Silvina Pascucci
Grupo de Investigación de la Clase Obrera – CEICS
Los 200 años de vida de esta experiencia social llamada Argentina no pueden entenderse sin tomar en cuenta el fenómeno migratorio. Desde sus inicios hasta hoy, nuestra sociedad recibió enormes contingentes. Los procesos migratorios estuvieron siempre condicionados por las necesidades del desarrollo capitalista en nuestro país y en los países expulsores. Las políticas migratorias fueron, en este sentido, orientadas por los intereses de clase. Para comprender cómo se dio este proceso resulta necesario analizar las regulaciones jurídicas vinculadas a la materia. En efecto, la legislación migratoria nos puede indicar los objetivos de un Estado en virtud de lo que pretende hacer con la población migrante en su territorio.
Inmigrantes si, anarquistas no
La etapa fundacional del capitalismo argentino está íntimamente ligada al fomento de la inmigración. La especialización agro-exportadora y el desarrollo de las industrias urbanas no hubieran sido posibles sin la afluencia de capital y mano de obra extranjera. La necesidad de la inmigración se ve reflejada en la temprana legislación sobre la materia. La Constitución Nacional de 1853 otorgaba protección a todos los habitantes, sin discriminaciones, extendiendo el goce de los derechos civiles del ciudadano a los extranjeros. La famosa “ley Avellaneda” (Ley 817) sancionada en 1876, dio el marco jurídico para el flujo migratorio y el proceso colonizador. Prácticamente no exigía requisitos para inmigrar, sólo que se tuviera menos de 60 años y se manifestaran actitudes “morales” y “laboriosas”. Sin embargo, en cuanto la organización del movimiento obrero empezó a generar graves conflictos sociales, el Estado hizo caer todo el peso de la ley sobre los “extranjeros revoltosos”. En efecto, la Ley de Residencia de 1902 y la Ley de Defensa Social de 1910, reglamentaron la admisión de extranjeros de acuerdo a una clara óptica de clase. Estas leyes marcaron una nueva concepción del inmigrante, ya no como el “honesto trabajador que viene a construir el país”, sino como un “sospechoso” e “indeseable”. La primera ley permitía al Ejecutivo expulsar del país a cualquier extranjero que “comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público”, así como también impedir el ingreso de inmigrantes cuyos antecedentes no fueran satisfactorios. La segunda ley avanzó más todavía, prohibiendo la entrada de anarquistas y estableciendo duras sanciones, incluso la pena de muerte, para los “extranjeros revoltosos”.(1)
No tantos, no cualquiera
La crisis de 1930 modificó la forma en que era contemplada la migración. Por un lado, las migraciones europeas disminuyeron y aumentó, en forma relativa, la migración limítrofe y la interna (del interior al litoral, del campo a las ciudades). Además, la crisis económica y la desocupación mostró a los inmigrantes como competidores de la mano de obra local, en un mercado laboral restringido. Por este motivo la legislación intentará proteger el nivel de empleo local y combatir la desocupación (Ley 12.331 y varios decretos). Esta legislación puso en cuestión las bondades de la inmigración, alertó sobre los peligros de los inmigrantes ilegales y fue acompañada con una política migratoria más restrictiva en el plano normativo y en el ideológico. Se planteaba que las políticas migratorias debían ser más selectivas, privilegiando la migración europea (sobre todo de “razas blancas y fuertes”) en detrimento de la limítrofe y la interna.
