Los socialistas no somos nacionalistas, somos revolucionarios. No queremos defender los verdaderos intereses nacionales (los del enemigo), luchamos contra ellos. No queremos evitar la desaparición de la Argentina, sino acelerarla. Nuestra única solidaridad es la de clase.
Fabián Harari
Razón y Revolución
“Apátridas” nos espetó hace algunos años un dirigente del PO. “Apátridas” repitieron al unísono los representantes del resto de los partidos de izquierda. Y, con ese argumento, se decidió nuestra expulsión de una asamblea de intelectuales que había convocado el FIT, un frente que se proclama internacionalista… No fue la primera (ni la última) vez que nos acusaron de algo semejante. Para la izquierda criolla, abjurar del nacionalismo es un pecado imperdonable.
¿Queremos a nuestra bandera? ¿Cantamos el himno? Más aún, ¿queremos a nuestro país? Vamos por partes. Toda la izquierda, trotskista y no trotskista, proclama ser la defensora de los “intereses nacionales” y se la pasa acusando a los gobiernos de “entreguistas”, es decir, de favorecer a los capitales extranjeros en detrimento de los empresarios locales o del “pueblo”. Incluso, llegan a defender a la mismísima concepción de Patria. En los ’90, ante un acuerdo diplomático del gobierno de Menem con Gran Bretaña, el PO afichó la ciudad de Buenos Aires con un artículo que denunciaba: “La patria por el 3%”.
Incluso, cuando deben criticar a gobiernos que avivan la conciencia nacional y defienden la acumulación local, como los bonapartistas, los critican en tanto representantes del “nacionalismo burgués”, como si el problema no fuera el primer término sino el segundo y como si existiese un “nacionalismo obrero”.
Cuesta entender por qué todavía mantienen las banderas rojas, apelan a la construcción de una “internacional” y realizan actos el 1º de mayo. Cuesta entender cómo se concilia todo ese nacionalismo con una tradición de lucha del movimiento obrero revolucionario contra los mandatos nacionales. Recordemos eso de que “los obreros no tienen patria”, a la prédica de la I Internacional, a la oposición de Lenin y Rosa Luxemburgo a la guerra mundial, al derrotismo de Lenin en la guerra Ruso-Japonesa y al anarquismo argentino y su lucha contra los símbolos nacionales, solo por señalar algunos hitos de la historia revolucionaria. ¿De dónde sale ese afán de los partidos de izquierda de mostrarse como los verdaderos nacionalistas, como los más consecuentes en ese aspecto?
De la división del mundo entre países imperialistas y coloniales o semi-coloniales. Los primeros, opresores; los segundos, oprimidos. Por eso, en los primeros el nacionalismo cumple un papel reaccionario, al emblocar a la clase obrera en una alianza imperial. En cambio, en los segundos, el nacionalismo opera en un sentido progresivo, en tanto permite luchar contra la opresión nacional e incluso contra la “traición” de las burguesías nacionales, incapaces de enfrentar consecuentemente al imperialismo. Ese nacionalismo también aparece bajo la forma del indigenismo, aunque por ahora no nos ocuparemos de él.
Nación y nacionalismo
Empecemos por el principio, si el nacionalismo defiende la nación, lo primero que debemos preguntarnos es de qué se trata eso. Generalmente, cuando la izquierda se refiere a naciones en tanto “minorías nacionales” o “pueblos originarios”, supone una concepción escolar del término: un conjunto de personas que comparten lengua, costumbres, territorio, historia común, etc. De ahí, la idea de una “idiosincrasia” argentina, que llevamos a todas partes. De ahí, que se diga que llevamos la “argentinidad” donde quiera que vayamos… Parece lógico entonces: defender la nación es defender “lo nuestro”, la gente del país. ¿Por qué no habríamos de ser nacionalistas?
Bueno, porque la nación no es eso. Desde hace al menos 7.000 años, diversas poblaciones humanas compartieron lenguaje, territorio, costumbres e historia común: desde los primeros asentamientos humanos, hasta la actualidad, pasando por Egipto Antiguo, Persia, Grecia, Roma, los aztecas, los mayas, los incas y los reinos de la Edad Media. ¿Todos eran naciones? Claro que no. Una cosa es una sociedad y otra una nación. O mejor dicho, una nación es una forma de organizar políticamente una sociedad, pero no la única.
Las naciones no vienen del umbral de la historia. Son muy recientes, históricamente hablando. Surgieron hace algo más de 200 años (en algunos lugares, un poco más y en otros, un poco menos), lo que no es nada para la historia humana. Las naciones nacen con el capitalismo y suponen ciudadanos libres de cualquier sujeción laboral no económica, un mercado común, una legislación igual para todos los individuos y espacios, y un gobierno único. Es decir, una sociedad que permita el desarrollo de las relaciones capitalistas. Por lo tanto, la nación es la organización política de una sociedad dominada por la burguesía. Por eso, necesita fronteras bien delimitadas, para restringir la injerencia de otras.
