¿Una revolución prematura?

en El Aromo nº 54

barco Por Fabián Harari

 El problema de las condiciones para una revolución burguesa en el Río de la  Plata fue ampliamente discutido. En general, tanto los historiadores que  dominan la academia, como la izquierda en general, suponen que no había aquí  fuerzas materiales para una revolución. Contra estas ideas, vamos a presentar el  testimonio de unos cronistas particulares. Los hermanos Robertson,  comerciantes ingleses, viajaron por Sudamérica y, especialmente, por el Río de la  Plata. John arribó a estas costas en 1806, se quedó a pesar de las derrotas  inglesas y fue testigo de la revolución de 1810. Con el arribo de su hermano  William, se formó una sociedad comercial, la que les permitió tratar personalmente con Pueyrredón, San Martín y Rivadavia. La sociedad, sin embargo, quebró en 1830 (sí, los ingleses también quiebran). Al volver a Inglaterra, publicaron sus cartas e impresiones. Lo que reproducimos aquí son una serie de fragmentos de las opiniones más significativas del proceso, donde se reflexiona sobre la madurez de las fuerzas revolucionarias, las causas de la revolución y sus objetivos.

Los resultados de la revolución

Quizás se pregunte y, después de lo dicho en la carta precedente, naturalmente se preguntará si las declaraciones de independencia que entonces se hicieron por las provincias españolas, fueron prematuras.i
En respuesta puede afirmarse que si por “prematuras” se entiende prematura con respecto a su capacidad moral y política para gobernar su vasto país con sanos principios de economía política, sus declaraciones de independencia ciertamente parecen envolver este cargo; pues es notorio, después de más de veinticinco años de revolución que están muy poco adelantadas de la ciencia del gobierno y casi tan alejadas hoy como lo estuvieron antes de la estabilidad política.
Pero si por “prematura” se entiende solamente prematura en cuanto a su capacidad física para mantener la independencia que han conquistado, entonces es cierto que su revolución no fue prematura; pues han conservado libre de todo control externo el país que arrancaron por la fuerza de manos de la vieja España, a tal punto que ésta se ve ahora forzada a pesar suyo a considerar el expediente de reconocer la independencia de sus colonias y no soñar más en volver a ocuparlas. ¿Se puede argüir entonces que, en suma, han sido perjudicadas más bien que beneficiadas por su Revolución? Creemos que lo contrario.
Por un barco que entraba en sus puertos desiertos a causa de las restricciones coloniales, entran ahora veinte procedentes de todo el globo. Por un periódico que antes se publicaba, hay hoy cuatro o cinco en circulación. Se introducen libros de toda clase. Los extranjeros se establecen libremente en el país. Mejores casas, mejores muebles, se ven por doquier. Los naturales, guiados por el ejemplo de los extranjeros, viven no solamente mejor que antes, sino que han adquirido hábitos de aumentar grandemente la comodidad y conveniencia domésticas. En dos o tres de las repúblicas es tolerado el protestantismo. La influencia indebida de los frailes, si no del todo minada, en muchos lugares está muy disminuida y en algunos lugares casi derrotada. La autoridad papal es no sólo prácticamente desconocida, sino que un legado enviado hace un tiempo de Roma a Chile, encontró recibimiento muy frío y orden de regresar inmediatamente a aquella Italia de donde procedía. En estos y muchos otros respectos, los americanos han ganado con su revolución. Han aprovechado también, como consecuencia de ella, por su comercio y transacciones pecuniarias con Inglaterra. Pues, prescindiendo de las grandes sumas recibidas por ellos en empréstitos para trabajar las minas, etc. que poco o ningún provecho han dado todavía. Dudamos mucho que las mercancías enviadas a Sudamérica hayan producido a los cargadores de este país, ganancia adecuada. Mientras es incontestable que un comercio de exportación grandemente aumentado, con precios en suba, ha acrecido en toda Sudamérica el capital y recursos de sus habitantes. […] En medio de todo esto, la teoría de la independencia republicana, de la rectitud civil y judicial ha sido siempre sostenida, y una perfección legislativa, no alcanzada por estados más antiguos, ha sido constantemente tenida como objetivo por estas sociedades noveles. Además, cuando el título de virrey se ha convertido en el de presidente, cuando las audiencias reales han sido sustituidas por senados, cuando los cabildos han dado lugar a los jueces de paz y un consejo de estado a la asamblea provincia, desearíamos que la naturaleza de los empleos hubiera sido cambiada tan efectivamente como el nombre, pues es de temerse que en muchos de sus rasgos todavía se asemejan a los empleos bajo el régimen de la vieja España. Sin embargo, es agradable saber y recordar que una mejoría, más o menos extensa, se ha efectuado en las instituciones políticas de todas las nuevas repúblicas. Ni considerando las desventajas con que han actuado, debiera esperarse con justicia que tal mejoramiento fuese rápido o extensamente desarrollado. […] La degradación y pobreza en que la nación española se había sumergido son demasiado bien conocidas para requerir aquí explicación. Un rey imbécil, un traidor Príncipe de Paz, una nobleza corrompida, un clero poderoso, fanático y tiránico, la clase media de los habitantes sin educación o patriotismo, un tesoro agotado, un ejército miserable, y una armada aniquilada con (único rasgo respetable en los asuntos nacionales) una noble gente campesina. Tales eran los elementos despedazados de que se componía la monarquía española. […] Sudamérica, mientras dependió de la metrópoli, estuvo bajo el mando de virreyes y capitanes generales cuyo poder era casi real. Lo seguían en autoridad como vínculo inmediato entre ellos y el pueblo, en asuntos civiles y criminales, las audiencias y finalmente el Cabildo. […] Las leyes de Indias, aunque conformadas bajo muchos aspectos, con una tendencia humana y de política liberal, rara vez se aplicaban y nunca para beneficio de la comunidad. España en su pobreza era un drenaje permanente de las colonias, y toda la renta que se podía recaudar en ellas, con el sistema de una política comercial recelosa y restringida, era sin cesar reclamada urgentemente por la metrópoli. Solamente se reservaba lo necesario para costear los gastos del gobierno local y satisfacer las exigencias de la administración colonial, corrompida y rapaz.
A medida que las exigencias de España aumentaban se producía aún mayor relajación en el gobierno colonial. Más auxilios se necesitaron por la madre patria, a consecuencia del creciente gasto que exigía la invasión francesa. Menos sumas se remitían de América, alegando síntomas de descontento en las colonias. Se alegaba que éstas requerían ser amedrentadas en silencio con fuerzas adicionales que significaban gastos adicionales. La fuerza no se proveía, pero los auxilios que se aseguraba ser necesarios para su pago eran retirados de España. […] Mirando alrededor, en ciudades que eran sede de un virrey o presidente, los criollos lo vieron sostenido, a lo más, por media docena de regimientos de mal disciplinada infantería, un reducido tren de artillería y uno o dos escuadrones de caballería. Muchos de los oficiales y aun algunos de los comandantes de estas tropas eran nativos, los rodeaba una población cuya proporción numérica con los españoles europeos no alcanzaba a ser de uno a veinte. Sabían que la mayor parte de la milicia del país se componía de súbditos nacidos en América, que la mayor parte de las ciudades de provincia, aunque mandadas por jefes españoles, eran guarnecidas por tropas nativas y que la metrópoli, con las presentes dificultades, podía hacer poco o nada contra ellas en cuanto a invadirlas.

