¿Qué son las Asambleas Populares?

en Revista RyR n˚ 10

Por Pablo Rieznik

La obra que lleva como título el interrogante de este mismo trabajo es una colección de dieciocho textos, cuyos autores son, prácticamente en su totalidad, intelectuales, periodistas y profesionales. Ninguno de ellos se presenta como integrante de una organización política; una condición que parece haber primado en el criterio de los editores para la selección de los textos. La excepción es María Sánchez, que firma como militante partidaria, del Partido Obrero.

            Más allá de matices y consideraciones particulares, lo verdaderamente notable en todos los trabajos incluidos en el libro es el dominio abrumador del tema de la “repre-sentación política”, en torno al cual giran las explicaciones sobre el significado de las Asambleas. En particular en los textos que firman Rafael Bielsa (que oculta su condición de funcionario del gobierno de la Alianza), Miguel Bonasso, Juan Pablo Feinmann y Leonardo Perez Esquivel, entre otros. La impresión dominante, al acabar la lectura, es que la causa decisiva que explica el levantamiento popular de diciembre último es la brecha abierta entre representantes y representados. Las propias Asambleas, entonces, plantearían inclusive una salida superadora a tal contradicción al abrir el pasaje de una democracia representativa a una participativa, en la cual el signo dominante sería la horizontalidad de la relación entre sus protagonistas, así como la recreación entre ellos de lazos de solidaridad y confraternización humana. De un modo general la clave interpretativa del fenómeno asambleario tiende en los textos a vibrar en una onda más bien emotiva, distante del análisis concreto, y propensa a la especulación abstracta. Algo que, ciertamente, no ayuda responder a la pregunta que sirve como detonante de todos los textos.

            En consecuencia el registro de todos los acontecimientos que ilustran la irrupción de las Asambleas, es muy superficial, con alguna que otra excepción. La periodista Stella Calloni, por ejemplo, se preocupa por vincular el estallido asambleario a todas las luchas del período previo, a los cortes de ruta, a los piqueteros, al santiagueñazo del 93.

De un modo general, sin embargo, no se habla ni se analiza el fracaso de la mayor experiencia de explotación capitalista impuesta en el país en la última década, ni de lo que revela en términos de agotamiento histórico de los partidos “populares” que la ejecutaron, ni de la pequeño burguesía que intentó una “tercera vía” en la efímera existencia del Frente Grande y del FREPASO. No se habla, en definitiva, de la descomposición terminal de un régimen político y social, de la cuestión de poder emergente y de cómo resolverla en términos de los intereses sociales de las clases enfrentadas . ¿Cómo ubicar entonces y comprender el fenòmeno de las Asambleas Populares? Por eso, por su propia falta de recursos, la inmensa mayoría de los artículos está obligado a limitarse a la cuestión de la “representación”, el ángulo más estrecho e irrelevante para explicar las Asambleas y que remite a un problema político y teórico históricamente superado.

¿En qué consiste la “representación”?

            La cuestión de la “representación” aparece, inclusive, como el aspecto más conservador no sólo de las reivindicaciones de la naciente burguesía sino de los estamentos precapitalistas sobre el final de la Edad Media. Se reivindicaba, entonces, la representación y la participación en el manejo del Estado, en particular de sus políticas tributarias, frente al peso asfixiante de los regímenes monárquicos de la época, en avanzado estado de descomposición. Originalmente, la representación política se asociaba a un derecho que emanaba de la propiedad fundada en la actividad productiva y se oponía al orden parasitario de reyes y nobles, eclesiásticos y terratenientes. Fue la pequeña burguesía quien dio a estos reclamos de representación un alcance revolucionario y que acabó por expresarse en los estallidos paradigmáticos de las revoluciones inglesa y francesa del siglo XVII y XVIII respectivamente. El reclamo de los derechos políticos igualitarios fue el eje de un largo proceso en el cual llegó a intervenir el propio movimiento obrero, que encabezó la lucha por el sufragio universal en la primer mitad del siglo XIX en Inglaterra.

            La conclusión de esta vasta experiencia puso de relieve los límites del reclamo de la “representación”, o sea de la igualdad formal y, por lo tanto, de la propia democracia como régimen político históricamente determinado. Precisamente porque encubría la desigualdad real, los antagonismos esenciales de la sociedad, fundados en la propiedad privada de los medios de producción social y en el despojamiento correspondiente de la inmensa mayoría de la población productora, trabajadora.

            El ideal de la “representación” más perfecta, supone que esta polarización entre clases sociales antagónicas puede resolverse o conciliarse en el plano jurídico y que la emancipación humana coincide con la emancipación política, la abolición de los privilegios de sangre y casta,  la vigencia del ciudadano. El mundo limitado de la “representación política” es el universo propio de la dominación burguesa, de las condiciones de existencia de la explotación capitalista, no de su abolición. La historia real puso de relieve que, la igualdad real del hombre es imposible sin expropiar a la burguesía y su tendencia a sobrevivir confiscando las condiciones de vida de la población trabajadora. A un punto tal que, en su desarrollo, termina por socavar su propio orden, creando una contradicción insuperable entre un sistema de riquezas y potencias universales y, al mismo tiempo, de miserias y carencias igualmente universal. Una contradicción que que se expresa de un modo definitivo en esta etapa de decadencia y descomposición de la civilización capitalista.