Durante el peronismo, se produjo una nueva oleada de inmigrantes europeos, mientras siguió incrementándose el flujo de inmigrantes limítrofes e internos. La Constitución Nacional de 1949, contenía referencias explícitas al fenómeno migratorio: el artículo 17 establecía que “el gobierno federal fomentará le inmigración europea”; el artículo 31 disponía que los que entraran al país sin violar leyes gozarían de todos los derechos civiles y políticos de los argentinos, pero luego de cinco años de haber obtenido la ciudadanía. El primer Plan Quinquenal promovía “una inmigración seleccionada, culturalmente asimilable y físicamente sana, distribuida racionalmente y económicamente útil”. Debería estar integrada preferentemente por pescadores, técnicos industriales y obreros especializados. En el Segundo Plan Quinquenal se planteaba una selección del aporte migratorio de acuerdo a sus características étnicas, ideológicas, morales, profesionales, intelectuales, económicas y físicas. En síntesis, la política migratoria del período ya no será de “puertas abiertas” sino de selección y encauzamiento.(2)
Este tipo de políticas continuaron durante los gobiernos posteriores. Si antes los inmigrantes eran documentados con una cédula de identidad expedida por la policía, que les permitía ejercer todos sus derechos, la legislación será cada vez más restrictiva y apuntará a diferenciar la situación migratoria según su legalidad o ilegalidad, otorgando derechos sólo a los que se encuentren en una situación regular. En 1967, bajo el gobierno de Onganía, se dictó una norma que expresamente prohibía trabajar a los extranjeros ilegales y a los temporarios (ley 17.294). La Ley 17.671 crea el Registro Nacional de las Personas cuya función es la inscripción e identificación de todas las personas en el territorio argentino, incluyendo a los extranjeros, y la expedición de los documentos nacionales de identidad. A partir de aquí, la obtención del DNI será indispensable para que un inmigrante adquiera un status legal y por lo tanto goce de derechos. Si bien la ley de residencia había sido derogada durante el gobierno de Illia, en 1969 se dicta la ley 18.235 por la cual el Ejecutivo está autorizado a expulsar a residentes extranjeros (aunque sean legales) cuando realicen en el territorio “actividades que afecten la paz social, la seguridad nacional o el orden público”.
En 1981 se sanciona la ley 22.439, conocida como la Ley Videla, que rigió hasta el 2004. Esta ley explicitaba que sólo los residentes permanentes así como los que obtuvieran autorización de permanencia gozaban de los derechos civiles de los argentinos. Tomando el espíritu de la ley de 1967, esta norma expresamente prohibía a todo extranjero ilegal desarrollar actividades remuneradas y obliga a las reparticiones públicas, empleadores y hoteles a exigir constancia de residencia legal y denunciar las situaciones irregulares. En este contexto, la situación de los inmigrantes ilegales era de máxima vulnerabilidad ya que, no sólo se vieron cercenados sus derechos en materia de salud, educación, vivienda, etc., sino que además se permitía el abuso y la superexplotación laboral, ya que no se encontraban en condiciones de reclamar sindicalmente. Si bien es claro que esta ley está inspirada en la doctrina de la seguridad nacional, cumple además un objetivo económico. Por un lado, el desarrollo en profundidad del régimen de gran industria, la mecanización de los proceso de trabajo y la concentración y centralización del capital generan una demanda cada vez menor de fuerza de trabajo, lo que parecería abonar la idea de que esta ley sería protectiva del “trabajo nacional”, en tanto limita la competencia de los migrantes. Pero, en la medida en que la ley no expulsa realmente a la población extranjera, sino que sólo la ilegaliza, el resultado es que aumenta aún más la masa de la población sobrante y, sobre todo, aquellas capas más desprotegidas legalmente. En consecuencia, esta legislación resulta solidaria con el proceso de precarización, informalización y flexibilización del trabajo que comienza a consolidarse a partir de esta etapa. En efecto, la existencia de una masa de inmigrantes ilegales es funcional al capital, que puede aprovecharse de su situación para aplicar estrategias de explotación intensivas, como ocurre con los inmigrantes bolivianos, peruanos y paraguayos en las ramas más atrasadas como la confección de indumentaria, la construcción o el comercio al menudeo.
Que se queden, pero sin DNI
Con la llegada de la democracia, las cosas no cambiaron demasiado. De hecho, se profundizó la política migratoria restrictiva, esta vez argumentada desde la crítica situación económica que generaba recesión y desocupación. Fue así que, en 1987, el gobierno radical dictó un decreto por el cual se reglamenta la ley Videla de 1981, de acuerdo a la cual sólo se concedería residencia a profesionales o técnicos especializados requeridos por empresas establecidas en el país, empresarios u hombres de negocios, relevantes científicos, profesores, escritores, migrantes con capital propio suficiente, religiosos y padres, hijos o cónyuges de argentinos. De este modo, resulta obvio que una gran cantidad de inmigrantes no caía en estas categorías y, por lo tanto, se veía condenada a una situación de clandestinidad obligada. El gobierno de Menem refuerza esta línea: en junio de 1992 se dicta un decreto que dispone extremar los controles para el otorgamiento de las radicaciones, “ante las nuevas modalidades adoptadas por la delincuencia internacional”. De este modo, la Dirección Nacional de Población y Migraciones debía tener información acerca de los antecedentes internacionales policiales y judiciales del peticionante, y mientras tanto, entregaba una radicación temporaria por el lapso máximo de 2 años.
