Triste, solitario y final. Acerca de Capitán, de Agustín Mendilaharzu y Walter Jakob
El teatro es un campo fértil para desarrollar esta concepción de la centralidad de la dirección. Escribir, dirigir y actuar son tareas que muchas veces se concentran en una sola figura, que está a un solo paso de no diferenciar la dignidad y el ejercicio de la autoridad, de la soberbia. Una verdadera obra de arte está producida por un ser social, nunca hay un capitán sin tripulación y sin puerto en el que se lo espere.
Rosana López Rodriguez
Grupo de Investigación de Literatura Popular-CEICS
Vida del hombre de mar
La dupla de Walter Jakob y Agustín Mendilaharzu vuelve al ruedo con su tercera obra. Antes habían compartido dramaturgia en Los talentos y La edad de oro; la nueva se llama Capitán. Con el elenco de Tercer cuerpo (de Claudio Tolcachir)[1] y en la misma sala, Timbre 4, se despliega la historia de Nicolás Molinari, viejo lobo de teatro que supo ser director respetado, dramaturgo exitoso, maestro, y que luego de diez años de estar lejos de la actividad pública quiere retomar la tarea de forma integral. Escribe una obra con la ayuda de su secretaria Marina y convoca a dos actrices para los ensayos. Además de Daniela y Antonia, las actrices, los planetas que giran alrededor de Nicolás son su asistente de toda la vida, la ya mencionada Marina, y su hijo Gastón. Hay también otro personaje que, aunque no está nunca en escena, tiene gravitación fundamental en la trama. Se trata de Arturo Heller, su discípulo, que resulta su antagonista y a la vez, su complemento.
Capitán no es una obra corta, sino una de texto, con muchas situaciones de humor, sostenido, fundamentalmente, sobre la base del malentendido, las ironías y la parodización de algunos rasgos del protagonista. Es una comedia dramática que reflexiona sobre el arte, el artista y su función, tarea y posición en la sociedad. Entonces, hay una coincidencia entre lo que hace (lo que es) el protagonista y el tema de la pieza. Convengamos que esta coincidencia no es necesaria, dado que se puede hablar sobre la función social del arte y los artistas a partir de muchos otros personajes y otras situaciones, claro que más indirectas, metafóricas. No es este el caso.
La primera obra de Jakob-Mendilaharzu, Los talentos, tiene el mismo eje temático y también los protagonistas escriben, aunque no profesionalmente. A diferencia de lo que sucede en esta, en la ópera prima de la dupla los personajes no son artistas, sino que devienen artistas. Vale decir, en Los talentos había un desarrollo de personajes mayor que en Capitán. Aquí no hay un proceso, no hay un aprendizaje; todo el asunto es dirimir si Nicolás hace la obra contra viento y marea o no. En ese marco argumentativo y temático, los autores utilizan las estrategias esperables de la autorreferencialidad, típicas del teatro dentro del teatro. Molinari convoca a las actrices para los ensayos, intentan (infructuosamente) pasar letra, acomodar algunos objetos que funcionen como incipiente escenografía mientras aluden a la cuarta pared.
La metáfora que va del título al tema de la obra es transparente y adecuada, pues responde a la concepción que tienen Jakob y Mendilaharzu de lo que debe ser el artista. La dramaturgia es una dirección, tanto moral como intelectual; el creador es una persona que debe ser respetada en tanto tal y, en la medida en que dicho respeto no surge espontáneamente del afuera promovido por la calidad del artista, deberá imponerse a la fuerza. En caso de que ni siquiera de ese modo se reconozca esa autoridad, entonces, habrá llegado el momento de hundirse como digno capitán, siendo el único a bordo, a la cabeza de ese barco destinado al naufragio en un contexto hostil.
Cualquiera tiempo pasado fue mejor
Molinari pone en escena la tensión entre el pasado y el presente. El maestro, con 73 años, hace diez que no escribe ni dirige. Durante todo ese tiempo ha visto las obras de otros dramaturgos y ha expresado (aunque más no sea verbalmente y en la intimidad de su casa) su descontento con ese nuevo teatro. Realiza un ejercicio crítico que solo alguien como él puede hacer porque es artista. El personaje de Gastón, el hijo, está allí para marcar esa diferencia entre clases de maestros. Gastón sobrevive dando clases de ajedrez, aunque sus ingresos se completan también estafando a ricachones más o menos desprevenidos. El padre es un Maestro y un creador, por eso su calidad docente es superior a la de su hijo; el padre puede producir, el hijo, no. El hijo es solamente un mediocre que no tiene dignidad y opta por enseñar. Como no es un gran maestro de la creación, solo le quedará la función degradada de ser docente o un timador de poca monta. Hay dos tipos de docentes: los creadores y los reproductores de lo mismo. Gastón también está puesto en ese lugar para mostrar lo que Nicolás rechaza: la abulia, la desidia la degradación casi ingenua. En la obra hay también otra dicotomía entre las clases de críticos. Por un lado, están los que son artistas y pueden realizar una tarea crítica, porque conocen la tarea desde adentro; por otro, aquellos que no pueden concebir una obra y por lo tanto no pueden (o no debieran) valorarla críticamente. Sobre este asunto de la crítica volveremos más adelante.
