Por Ianina Harari – Un empleado administrativo de una fábrica textil concurre orgulloso como todos los días a trabajar. La firma hacía tiempo que había cerrado, pero Luna continuaba su rutina como si nada hubiera ocurrido. Este es un tópico similar al que ya aparece en Full Monty, con el gerente desocupado que sale todos los días de su casa y no se anima a decirle a su mujer su situación. El mismo recurso que después toma como tema central El empleo del tiempo, donde un hombre despedido de su trabajo esconde la novedad a su familia. Pero en los films europeos los personajes fingían trabajar, realizaban una pantomima para su familia. Por el contrario, el obrero de La demolición realmente cree que trabaja. Habla por el teléfono cortado con clientes y proveedores, llena papeles, cree que tiene una computadora que no entiende y por eso no la usa.
Le tocará a un obrero de la empresa demoledora, Lazari, intentar traerlo a la realidad y hacerlo entender que la fábrica no funciona más, convencerlo de que debe salir de allí y permitirle comenzar su trabajo. En la discusión, ambos irán descubriendo su propia alienación: uno porque “hace que trabaja” en una fábrica abandonada y el otro por su obsecuencia con un patrón que lo maltrata y le paga un salario miserable. Tal es el eje de la película La demolición en la que, finalmente y casi por casualidad, la fábrica termina “recuperada” por sus ex trabajadores. Ellos, todos mayores de 60 años, concurren al lugar porque la televisión exagerando sobre el incidente con Luna, difunde que hay un obrero atrincherado en la fábrica. También se dirige al lugar una delegación del movimiento de fábricas recuperadas que impide la destrucción de la fábrica. El obrero de la empresa demoledora, quien ha sido despedido por no cumplir con su trabajo, finalmente se unirá él también al emprendimiento.
El mismo final, la ocupación y recuperación de la empresa, tendrá la fábrica Zanón, que será el punto de partida para el documental Fasinpat, cuyo título remite al nombre con el que los obreros rebautizaron la empresa. Allí vemos cómo los trabajadores se organizan para que la fábrica continúe funcionando bajo su control y reclaman por la expropiación. Las escenas van mostrando a los trabajadores en su quehacer cotidiano, que mezcla el trabajo con la lucha por la expropiación. No hay en el documental entrevistas que permitan ahondar sobre la conciencia de los obreros, ni una presentación de quién es cada uno o de historias individuales. No sabemos sus nombres a menos que algún compañero los mencione. Todos parecen ser igual, no aparecen dirigentes y se los ve actuar a todos por igual casi indiscriminadamente. Por ejemplo, se elige en votación un representante para ir a dar una charla, pero no queda claro el criterio por el cual se lo vota.
Ambas películas muestran, una desde la ficción y la otra desde un caso real, cómo los trabajadores no pueden esperar una solución por parte de la patronal y deben tomar en sus manos el destino de la empresa para no perder sus puestos de trabajo dignos. Sin embargo, en ninguna de ellas se plantea el problema de la viabilidad de estos proyectos por fuera de un avance más general de la clase obrera.
De eso no se habla
La crisis de los ’90 llevó a la quiebra a buena parte de pequeñas y medianas empresas que no pudieron sobrevivir a la competencia de productos importados. Aunque quiera atribuirse la culpa al “modelo neoliberal”, el “capital financiero y especulativo”, o al personal político, lo cierto es que estas empresas no contaban con el grado de productividad suficiente para sobrevivir a la competencia.
En ambas películas existe una imagen de las patronales como especulativas. En La demolición, Luna se queja de que la patronal vendió parte de la empresa a extranjeros que habían prometido “inyectar capitales” para vigorizar la empresa y se terminaron fugando con todo el dinero. Esto se lo opone a la “época de oro” donde los obreros gozaban de beneficios sociales y la empresa era como una gran familia. No hay una continuidad entre el padre-empresario y aquellos que cierran la fábrica. Aparecen como dos personajes distintos. El pasado mitológico de la armonía de clases se mantiene intacta merced a esta operación. Y, por esta vía, puede seguir ofertándose como alternativa. La realidad es otra: en la mayoría de las empresas que se funden no hay terceras personas: los obreros ven paulatinamente como el gran padre/patrón se vuelve cada día más mezquino con el fin de sobrevivir a la competencia que finalmente lo liquida, por más economías que haya hecho antes con los salarios de sus obreros. Esto deben haber presenciado, por ejemplo, los empleados del señor Jacobo Bruckman, por ejemplo.
En Fasinpat, se relata que la fábrica se instaló durante la dictadura, momento en que “se implanta el plan del capitalismo financiero” y más adelante se lo verá al dueño junto a Menem inaugurando la ampliación de la fábrica. La crisis estalla cuando la empresa pretende realizar despidos masivos. Lo que no aparece son las dificultades por las que estas empresas debieron cerrar. Pareciera que fuera un capricho de las patronales o que fueran malas por algún motivo en particular. Se oculta, así, que éstas no actuaron distintas a cómo lo hace cualquier capitalista y que lo que ocurrió es resultado de las contradicciones capitalistas. Las dos películas encubren esto último. La violencia es un tema tabú: tanto la que brota de la competencia y la crisis capitalista; como la que necesitan emplear los obreros para hacerle frentes, resultan silenciadas.
Las empresas abandonadas por el capital dejaron un tendal de desocupados, algunos de los cuales decidieron quedarse en la fábrica para que continúe produciendo. Los obreros de las fábricas ocupadas forman parte de la sobrepoblación relativa, es decir, aquella población que el capital no puede explotar en condiciones medias de productividad.