En el año 2004 se sanciona una nueva ley de migraciones, la 25.871 que, ha sido considerada como la expresión de un nuevo espíritu más favorable y respetuoso de los derechos humanos de los inmigrantes. Se podría decir que la ley beneficia a los inmigrantes en materia de salud, educación y vivienda, ya que dispone el derecho de cualquier inmigrante a gozar de tales beneficios cualquiera sea su condición migratoria. Además, la obligación de delatar la situación de irregularidad por parte de los empleados públicos fue reemplazada por la obligación de proporcionar al migrante orientación y asesoramiento para que regularice su situación migratoria. También establece que los empleadores o dadores de trabajo no pueden eximirse de las obligaciones emergentes de la legislación laboral, aunque los trabajadores no tuvieran en condiciones legales su documentación. En cuanto a la regularización de la documentación necesaria, la nueva ley sigue obligando al inmigrante a obtener la residencia permanente para poder tramitar su DNI. Mientras tanto, otorga una “residencia precaria” que lo autoriza a trabajar, estudiar, ingresar y salir del país, etc. Sin embargo, al no tener DNI no puede, por ejemplo, tramitar la Clave Única de Identificación Laboral, necesaria para registrarse como empleado formal. Por otra parte, sin el DNI muchas veces los inmigrantes tampoco pueden acceder a beneficios de asistencia social, planes sociales, bolsas de trabajo, subsidios y otros trámites. Con lo cual, más allá de tener la residencia precaria y no ser en términos formales un inmigrante “ilegal”, la situación de estas personas es tan vulnerable como la de los inmigrantes irregulares. Por este motivo, más que una política que busca regularizar la situación de los inmigrantes para evitar que sean objeto de abusos laborales y actos de discriminación, esta nueva ley parece ser más bien, un maquillaje que modifica en forma superficial algunos puntos, pero que no va directo al núcleo de la cuestión. Erradicar por completo la inmigración ilegal significaría perder una masa importante de personas que, por la situación de vulnerabilidad en que se encuentran, pueden ser explotadas en forma intensiva en los talleres de costura, en la construcción, en el comercio, o en la producción hortícola.
Si son ilegales, mejor
Como vimos en este breve repaso, la migración fue siempre una necesidad para el desarrollo capitalista y las políticas migratorias dictadas por el Estado estuvieron siempre a su servicio. Durante los últimos 40 años, mientras la burguesía necesita bajar salarios, extender jornadas laborales, no pagar cargas sociales e imponer la flexibilidad laboral como forma de subsistir en la cada vez más cruda competencia capitalista, el Estado pareciera no querer favorecer la inmigración, a juzgar por la normativa restrictiva impulsada. Si a simple vista pareciera contradictorio que la burguesía necesite de la migración y que el Estado restrinja la llegada y residencia de los inmigrantes, provocando una creciente cantidad de inmigrantes ilegales, una mirada más profunda del tema nos clarificará la situación. En efecto, la ilegalización de los inmigrantes es una eficiente forma de control de la clase obrera: impide la movilización y la organización, fuerza a aceptar cualquier condición laboral, opone los obreros legales a los inmigrantes, estimula el racismo, obliga a los trabajadores locales a aceptar salarios más bajos, etc.(3) Por tal motivo, la burguesía defenderá las políticas restrictivas sabiendo que nunca darán el resultado buscado “oficialmente”. Bolivianos, paraguayos, peruanos, orientales y africanos no dejarán de migrar hacia la Argentina, sino que lo harán en condiciones irregulares, engrosando las filas de la población sobrante y siendo presas más fáciles de la explotación capitalista.
NOTAS:
(1) Sartelli Eduardo: “Celeste, blanco y rojo. Democracia, nacionalismo y clase obrera en la crisis hegemónica (1912-22)” en Razón y Revolución nº 2, 1996.
(2) Oteiza, Enrique; Novick Susana y Aruj Roberto: Inmigración y discriminación. Políticas y discursos, Trama editorial / Prometeo Libros, Bs. As., 2000.
(3) Sartelli Eduardo: “Mercosur y clase obrera: las raíces de un matrimonio infeliz” en Razón y Revolución, nº 2, primavera de 1996.