Molinari tiene una serie de características que lo separan del contexto en el que se mueve. Por un lado, pretende hacer en la actualidad un teatro que no le interesa a mucha gente. Entabló una batalla que lleva las de perder con el presente del teatro-documental, de un teatro condescendiente, que, como el de Heller, ha aceptado realizar sus funciones en una pizzería sobre la base de la necesidad de acercarse al público a como sea. Cabe destacar que Nicolás es un maestro de maestros, que Heller ha sido discípulo suyo y que, aunque el parlamento de los personajes no lo ponga en palabras, el encono que tiene el maestro con el alumno es que el joven ha optado por adaptarse a los modos, métodos y requerimientos de la escena actual, dado que indudablemente, no solo los autores y los actores sino también el público ha variado considerablemente. Escena que deja afuera a tipos como Molinari, que les niega el reconocimiento. La nueva obra del Capitán viene a ser la forma que adoptará la venganza de lo clásico contra lo nuevo.
Forzados por la necesidad de señalar que ni las transformaciones ni los antagonismos han mermado en nada la condición de magisterio atemporal de Molinari, es que aparecen en escena los viejos rollos de fotos, la clave del encuentro entre Heller y el protagonista. No hay explicitación ni indicios que den cuenta de los motivos del acercamiento como no sea esa búsqueda de aprobación. Nicolás ve en las fotos el pasado compartido con su alumno, ese pasado que vuelve, acepta ir a ver la obra nueva y Heller aprueba ese acercamiento: “El enemigo es el único que lo reconoce como alguien que sabe mucho de teatro –reflexiona Jakob-, ¡Mientras el mundo lo olvidó, sólo Heller puede dar cuenta de él!”[2]
La sinécdoque que funciona como anticipación de que la obra que está trabajando el protagonista es, en realidad, su último y desesperado acto antes del naufragio, es el desmantelamiento de su biblioteca. Así como los personajes de La edad de Oro se deshacen de la discografía en vinilo de Peter Hammill, Nicolás va regalando sus libros y no le importa si el que se los lleva los lee o los vende. La diferencia radica en que los protagonistas de la segunda pieza de Jakob-Mendilaharzu venden sus discos porque están en proceso de transformación, se convertirán por fin en adultos. En Capitán, en cambio, no se acepta el crecimiento, ni la transformación, no se recibe un don que permite desarrollar las capacidades en el presente ni existe una tensión hacia el futuro, porque el futuro de Nicolás está clausurado apenas comenzada la acción dramática. Se mantendrá solitario y anclado al pasado. Es por eso que es un personaje que, habiendo adoptado esa posición, está más cercano a la muerte que a la posibilidad de producir un arte que esté vinculado a la vida. Él mismo expresa su deseo de morir sobre el escenario como si eso elevara su dignidad artística frente a los paladines del teatro documental que son capaces de hacer una puesta tanto en una pizzería como en una curtiembre.
Esse est percipi
Varias críticas han explicado a Molinari a partir del quijotismo, pues expresa esa tendencia idealista que se esforzará en vano ya que es completamente anacrónica. La obra trata con afecto y consideración al capitán, pero sentimos mucha pena por él, pues ha decidido estrellar su barco contra el iceberg, luego de haber batallado toda la obra para que la tripulación lo abandonara. Él busca, provoca y prepara esa situación; así el último, el que debe caer con el barco frente a la inevitabilidad del hecho, será el capitán. El Quijote nos simpatiza, pero más por un efecto de compasión que de empatía. Los autores de la pieza reconocen esta analogía en su obra: “La armadura quijotesca de Molinari no estaría completa sin la presencia de su asistente, su Sancho, que lo ayuda a sostener la ilusión. Esa sombra cervantina –señalan los autores- atraviesa todo el cuerpo de su obra.” Contrariamente a esta comparación, que retoma del clásico del Siglo de Oro solamente la dicotomía estática entre idealismo y realismo, ni Molinari es una especie de Quijote, ni Marina funciona como Sancho. Sencillamente porque los protagonistas de Cervantes se complementan y aprenden, se transforman mutuamente; en cambio aquí, todos y cada uno de los personajes terminan siendo lo que eran al comienzo. Marina sostiene y apoya a Nicolás, pero no se compra el verso del idealismo; intenta todo el tiempo ubicar a su amo en un lugar realista, pero a diferencia de Sancho, sobre el final, lo abandona. En suma, Mariana no se quijotiza. Por su parte, Don Quijote nunca está solo y finalmente, a medida que el final no provocado se acerca, encuentra que las verdades de Sancho son útiles y las acepta. Molinari provoca su propio y solitario final precisamente porque no está dispuesto a cambiar.