Cada burguesía intenta crear su propia nación. En la medida en que tiene el poder económico suficiente y logra enfrentar a otras clases con éxito, lo consigue: ahí está Francia, Alemania, Italia, Inglaterra, Brasil y siguen las firmas. Otras, no lo lograron: Escocia, Gales, Cataluña, los cantones suizos y siguen las firmas. Incluso, hay otras que, habiéndolo logrado precariamente y “con ayuda”, están en vías de desaparecer: los países de Medio Oriente y casi todos los africanos. En situación intermedia están las “nuevas repúblicas” surgidas de la caída de la URSS o de la balcanización de Yugoslavia.
Entonces, la nación es la forma que toma el Estado bajo la dominación política de la burguesía. Defender a tal o cual nación es defender la hegemonía de un capital particular. O sea, la de un conjunto de explotadores sobre determinados explotados. El nacionalismo es justamente eso: la ideología que intenta darle un sustento a esa experiencia. Como toda ideología, presenta la realidad tal cual es, sino deformada: las clases no existen y somos todos libres, iguales y hermanos.
Mientras la burguesía luchaba por la hegemonía contra clases feudales, el nacionalismo tenía un contenido revolucionario: la exigencia de que los súbditos pasaran a ser ciudadanos y la necesidad de que el gobierno se fundara en la “soberanía popular” conformaban un programa que representaba a subalternos y explotados. Esa es la historia de las revoluciones burguesas, que van desde fines del siglo XVIII a fines del XX.
Una vez tomado el poder, la nación muestra su verdadero rostro: un coto de caza para quienes ahora dominan el mundo. El nacionalismo se vuelve entonces la forma que una clase particular presenta sus intereses como generales y divide al proletariado. Su función ahora es combatir la conciencia de clase. El objetivo, lograr la “unión”. Surge así toda una liturgia patriótica que tiene como fin la identificación de los obreros con sus patrones en una identidad nacional. Esto aparece a fines del siglo XIX y principios del XX. Por ejemplo, nuestra “identidad argentina” apenas tiene algo más de 100 años. Demasiado poco como para considerarlo algo natural o esencial.
La Argentina completó sus tareas nacionales entre 1860 y mediados de la década de 1880. La burguesía tomó el Estado y lo transformó en Estado Nacional. Unificó la legislación y el mercado. Destruyó todas las relaciones precapitalistas y sometió a todo el espacio al desarrollo del capital. Evitó mediante varias guerras que otras burguesías coparan su Estado (Gran Bretaña, Brasil, Francia) y, a su vez, tuvo que resignar territorio que anhelaba heredar (Banda Oriental, Alto Perú, Paraguay). No hay que volver a 1810, hay que mirar al futuro.
La historia nos muestra que las “identidades” no existen. A lo largo de los siglos, los grupos humanos han venido cambiando constantemente sus fronteras, sus idiomas, su cultura y forma de designarse, por no hablar de las relaciones sociales. “Identidades” que se creían eternas han sucumbido al paso del tiempo (otra vez: Egipto, Atenas, Roma, incas y siguen las firmas). ¿Qué nos hace pensar que la Argentina es una excepción? Más aún, ¿por qué defender una experiencia histórica (la nación) que nos es ajena y que queremos reemplazar? ¿Por qué ponderar una cultura construida para adormecernos?
No quiero tu veneno…
Educar al proletariado en el nacionalismo es someterlo a las ideas del enemigo. Es hacerle creer que este país es suyo también, cuando no lo es. El obrero no es dueño a veces ni siquiera de un pedazo de tierra para morirse. Ser nacionalista es enseñar que patrones y obreros deben unirse para el “bien común”, por el simple hecho de haber nacido dentro de ciertas fronteras y compartir costumbres completamente anodinas (comidas, música, modismos). De esta forma, se enseña al trabajador, quiérase o no, a odiar a su hermano de clase del otro lado de la frontera. Pero lo más grave de todo, es que inculca que la historia no existe, ni para atrás (siempre fuimos Argentina), ni para adelante (siempre lo vamos a hacer), lo que no es otra cosa que negar la transformación social. Mal se puede así militar por la revolución socialista.
No hay conciliación posible entre el nacionalismo y el socialismo. Ese intento es el corazón del populismo, del cual la izquierda no consigue delimitarse. Si de algo sirve la “tradición” no es para repetir textos religiosamente, sino para recuperar una herencia de lucha. En especial, contra las ideas y la liturgia del enemigo.
Los socialistas no somos nacionalistas, somos revolucionarios. No queremos defender los verdaderos intereses nacionales (los del enemigo), luchamos contra ellos. No queremos evitar la desaparición de la Argentina, sino acelerarla. Nuestra única solidaridad es la de clase. Queremos ser algo más dignos que ciudadanos y algo más humanos que “argentinos”. Nos esforzamos por explicar a los trabajadores que el mundo puede ser diferente. Muy diferente. Y que los grandes cambios no son una utopía, sino la forma en que la humanidad ha venido avanzando. Por eso, nuestra bandera es la bandera roja. Nuestro himno, la Internacional. Una única bandera y un único himno, para una sola clase.
Por si no quedó claro, no somos nacionalistas, ni parcial ni totalmente. Por eso, no saben cuánto orgullo nos da que nos señalen con el dedo y nos griten “apátridas”. Sí, eso somos, y mucha honra…
Impecable, más claro y más verdadero imposible. Gracias Fabián…