¿Una transición indolora? – Por Fabián Harari

en El Aromo nº 79

Por Fabián Harari (LAP-CEICS)

“La Argentina llegó a Brasil amenazando al mundo con nom­bres propios. Uno decía ‘Messi, Higuaín, Di María y Agüero’ y la gente salía corriendo entre gritos de pánico. […] Un mes después de empezar el campeonato, ya no sabemos cómo va a hacer Argentina para marcar un gol…”. Estas palabras de Jorge Valdano sobre la degradación del juego de la selección argentina, bien pueden graficar el derrotero kirchnerista: del virtuosismo a la rusticidad, de la ambición al conformismo y de la ofensiva to­tal a terminar arrinconados, pidiendo la hora…

El movimiento que venía a partir la historia en dos, a trazar un nuevo comienzo, a heredar las banderas de los ’70 y los recla­mos del 2001 termina pidiendo clemencia a los organismos in­ternacionales, detonando la desocupación, rodeado de arribistas corruptos, perseguido por una Justicia que ya no controla y de­legando el orden en un carapintada y un represor de la dicta­dura. Todo esto, sin dejar movimiento, ni partido, ni sucesor. Es el destino que la historia reciente parece deparar a cualquier dirigente burgués que se encumbre en un país con bases mate­riales tan frágiles. Mientras el respirador artificial bombee oxí­geno (renta, deuda), todo parece posible. Hasta que el aparato se descompone o el esfuerzo ya no alcanza y todo se desvanece. Luego de anunciar hitos inaugurales, las administraciones se re­tiran en medio de las traiciones personales, el repudio popular y la ingratitud de su propia clase. Lo vivieron los militares, Alfon­sín y Menem.

Entre ciclo y ciclo, ha venido mediando una crisis generalizada: una desintegración de la economía seguida de un quiebre en las relaciones políticas, lo que da lugar a enfrentamientos de clase más o menos desembozados (1982, 1989 y 2001). La recompo­sición requiere una ofensiva contra la clase obrera, que se defien­de con lo que supo acumular entre una crisis y otra. Se abre, en esa coyuntura, una oportunidad para la intervención a gran esca­la de una política revolucionaria. La sola posibilidad de tal efecto hace que la burguesía busque cerrar la cesura muy rápidamente, tan rápidamente como pueda reunificar sus filas y conseguir esos recursos extraordinarios.

Para el kirchnerismo, la curva marca el tiempo del descenso des­de el 2008, con un respiro entre 2009 y 2011. A la inflación, la devaluación y la caída estrepitosa de todos los índices sociales, se le agregan el tarifazo (100% de aumento del transporte en un año y casi el 300% en gas) y la crisis industrial, a causa de la caí­da de las compensaciones, que está provocando suspensiones y despidos. En términos políticos, a la debacle electoral del 2013 y la pérdida del apoyo de gran parte de la clase obrera ocupada, se suman el descontento de la mayoría de la burguesía, la inquie­tud en las centrales afines y el éxodo de sus propias filas. El caso Boudou muestra el punto al que ha llegado la descomposición del kirchnerismo. Jueces que antes le respondían (Lijo), hoy se reúnen abiertamente con la oposición. Senadores antes incondi­cionales, ahora imponen condiciones. El núcleo duro K está par­tido: no fue otro que Zannini quien motorizó la ofensiva contra el vicepresidente, negándose a apretar a jueces y fiscales y dando información en off.

Pero también, este caso revela las particularidades de esta crisis. La dispersión del elenco gobernante obedece a la reorganización de la política por parte de la burguesía en torno a un bloque pro­gramático que tienda a “normalizar” la sociedad. Es decir, dejar atrás todo lo que se pueda del bonapartismo. Este realineamiento ha dado lugar a la instauración de un Estado Mayor: el Foro de Convergencia (ver nota Gonzalo Sanz Cerbino). Sus tres candi­datos (Scioli, Massa, Macri) expresan estos reclamos y no presen­tan mayores diferencias entre ellos. En ese armado se encuentra también la burocracia sindical. Tanto la CGT opositora como la oficialista tienen visibles lazos con Scioli, Massa y hasta con el macrismo. Ese bloque presiona y atrae a los elementos del Go­bierno, provocando una retirada desorganizada que dispara una guerra de todos contra todos. Es decir, que esta debacle no expre­sa una descomposición generalizada de la política burguesa, sino su reconfiguración (que supone la desintegración del anterior ar­mado). Por eso, entre otras cosas, se logra mantener el asunto en los marcos institucionales.

Es que, a diferencia del 2008, esta crisis no ha provocado una ruptura hacia el interior de la burguesía. En aquel momento, el objeto de disputa era una renta en alza codiciada por capitales menores, generalmente industriales. En este caso, la renta ya no alcanza (y parece que viene en caída). La deuda como única sali­da (o más bien, entrada) viable, logra unificar a vastas fracciones, que pugnan también por aumentar las condiciones de explota­ción, sin lo cual la “ayuda” se desvanece más rápido. Por lo que, en definitiva, la burguesía tiene un programa común. No obs­tante, como señalamos en el debate con la izquierda (véase “¿Del Frente al Partido?”), un partido no sólo es un programa. Requie­re también una serie de cuerpos que entren en ciertas relaciones. Eso es lo que todavía la burguesía no tiene. Está desmembrando el kirchnerismo, pero todavía no ha logrado construir una orga­nización sólida, aunque apuesta a hacerlo para 2015.

