La limitación de la sociolingüística posmoderna enfocada en las políticas de identidad, no ve la implicancia de los procesos productivos en estas lenguas minoritarias.
Por Héctor Andreani – Colaborador
Desde hace varias décadas en el imaginario social de Santiago del Estero hay ideologías lingüísticas profundamente cristalizadas sobre la variedad más sureña de la familia lingüística quechua, denominada localmente como “la quichua”. Son ideologías aunadas en torno a una perspectiva que Voloshinov[i] describía como propias del subjetivismo lingüístico: desde lo folklórico (el acoplamiento del quichua al boom discográfico de los años 60); la delimitación al espacio intimista o familiar; el foco puesto en la niñez como receptáculo pasivo de lengua considerada “materna”; o la apropiación de sectores indigenistas como lengua “ancestral”. En el plano de las prácticas efectivas, es evidente que se han manifestado así, pero observamos que el cuadro social de la lengua no se agota allí. Postulamos otra caracterización: por fuera de factores familiares, folklóricos o “ancestrales” (que son ideologías lingüísticas generalizantes sobre esta variedad lingüística), hay una dimensión situada de clase que permite comprender mejor por qué se mantiene esta variedad lingüística. Caracterizamos a “la quichua” como un repertorio subjetivista estatal sobrante. Expliquemos por partes:
1) es repertorio, porque se compone de un conjunto de recursos bilingües específicos. Aunque el habla se manifiesta de formas dinámicas, observamos que el ámbito ideológico de masculinidad proletarizada se refracta en otros ámbitos sociales (narrativas familiares, sexuales, infantiles, desafíos agonísticos entre varones): los procesos de trabajo son la fuerza motriz del repertorio bilingüe;
2) es subjetivista, porque el desarrollo de nuevos discursos públicos tiene numerosos problemas de habilitación social: el quichua actualmente no pertenece a ningún género musical predominante, está en escasísimos medios de comunicación, las producciones escritas siguen en permanente dificultad, y las políticas educativas son muy inestables. La impronta más fuerte de ese subjetivismo es el ambiente de picardía surgido desde el trabajo migrante estacional, e impregna a toda la experiencia productiva acumulada de subsistencia rural. Es subjetivismo también porque los bilingües actuales, a su modo, problematizan la autenticidad de nuevos usos «públicos» del quichua (escolarizables, escriturales, mediales)
3) es estatal, no porque el Estado fomenta la lengua, sino porque la historia del mantenimiento inestable del quichua fue a la par de la creciente asalarización de bilingües, quienes realizaban usos quichuas (nunca documentados) mientras desarrollaban el espacio estatal en zonas rurales. Vale un ejemplo: quichuista no significa monolingüe, sino que es una categoría “nativa” moderna para quien es bilingüe quichua-castellano y de la cual muchos hablantes buscaron desmarcarse. Desde mediados del siglo XX, ese bilingüe produce un uso muy singular: oculta su quichua y usa su repertorio castellano para evitar la marginación social desde la mayoría poblacional representada en la modernización estatal tardía desde la década del 40. La prohibición escolar al quichua fue muy intensa (entre los años 40 hasta los años 90) pero no llegó a ser tan efectiva, porque muchos docentes terminaban habilitando usos quichuas en sus alumnos. Muchos bilingües accedían al mercado de trabajo a pesar de hablar quichua (nunca fue un elemento de movilidad social). Una clave histórica se halla en cierta habilitación del poder político: desde un hipotético período prehispánico y durante toda la colonia, el quichua estuvo vinculado a diferentes esferas de poder (muy variadas en su composición). Ni en Chaco hubo gobernadores wichís, ni en Formosa hubo rectores pilagá: en cambio, en Santiago los quichuistas (es decir, los bilingües) fueron caudillos, gobernadores y hasta rectores universitarios.
