Por Fabián Harari – Salta, 1813. El 21 de febrero el pueblo inunda las calles: la ocupación realista llegó a su fin. El héroe de la jornada es Manuel Belgrano, quien de un grupo de 800 desarrapados, sin disciplina, armó un ejército. Un año antes había obligado la retirada española en Tucumán. Las ciudades parecían ya aseguradas y no había quien pusiera fin al festejo de aquellos que tuvieron que dejar sus casas y huir. Sin embargo, Belgrano no participa de la algarabía: todo lo que había hecho era recuperar terreno. Dos años antes, su revolución clavaba una estaca en Tiahuanaco. Lo costoso de una victoria en el propio territorio convenció al general de aquello que no se podía nombrar: habían demarcado una frontera, el Alto Perú estaba perdido. Afuera, en el bullicio, el significado de la derrota y de la victoria parecía trastocado. Las elecciones del pasado 28 de octubre representan la primera sucesión burguesa luego de la crisis. Es, por lo tanto, un paso más en los intentos de normalización de las instituciones del régimen. Las interpretaciones del fenómeno tuvieron una unanimidad sorprendente: una aplastante victoria del oficialismo y una igualmente contundente derrota de la izquierda. Fuera del bullicio, y con un análisis a largo plazo, los resultados podrían arrojar otra conclusión. Veamos.
Sin bocinas
Durante la noche del 28 de octubre, en las calles no se escuchó festejo alguno. No hubo banderitas ni cantos en la 9 de julio. El partido gobernante contó con las mejores condiciones económicas y políticas de los últimos 20 años. El capitalismo argentino ha logrado evitar la desintegración y las condiciones internacionales han prohijado una lenta (aunque precaria) recomposición. La soja parece mantener sus precios y el petróleo ha continuado su alza. Por lo tanto, el Estado cuenta con importantes fondos. Los ritmos de crecimiento rondan el 8% anual, bien por encima de los índices de los ’90. La oposición, por su parte, tiene una existencia muy inestable y está reducida a su mínima expresión, situación inédita en la democracia argentina. Por último, el gobierno contó con una ley de lemas bajo la forma de las listas “colectoras”, que le garantizaron un flujo de votos desde distintas vertientes. No resulta muy difícil explicar por qué ganó Cristina. La victoria pingüina expresa el momento de auge del capitalismo argentino, luego de su caída en 2001. Sin embargo, lo que se debe destacar es que, con todos los indicadores positivos, la candidata oficial obtuvo el más bajo porcentaje de un presidente ganador, con excepción de su propio marido: 44%. De la Rúa había obtenido el 48% y Menem, en 1995, el 50%, por no hablar de Alfonsín que llegó al 52%, en 1983. Es más, si tomamos sólo los votos válidos (71% del padrón), Cristina Kirchner fue votada sólo por el 30% de la población con derecho a voto. La abstención electoral marcó un record. En las peores elecciones para la burguesía (2003), había votado el 73%. En 1989, por ejemplo, votó el 85%. El voto en blanco y nulo también alcanzó un nuevo techo: del 2%, en 2003, al 6% hoy. Ocupó, en realidad, el cuarto puesto. Habría obtenido 10 diputados y dos senadores. Es decir, en su mejor momento, el kirchenrismo está aún por debajo de sus sucesores. La abstención, la brevedad de la campaña electoral y la ausencia de festejo alguno son parte del mismo proceso. La palabra “apatía” fue la más escuchada por los comentaristas. Desde el punto de vista más coyuntural, fue el gobierno quien se encargó de “planchar” las elecciones. Es decir, evitar colocar una discusión política a nivel masivo, pues una politización extendida hubiera puesto en riesgo su victoria. Se trata de un fenómeno que expresa un descontento latente y muy soterrado, pero lo suficientemente sólido como para no ser invocado. Es importante subrayar este punto: el gobierno teme más al descontento que a estrechar su nivel de adhesión. No intenta conquistar a las masas, se contenta con un mandato más. Sin embargo, el fenómeno tiene una explicación más general en algo que venimos insistiendo desde el año pasado: la desintegración de las estructuras partidarias burguesas. Esto es, la ruptura de los vínculos políticos sistemáticos entre la burguesía y la clase obrera: los partidos burgueses de masas. Pero hay más: pocos lo han notado, pero es la primera elección desde 1946 en la que el peronismo no participa. Y, lo que es más curioso, a nadie le pareció un hecho a resaltar. No hace falta explicar al radicalismo