La “máscara” y la realidad

En mayo de 1810 llegaron noticias a Buenos Aires de que el victorioso ejército francés había entrado en Sevilla; que la Junta Central estaba en fuga, que sus miembros habían sido maltratados y que el cuerpo, acusado de traición había sido disuelto por un tumulto popular. […] Para los sudamericanos, por el contrario, aquello fue motivo de alborozo en cuanto indicaba que había llegado el momento de su emancipación e independencia. Pero procedieron, sin embargo, con moderación y cautela. Estaban resueltos a ser “libres”, como ellos decían, o se decidirían a ser “rebeldes”, según la actitud que adoptaran los españoles. Sin entrar en distingos metafísicos entre libertad y rebelión (nosotros también llamábamos “rebeldes” a los americanos cuando luchaban por legítimos principios de libertad), diremos que los patriotas ocultaron sus verdaderos designios cubriéndolos con un velo de reconocimiento de una supuesta autoridad real que deseaban, de facto, abolir para siempre.
iLos dos párrafos citados a continuación corresponden respectivamente a John Parish y Guillermo Robertson: La Argentina en la época de la Revolución, [1838] La Cultura Argentina, Buenos Aires, 1920, carta II, pp. 23-26 y Cartas de Sudamérica [1843], Emecé, Buenos Aires, 2000, p. 219.

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