4) es sobrante, porque a mediados del siglo XX ocurre un cambio importante en la configuración sociolingüística. El quichua se “corrió” desde el lugar de mayor capital sociopolítico (caudillos, gobernadores, funcionarios, notables de peso), quienes compartían la lengua con amplias mayorías obreras desde el siglo XIX (uso lingüístico de interclases) hasta que quedó consolidada en capas obreras de muy baja productividad. A pesar de cierto “levantamiento oficial” de la prohibición lingüística a mediados del siglo XX, paradójicamente se instalaba una valoración de clase (quichua / abandono escolar / pobreza) que se consolidó en décadas posteriores hasta la actualidad. Por un lado, en las escuelas rurales se ejercía prohibición para que los niños no hablaran quichua, aunque pasada esa edad dicha prohibición era “levantaba” y el bilingüismo siguió siendo intenso en el mundo laboral adulto. Por otro lado, las efectivas fuerzas motrices sociales de la lengua (al menos desde mediados del siglo XIX y con mucha más fuerza durante el siglo XX) se asentaron en los mencionados procesos productivos, donde muchos explotados se mantuvieron bilingües (en trabajos agropecuarios de baja productividad y alta aplicación de trabajo manual en zonas de escasa tecnificación), sobre todo en procesos de trabajo con obreros agrupados en cuadrillas (explotación forestal, algodón y caña, minifundios agrícolas, trabajos agrarios temporales –despale, desenraizamiento, etc.-, migración estacional contemporánea a multinacionales de la pampa húmeda, etc.). Una gran mayoría de los bilingües quedó relegada en las zonas más empobrecidas, paradójicamente, dentro de la mesopotamia agroproductiva de la provincia. Aunque permanecen actualmente franjas muy minoritarias de burguesía rural bilingüe (algunos comisionados municipales con capitales en sus zonas, comerciantes o productores agrarios con tierras pero con bajísima tecnificación de sus estructuras productivas) sus actividades jamás despegaron de un margen muy bajo de productividad. Esta capa improductiva de la burguesía rural local no desapareció gracias al sostenimiento de programas estatales de fomento, y sigue compartiendo los mismos parámetros culturales-lingüísticos con el resto de la población obrera rural. Y aún conforman (como una continuidad desde el siglo XIX) una trama social de muy baja densidad. Es otra de las claves del mantenimiento del quichua.
Algunos datos actuales para comprender mejor el carácter “obrero” de esta lengua todavía hablada en la mesopotamia santiagueña y sus adyacencias: el ingreso extrapredial del obrero rural a la economía familiar adquiere porcentajes muy altos respecto de ingresos por explotaciones agropecuarias (EAPs) familiares, en el orden del 70% y puede llegar hasta el 100%, con lo cual toda la literatura campesinista que refiere a estas poblaciones rurales es problematizada[ii]. Dependiendo la demanda de mano de obra para la cosecha o despanojamiento por parte de las semilleras multinacionales cada año, la provincia aporta entre 35.000 hasta picos de 50.000 obreros de la mesopotamia provincial[iii]. La gran mayoría de esos obreros proviene de los departamentos Figueroa, Salavina, San Martín, Atamisqui y Sarmiento. A su vez pertenecen al núcleo de departamentos con más proporción de población bilingüe quichua-castellano, según las estimaciones actualizadas de Albarracín (2016: 304): Figueroa con 80% (14.256 habitantes); Salavina con 80% (8.974 habs.); San Martín con 70% (6.882 habs.); Atamisqui con 70% (7.646 habs.) y Sarmiento con 70% (3.225 habs.). Son valores “estimados” al no haber indicadores censales exclusivos para lenguas porque las cofunden con indicadores étnicos[iv]. El total estimado (sumando a otros departamentos de menor incidencia bilingüe) es de 150.600 hablantes bilingües[v], un 16,7% de bilingües sobre la población total provincial.
Todo esto nos permite comprender, primero, que por fuera de
mitificaciones folklóricas, intelectuales o culturalistas, la categoría nativa quichuista está inevitablemente
atravesada por la modernización estatal; segundo, cómo
la población bilingüe quichua-castellano pasó a integrarse
como componente significativo del ejército de reserva del capital;
tercero, el sentido de la política lingüísticainherente a estos procesos laborales agrarios, donde la demanda laboral
no supuso saber castellano para esa calificación requerida; cuarto, la limitación de la sociolingüística
posmoderna enfocada en las políticas de identidad, que no ve la implicancia de
los procesos productivos en estas lenguas minoritarias.
[i] Voloshinov, Valentín N. El marxismo y la filosofía del lenguaje. Los principales problemas del método sociológico en la ciencia del lenguaje. Madrid: Alianza Editorial, (1992) [1929].
[ii] Desalvo, Agustina. “Una aproximación a la naturaleza social de la población rural santiagueña: el caso de Salavina”. En: Notas de población, Nº 98, julio de 2014, pp. 163-191.
[iii] Ledesma, Reinaldo; Tasso, Alberto. “Empleo rural y migrante estacional en Santiago del Estero”. En: Ledesma, R.; Paz, J.; Tasso, A.. Trabajo rural estacional de Santiago del Estero. Buenos Aires: Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social–OIT, 2011; Neiman, Guillermo. “Estudio exploratorio y propuesta metodológica sobre trabajadores agrarios temporarios”. En: Proyecto de Desarrollo de Pequeños Productores Agropecuarios (PROINDER) Buenos Aires, 2009.
[iv] En SdE, no hay una vinculación directa entre etnia y lengua, sino un conglomerado étnico (ex cazadores-recolectores, árabes, criollos, afrodescendientes, etc.) devenidos bilingües quichua-castellano, proceso iniciado desde mediados del siglo XIX. En: Grosso, José Luis. Indios muertos, negros invisibles. Identidad, hegemonía y añoranza. Córdoba: Encuentro Grupo Editor, 2008, cap. 2.
[v] Albarracín, Lelia Inés. La quichua. Ejercicios y gramática. Volumen III. Buenos Aires: Dunken, 2016.