y su crisis. Lo que observamos en las elecciones, entonces, es lo que un lúcido intelectual burgués llamó “democracia de facciones”, es decir, la desintegración de las formas políticas de disputa interburguesa por excelencia. Lo que ha hecho el kirchnerismo es profundizar esta tendencia como estrategia de supervivencia. Sin embargo, el compromiso del presidente saliente de normalizar y presidir el PJ, sería un intento de saldar tareas pendientes con su clase. La preocupación burguesa por la descomposición de sus estructuras partidarias pudo palparse a las pocas horas de cerrados los comicios. La oposición había logrado su peor elección histórica. Sin embargo, todos los canales y radios saludaban a la “segunda fuerza” (por la Coalición Cívica). Carrió obtuvo diez puntos menos que Angeloz en 1989 y siete menos que Bordón en 1995. En Capital, su “bastión fuerte”, sacó veinte puntos menos que el Frepaso en 1995 y tres menos que López Murphy en 2003. Ahora bien, con menos votos y una coalición menos homogénea, no hay por qué suponer que su suerte pueda ser distinta a la del ex ministro de la Alianza. En estos días, como anticipo, su bloque de diputados se volvió a partir. Con respecto a la “amenaza” de la derecha, muchas organizaciones y publicaciones que vaticinaron la Marcha sobre Roma deberían elaborar un balance público. Desde El Aromo, explicamos que Macri no representaba ninguna “derechización”. En todo caso, ésta vendría, dijimos, del campo K. Contra esta perspectiva, el espectro nacional y popular no ahorró en ironías. Pues bien, los resultados están a la vista: Sobisch, Blumberg y López Murphy son una sombra. El propio Macri se derrumbó junto con Melconián. En conclusión, en su mejor momento, en la cresta de la ola, la política burguesa no llega a los niveles de adhesión ni de recomposición que supo alcanzar en las décadas pasadas. No tiene partidos, no tiene oposición, el ganador está por debajo de sus antecesores aún después de cinco años de crecimiento y, por último, su mejor estrategia es la despolitización. Lo que parece una victoria es, en realidad, un retroceso histórico. Para peor, sin fiestas.
El peso de lo recorrido
Así como varios intelectuales sobreestimaron el triunfo oficial, no faltaron quienes aprovecharon la ocasión para lanzar sus ataques a la izquierda. Más de una organización, asimismo, subestimó su propio desempeño. Pues bien, un examen científico debe remitirse a la realidad. Tomemos, entonces, las elecciones y veamos cuánto sacó la izquierda en su conjunto: en 1983, 65.500 votos; en 1989, 455.700; en 1995, 100.000; en 1999, 300.000; en 2003, 470.500 y en el 2007, 350.000 votos. En primer lugar, entonces, es falso que la izquierda haya hecho su peor elección. En segundo lugar, aparentemente, observamos un comportamiento errático y un retroceso del 2007 con respecto a 2003. Sin embargo, las elecciones no están aisladas de la lucha de clases. Hay momentos de ascensos y ciclos de reflujos. Si tomamos los momentos de crisis (1989 y 2003), observamos un ascenso pronunciado. Ante la crisis, la izquierda crece. Por su parte, en un análisis de los períodos de reflujo (1983, parcialmente 1999 y 2007), lo que observamos es que el retroceso es cada vez menor. Dicho de otra manera, cada reflujo encuentra a la izquierda saltando un escalón y asentándose sobre un nuevo piso. El retroceso bajo el kirchnerismo encuentra a la izquierda tres veces más extendida que en el repliegue del ’90. Como contraparte, en cada crisis levanta vuelo. Pretender que la izquierda gane las elecciones esconde el desconocimiento de la historia y una profunda confianza en los fenómenos electorales. Las organizaciones revolucionarias sólo pudieron conquistar a las grandes masas en el marco de la descomposición social más profunda. Y esa conquista no operó gradual y lentamente, sino en forma acelerada y violenta. En mayo de 1917, los bolcheviques eran una minoría en las organizaciones de obreros y soldados, como lo fueron durante toda su historia. En pocos meses, conquistaron la confianza de las masas y dirigieron una revolución impensada por el conjunto de intelectuales burgueses y socialistas. En su mejor momento, la burguesía argentina no puede alcanzar su piso político histórico. Cada ascenso, revela una caída. A la inversa, en cada descenso, el campo revolucionario se encuentra un escalón más arriba que el anterior. La izquierda argentina tiene un largo y fructífero camino por delante. Que no queden dudas.