Por Eduardo Sartelli
La idea de que la pobreza predispone al robo es bastante siniestra. En particular porque supone, da a entender, que la única infracción a la ley es de orden económica. Tampoco se cuestiona la ley misma, es decir, qué es lo que ordena la ley. Es decir, el orden capitalista, eso es la ley, no estaría mal si no hubiera pobres. O lo que es lo mismo, si un obrero escapa a la definición de «pobre», está todo bien, como si la ley no ordenara la explotación. Pero, lo peor es que esa perspectiva pobrista ignora que la masa de los afectados por la «inseguridad» son los mismos «pobres». O el resto de la clase obrera. O de pequeña burguesía no explotadora, como el caso del kioskero de Ramos Mejía. El asunto es que este fenómeno no se explica por la «pobreza», sino por una transformación mayor en la que hemos insistido mucho y que Fabián Harari expone con toda crudeza en La Triple K.
En efecto, cuando un asaltante se enfrenta, armado, ante una persona desarmada, que puede oponer una limitada resistencia, tiene siempre muchas opciones: 1. escapar; 2. efectuar un tiro lateral, que asuste a la victima; 3. disparar sobre el cuerpo en una parte que no genere la muerte (una pierna, por ejemplo). Es decir, hay mucho para hacer antes de disparar entre 4 y 6 tiros sobre un individuo indefenso por una magnitud mínima: están asaltando a un kioskero, no a Nelson Rockefeller. ¿Cuándo fue que el delincuente se transformó en un asesino espontáneo e inmediato? ¿Cuándo fue que se perdieron los códigos del delito?
La Argentina, en su proceso de descomposición social, no solo ha gestado una nueva capa de la clase obrera («nueva» en el sentido de su magnitud), la población sobrante, sino una capa que escapa, por abajo, de la propia clase y se mezcla con otras en el llamado «submundo» del delito. Estoy hablando del lumpenproletariado. El lúmpen es el resultado de la descomposición social. En el contexto de su expansión, el tráfico de drogas, las patotas sindicales, las barras bravas, la trata de personas, la prostitución, el punterismo político, son su campo de acción. Allí se juntan con burgueses desclasados, estilo Alan Schlenker y otros por el estilo, que son nexos con el sistema político y la policía. En ese contexto, las cárceles son instrumentos de socialización, reproducción, entrenamiento y bolsa de trabajo del lumpenaje. Todo esto constituye un sistema de recaudación económica y control político de la población trabajadora que hemos llamado «Estado negro», donde estos lúmpenes actúan como elementos del Estado y, por lo tanto, como represores de la clase obrera. Defenderlos es defender a enemigos de la clase obrera. No exponer estos nexos, no atacar al aparato del Estado, por ejemplo, con la sindicalización policial, no atacar sus fuentes de negocios, como la droga, con el supuesto argumento de la «libertad» individual, o la prostitución, con la supuesta defensa del «trabajo sexual», no exponer el mundo del fútbol como lo que es, un nido de lúmpenes, exigiendo su privatizacion formal (porque de hecho ya lo es), defendiendo un mítico lugar «popular», es defender el Estado negro.
La rebelión que vimos en Ramos Mejía es, antes que cualquier otra cosa, una revuelta contra el Estado negro. La prueba está en que la población, que vota al PRO, se amontonó frente a la comisaría, e insultó a Espinoza, Kiciloff y Cristina, mostrando la íntima conexión entre los todos los componentes del Estado negro. Lamentablemente, porque la izquierda tiene una posición «pobrista», es decir, de defensa espontánea del Estado negro, tiende a ver en los otros titulares de su comando, hoy temporalmente fuera del poder, lo contrario de ese Estado negro. La trayectoria de Macri, de presidente de Boca a presidente de la Nación, me exime de comentarios.