Dice Jorge Dubatti en Tiempo Argentino que “el personaje protagónico de Capitán (…) es una magnífica metáfora de la experiencia del anacronismo, del desfasaje con el tiempo presente, de la desubicación en el propio contexto, que lleva a una reflexión sobre las relaciones entre el individuo, la historia y las transformaciones culturales y políticas, la necesidad de adaptación y su dificultad.”[3] Dubatti vislumbra el problema, pero no lo desarrolla. ¿Cuál es la propuesta que surge del examen de la propia obra? ¿Qué implicancias tiene semejante concepción de la función del arte y de los artistas? ¿Por qué dice que es difícil la adaptación a los nuevos tiempos, cuando de la obra surge que es imposible? Veamos cuáles son esas conclusiones.
Señalábamos más arriba que el protagonista se opone con todas sus fuerzas a la tarea de la crítica (además de oponerse a lo nuevo) y en esa polaridad, la obra apuesta a un personaje neurótico, perseguido, altanero, en decadencia, con el cual Jakob y Mendilaharzu no pueden disimular su identificación. Sin embargo, aunque muchos autores se sientan incómodos con ello, la crítica también tiene, a su modo, una función directriz, no menor que la creación misma. Pensar, reflexionar sobre un objeto artístico, explicarlo y entenderlo observando todos los elementos que se ponen en juego, para que una obra sea percibida más allá de la primera recepción es una tarea complementaria de la producción, no excluyente (debemos convenir que el público ejerce también una función crítica).
Capitán va un paso más allá que Los talentos. Si la primera obra reivindicaba la dignidad del artista que no tenía que someterse a los deseos del público, que no iba a negociar con el miserabilismo, aquí se insta a los artistas a producir sin tener en cuenta nada del mundo en el que esa obra deberá encarnar. Ni la crítica, ni el público, ni los colegas. No hay que utilizar las novedades, la vanguardia nada tiene para rescatar, porque un artista así se ahoga en la nostalgia del pasado. Las potencialidades y capacidades de Los talentos esperan por una resolución hacia el futuro, en cambio, las de Molinari, no se realizarán nunca, no hay puente alguno que se tienda hacia una posibilidad de desarrollo. Tanto es así, que el protagonista no solo no tiene nada en común con el público, la crítica y las nuevas dramaturgias y direcciones, sino que tampoco puede aceptar a ningún actor (ni de su generación ni de los nuevos) porque todos han transado con las tendencias de la época.
Esta obra expone el mito construido sobre la base de la sobrevaloración de la creación y el creador: “Yo soy todo, escribo, protagonizo, dirijo y no soy pasible de crítica alguna. Dios no puede ser cuestionado.” Esta posición niega el carácter social del arte porque el Dios creador será, incluso, su propio y único espectador. Recordemos que Marina y las actrices habían avisado que la función sería suspendida; allá irá Molinari, omnipotente, a negarle su realización social a una de las formas artísticas que solo puede materializarse en público. Una de las críticas a la obra menciona que la empresa comandada por Nicolás es como el Titanic, aunque sin dar ninguna explicación.[4] Pues bien, la causa del naufragio es precisamente, la concepción que tienen los dramaturgos del artista. Han extremado la tesis de Los talentos, arribando a una idea teísta y de voluntarismo mesiánico, que es heredera dilecta del último romanticismo, un cimiento sobre el cual nada puede construirse. No hay por parte del personaje lucha, sino resistencia; no hay lucha porque no se apela a lo colectivo, sino que la obra es una reivindicación del sujeto creador individual.
El teatro es un campo fértil para desarrollar esta concepción de la centralidad de la dirección. Escribir, dirigir y actuar son tareas que muchas veces se concentran en una sola figura, que está a un solo paso de no diferenciar la dignidad y el ejercicio de la autoridad, de la soberbia. A diferencia de otras artes, en el teatro, ser visto o no ser visto y ser reconocido o no, cada vez que se sale al ruedo, es todo. Una verdadera obra de arte está producida por un ser social, nunca hay un capitán sin tripulación y sin puerto en el que se lo espere. En aras de otras búsquedas, Jakob-Mendilaharzu bien podrían soslayar por un tiempo la preocupación por ficcionalizar su propia actividad; tal vez de ese modo se darían cuenta de que hay vida más allá de la autorreferencialidad.
[1]Protagoniza el siempre impecable José María Marcos; Hernán Grinstein lleva adelante con la soltura habitual la abulia y el desapego emocional del hijo. Las actrices quedan en manos de Magdalena Grondona y Melisa Hermida, y la secretaria es Laura Lértora.
[2]http://www.revistaenie.clarin.com/escenarios/regreso-teatro-campo-batalla_0_1408659158.html
[3]http://www.timbre4.com/teatro/114-capitan.html
[4]Denise Menache: http://comunidad.revistaanfibia.com/aceptar-la-ficcion-y-subirse-al-titanic/