anual dependiendo de las áreas de cultivo es de 300 a 500 kilogramos. Queda claro desde el planteo mismo de las condiciones del programa que resulta completamente ineficiente. En lugar de garantizar los alimentos necesarios se entregan suministros para que la familia se responsabilice del resultado de dicha producción. Ya ni siquiera se otorga una caja de comida, sino “algo” que probablemente crezca, si es que llueve lo suficiente. De este modo, todo queda supeditado al azar y a la responsabilidad individual de la familia. Además, es imposible reproducir en 100 metros cuadrados y con el kit de las hortalizas el conjunto de los alimentos necesarios para poder alimentarse correctamente.

En 2019, con la asunción de Alberto Fernández, el Gobierno lanzó el plan “Argentina contra el Hambre”, que es básicamente una tarjeta alimentaria. Este plan tiene como objetivo que los beneficiarios puedan acceder a la compra de los alimentos y bebidas no alcohólicas que componen la Canasta Básica de Alimentos. La tarjeta alimentaria está destinada a las personas que cobran la Asignación Universal por Hijo (con hijas e hijos de hasta 6 años inclusive); mujeres embarazadas a partir de los 3 meses que cobren la Asignación por Embarazo para Protección Social; y personas con discapacidad que cobren la Asignación Universal por Hijo, sin límite de edad. Entre los meses de diciembre de 2019 y febrero de 2020 se acreditaron un total de 922.517 tarjetas que alcanzaron a un total de 1.765.868 destinatarios. Al 11 de noviembre de 2020 las tarjetas acreditadas llegaron a 1.560.000 y el plan tiene como destino a más de 2.800.000 beneficiarios.

La tarjeta carga mensualmente 4.000 pesos a las familias perceptoras con un solo hijo de hasta seis años y 6.000 pesos a las familias que tienen más de un hijo en la misma franja etaria (no muy lejos de las cajas PAN). Cabe destacar que, desde que se puso en marcha la tarjeta, en diciembre de 2019, el monto de ingreso no se modificó. Con lo cual, aquellos 4 o 6 mil pesos iniciales tienen una capacidad de compra mucho menor debido a la inflación. Además, esos ingresos no alcanzan para mucho. En este sentido, en diciembre de 2019 para que una persona adulta dejara de ser indigente precisaba, según las mediciones del INDEC, unos 5.043 pesos; y en septiembre de 2020, unos 6.288 pesos. En consecuencia, con esos 4 o 6 mil pesos para toda una familia (de tres o de cuatro personas, según el caso) no se llega siquiera a dejar de ser indigente.

La hipocresía

Hipocresía significa “actuar” o “fingir” una respuesta. Es una característica que de alguna manera define a la acción del Estado burgués en relación con la población que sufre hambre. Se finge una preocupación y se “hace como si” se estuviera solucionando el problema. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. El Estado burgués y el personal político que gobierna están más preocupados por garantizar las ganancias de los empresarios que por resolver el hambre de los indigentes. Eso se expresa en que hace más de tres décadas que la cantidad de indigentes promedio por año es de 3,4 millones, con momentos donde “bajó” a 1,4 millones (en los primeros años de los ’90) y por períodos en que superó los 9 millones (años 2002 y 2003).

En efecto, en las últimas cuatro décadas hubo programas alimentarios y subsidios de todo tipo: Pro-Huerta, Programa Promoción del Bienestar de los Mayores (PPB), Programa Materno Infantil y Nutrición (PROMIN), Apoyo Solidario a los Mayores (ASOMA), Programa Alimentario Nutricional Infantil (PRANI), Fondo Participativo de Inversión Social (FOPAR), Programa Unidos, Vale Más, Programa de Emergencia Alimentaria (PEA), Plan Nacional de Seguridad Alimentaria (PNSA), Asignación Universal por Hijo (AUH), Asignación por Embarazo para Protección Social, Programa Nacional de Precios Cuidados, Tarjeta alimentaria, etc. Hubo todo tipo de combinación de siglas. ¿En qué consistieron la gran mayoría? En entregar una caja con alimentos o su equivalente en dinero (tarjeta, bono, etc.), siempre insuficiente tanto en cantidad de destinatarios como en el contenido de lo que suministraban. Una sociedad que se descompone, como la Argentina capitalista, sólo puede ofrecer miseria y hambre para la población. Sólo bajo el Socialismo se resuelve el problema de la alimentación, dado que se elimina la propiedad privada de los medios de producción y se garantizan las necesidades sociales del conjunto de la población. Hasta que no cambiemos eso, el Estado y el personal político burgués seguirán ofreciendo algunas pocas migas para muchos obreros.

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