La devaluación de 2001, y el consecuente abaratamiento de la mano de obra, trajeron una ráfaga de aire fresco al capital local que ganó competitividad rápidamente. Esta situación permitió que muchas pymes al borde de la quiebra pudieran volver a producir e incluso realizar exportaciones marginales. Entre ellas, se encuentran las empresas recuperadas, cuya supervivencia está condicionada, como el resto de los pequeños y medianos capitales, al mantenimiento de ciertas condiciones económicas que mantengan los salarios devaluados. En este sentido, la reivindicación de las mismas, sin otro tipo de planteo, cae en el cooperativismo que no es más que la reivindicación del pequeño capital.
Las reglas del juego
Grande o pequeño, el capital no puede escapar a las leyes de la competencia que el mercado impone. Quiera verlas o no, todo aquel que quiera sobrevivir está obligado a alcanzar una productividad media. Esto se logra principalmente con la utilización de cierta tecnología. De carecer de ella, deberán suplirla mediante salarios bajos y jornadas extendidas.
En La demolición, vemos una fábrica bastante obsoleta. Las máquinas son antiguas. En Zanón, en cambio, el proceso de trabajo está mecanizado y se trabaja bajo el régimen de gran industria, aunque las maquinarias no parecieran ser de última generación. Las tareas de los obreros son, por lo tanto, mayormente de control, como se ve en el documental. Una vez que una rama entera de la producción alcanza el nivel de gran industria, el aumento de productividad dependerá en gran medida del tipo de tecnología empleada.
Las empresas están obligadas a invertir en tecnología si pretenden seguir en carrera. Para esto es necesario obtener cierta ganancia que habilite las inversiones. Muy por el contrario, las fábricas ocupadas parecen debatirse en una lucha por la supervivencia inmediata, por el pago de cuantas básicas, sin margen para invertir. En La demolición, vemos al obrero de la demoledora levantarse para ir a trabajar y decirse que los problemas de dinero continúan, pero que hay que seguir peleándola. En Zanón, las cosas no parecieran estar mejor. En una escena de Fasinpat, los obreros discuten acerca de la rentabilidad de la empresa y la dificultad por alcanzar las ventas mínimas necesarias para asegurar el pago de salarios y de la cuenta de luz. Con este panorama, el futuro de estas empresas no parece ser alentador si las condiciones favorables que brindó la devaluación desaparecieran o si la competencia se exacerbara.
¿Final feliz?
En ambas películas hay una reivindicación de la recuperación de fábricas por parte de los obreros. En La demolición, la recuperación de la empresa se da en forma espontánea. No hay siquiera reflexión o discusión previa acerca de las medidas a tomar. Lo más llamativo es que en el momento donde los obreros deberían tomar la fábrica aparece una elipsis. Es decir, de la escena en donde aparece el movimiento de empresas recuperadas y los ex trabajadores, la película salta directo a la casa de Lazari donde se lo ve despertándose. El espectador debe reconstruir ese momento, pero para el director no implica nada especial. El momento clave, que implica muchas veces un acto violento, no es mostrado. Todo se da en forma casi cómica. Tampoco se sabe qué es lo que pasa posteriormente con los protagonistas en cuanto al desarrollo de su conciencia política. La última escena sólo lo muestra al ex obrero de la demoledora pero no se ve qué pasa con el resto. También en Fasinpat se ve cómo los obreros de Zanón participan de encuentros con otras empresas recuperadas. Los obreros debaten y afirman la importancia de estas acciones como vía para solucionar el problema del desempleo. Remarcan que, a diferencia de los piqueteros, que cortan rutas por 150 pesos, ellos están llevando adelante una lucha por “trabajo digno”. A diferencia del otro film, aquí sí se ven asambleas, debates y discusiones políticas como la que tienen para decidir marchar por el aniversario del golpe. Sin embargo, la idea de espontaneidad está igualmente reflejada. Ningún obrero parece tener militancia partidaria, pese a que es públicamente conocida la presencia de militantes de diferentes partidos de izquierda entre los obreros. No puede alegarse ignorancia. Durante años Zanón estuvo asociada a una conducción del PTS. Corresponde, entonces, no sólo nombrarlo sino elaborar un balance de su desempeño. El ocultamiento de la militancia expresa el macartismo de los realizadores.
La película termina con un trabajador dando un discurso por la radio donde afirma que su objetivo es ir por más y dar una lucha por el cambio de la sociedad. No se sabe cómo han llegado a esta conclusión. Pareciera que la mera experiencia los ha llevado e entender la lucha por el socialismo. Asimismo, no se entiende cómo pretenden darla si sólo aparecen articulados con otras empresas recuperadas y dentro de una lucha en el sindicato ceramista. Aquí el movimiento piquetero sólo se ve en una concentración de apoyo a los obreros contra los síndicos que pretenden entrar a la empresa. Pero la Asamblea Nacional de Trabajadores, el mayor nucleamiento de organizaciones en lucha que dio el 2001, pareciera no haber existido ni siquiera a través de alguna discusión sobre si participar o no de ella.
Más allá de declaraciones de principios, no hay en ninguna de las películas una alternativa concreta y viable que supere la mera recuperación de la fábrica. El final feliz que ambas pretenden mostrar genera, en realidad, incertidumbre. ¿Cuánta vida les queda a estos proyectos si están aislados y deben competir con otras empresas? ¿Cuánto durará el trabajo digno? Todo depende de que la clase obrera logre superar los planteos reformistas con un proyecto viable. Para eso es necesario que la clase obrera se de organizaciones que se proyecten más allá de la mera necesidad y articulen todas las luchas. Que se organicen en forma política y den una lucha por financiamiento estatal bajo control obrero junto con el resto de los ocupados y desocupados. Es necesario el gran ausente de estas películas: el partido. De lo contrario, la felicidad será efímera, como las condiciones económicas que le dieron lugar.