La burguesía puede estar preparándose políticamente para una transición suave, pactada, disciplinada. Sin embargo, para pasar la crisis y restablecer el ciclo va a tener que incrementar las tari­fas, profundizar la baja del salario y recortar aún más los subsi­dios. En síntesis, avanzar no solo sobre la clase obrera, sino so­bre capitales más ineficientes. La demora no hace sino alimentar el tamaño del estallido. Hasta ahora, las respuestas obreras no se han hecho esperar. La izquierda, con todas sus dificultades, en­cuentra un fértil campo donde avanzar. Los exabruptos de Pig­nanelli y Berni son un pequeño síntoma de las potencialidades de la amenaza. Si con la soja a 500 dólares estamos viviendo este escenario, puede el lector imaginarse lo que nos espera con el precio actual, que es de 400. Por la envergadura de lo que se ha armado durante estos diez años (deudas provinciales, empleos que sobreviven por subsidios, expansión del empleo público y de la asistencia social) la caída puede perforar el piso de lo que se vio en 2001.

No obstante, el escenario inmediato (y cuando decimos “inme­diato” nos referimos a un par de años) puede ser muy otro. Esa unanimidad en la política burguesa puede estar acompañada de una nueva rueda de auxilio, que ya no puede dar la renta: la deu­da. Ese fue todo el asunto en el arreglo con Repsol y el Club de París. Ese es el asunto con los “buitres”: negociar nuevos présta­mos. La ayuda puede venir por el FMI y de China, con la que ya se suscribió un acuerdo de inmunidad para su banco central.

La izquierda cree que el país nada en una abundancia sólo cerce­nada por potencias extranjeras. Le asigna al capitalismo argenti­no una potencia que no tiene y a la burguesía nacional un lugar que no le corresponde. Si se lee bien, cuando Cristina dice que “este país siempre paga”, está pidiendo por favor que le pres­ten. Por eso se equivoca toda la izquierda cuando reclama el “No pago”. Más todavía cuando quiere llevar el caso a un plebiscito. Es que no se trata de pagar (aunque inicialmente se pague mu­cho). Se trata de que el país reciba plata. Más precisamente: que la burguesía mundial financie la ineficiencia de la que acumula aquí (véase el artículo de Juan Kornblihtt). Lo que hay que dis­cutir es quién pide y para qué se usa ese dinero. Es decir, quién controla los mecanismos financieros y el presupuesto estatal. Y, si se quiere combatir esa ineficiencia, hay que concentrar toda esa producción en manos de un Estado obrero. En definitiva, si per­mitimos que el capital local siga financiándose a costa nuestra, con la perspectiva de la debacle a mediano plazo.

Si la burguesía obtiene fondos suficientes, conseguirá desbaratar al kirchnerismo (que morirá sin pena ni gloria), acotar la crisis política y poner en marcha una transición menos traumática ha­cia un nuevo ciclo ascendente. Tendrá, para ello, más fuerzas a la hora de enfrentar a la clase obrera. Con algo menos, pospon­drá solo unos pocos años el estallido. Con mayores espaldas, po­drá postergar el violento ajuste tarifario que amenaza con vol­car a la calle a una fracción que todavía no ha intervenido: el gigante dormido de la sobrepoblación relativa bajo la forma de los desocupados y subocupados. Hasta el momento, las acciones son protagonizadas por el proletariado en activo, privado y, sobre todo, público, donde la izquierda ha conseguido poner un pie. Se trata de acciones más bien defensivas y que no sobrepasan el plano corporativo con resultados no siempre favorables. Pero es­tamos solo ante los comienzos de lo que puede ser un reencuen­tro entre las masas que rompen con el peronismo y la izquierda.

La dureza del quiebre o su suavidad van a depender no solo del dinero que se consiga, sino de la voluntad para avanzar en una ofensiva contra la clase obrera en general y contra las fuerzas de izquierda en particular. Nadie se endeuda sin ciertas condiciones y nadie que se crea con cierta ventaja va a dejar de hacer retro­ceder a su enemigo. Hoy, la crisis encuentra a una izquierda con una gran labor sindical, pero una dispersión organizativa y un deficiente trabajo político, al que se suma un pernicioso naciona­lismo. La aparición de una guerra de posición en el corto plazo va a exigirle solucionar estos problemas en el transcurso de la lucha. En caso de que todo empuje hacia adelante, tendrá un período necesario para superar esos escollos (y otros), si logra mantener lo conseguido. Pero debe tener siempre presente que las poster­gaciones nunca mantienen las variables intactas. El proceso sigue su curso y lo perdido es irrecuperable. Hay que unificar la orga­nización y centralizar la dirección. Y el mejor tiempo es ahora.

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