Pasado y actualidad

            Pero, además, la historia real es presente. El levantamiento de diciembre pasado coincide con la estación terminal de un proceso de confiscación capitalista sin precedentes. Luego de haber liquidado las conquistas obreras arrancadas en luchas de más de un siglo, luego de haber provocado una desocupación masiva sin precedentes para elevar la tasa de explotación, la política capitalista de los Menem, De la Rúa y Duhalde terminó por confiscar de un modo brutal a la clase media y hasta a una parte de la propia burguesía. Esta es la base misma del carácter excepcional de la insurgencia de finales del 2001 y, concomitantemente, de la descomposición del régimen político como un todo, sus partidos e instituciones. En esto consiste su especificidad como desenlace de un proceso histórico y como quiebra vertebral de todo un sistema de dominación.

No está planteado en consecuencia un problema de “representación”, es decir, que pueda resolverse con más o menos “participación”, con mas o menos honestidad, con más o menos corrupción en la función pública, con más o menos correcciones en el sistema electoral. Este es el mundo de la superficialidad interpretativa y política al pueblo insurgente que encarnan las Carrió y Cia, la centroizquierda y la izquierda. Éstos plantean que otro mundo es posible sin alterar las relaciones de propiedad, el mecanismo de la explotación capitalista, sin expropiar a sus monopolios y acabar con su Estado, es decir, su régimen de dominación, incluído el engaño de la “representación política” que unilateralmente se intenta presentar como el punto de partida y el punto de llegada para la solución de la catástrofe presente.

            Normalmente, cuando se habla de “representación política” es bueno agarrarse los bolsillos. Es sinónimo de estafa porque consiste en disfrazar de interés general el interés particular de la clase dominante. El PJ y la UCR no se agotaron porque no representan más al pueblo sino porque no pueden ya cumplir su papel de representantes “populares” de la burguesía y del orden de los explotadores. Por eso enfrentamos una situación excepcional y revolucionaria.

Un problema de poder

            Lo que sí plantea, entonces, toda la situación actual y que explica no apenas el surgimiento de las Asambleas sino su consigna original de “que se vayan todos” es un problema de poder, o sea, de régimen político social, de gobierno y de Estado. Es desde el poder que se configura, asegura y reproduce un régimen social y político. Es desde el poder que la burguesìa, a pesar de la brutal descomposición de sus recursos políticos o por ello mismo, intentará recomponer su situación, comenzando por echar atrás a los piqueteros y a las Asambleas Populares. En todos los artículos que dominan el libro “¿Que son las asambleas populares?” esta consideración está ausente o directamente negada. Un exdirigente del ERP -Luis Mattini- proclama abiertamente la necesidad de evitar la toma del poder porque así evitamos los problemas que conlleva, sin darse siquiera cuenta que, de este modo, el “que se vayan todos” queda condenado a la completa esterilidad.

            Si el poder no debe ser tomado, el gobierno de Duhalde no debe ser derrocado puesto que como se sabe la naturaleza y la política no toleran el vacío y la caída de un gobierno supone el ascenso de un sustituto. Salvo que se quiera confinar al pueblo a la penosa tarea de tirar gobiernos como el de De la Rúa y permitir que su epopeya sea confiscada por los aprovechadores de turno. Es el caso que informa toda la coyuntura presente, en la misma medida en que la insurgencia popular acabó con un gobierno sin poder, todavía, reemplazarlo por uno propio.      

Pasado y actualidad

            Pero, además, la historia real es presente. El levantamiento de diciembre pasado coincide con la estación terminal de un proceso de confiscación capitalista sin precedentes. Luego de haber liquidado las conquistas obreras arrancadas en luchas de más de un siglo, luego de haber provocado una desocupación masiva sin precedentes para elevar la tasa de explotación, la política capitalista de los Menem, De la Rúa y Duhalde terminó por confiscar de un modo brutal a la clase media y hasta a una parte de la propia burguesía. Esta es la base misma del carácter excepcional de la insurgencia de finales del 2001 y, concomitantemente, de la descomposición del régimen político como un todo, sus partidos e instituciones. En esto consiste su especificidad como desenlace de un proceso histórico y como quiebra vertebral de todo un sistema de dominación.

No está planteado en consecuencia un problema de “representación”, es decir, que pueda resolverse con más o menos “participación”, con mas o menos honestidad, con más o menos corrupción en la función pública, con más o menos correcciones en el sistema electoral. Este es el mundo de la superficialidad interpretativa y política al pueblo insurgente que encarnan las Carrió y Cia, la centroizquierda y la izquierda. Éstos plantean que otro mundo es posible sin alterar las relaciones de propiedad, el mecanismo de la explotación capitalista, sin expropiar a sus monopolios y acabar con su Estado, es decir, su régimen de dominación, incluído el engaño de la “representación política” que unilateralmente se intenta presentar como el punto de partida y el punto de llegada para la solución de la catástrofe presente.

            Normalmente, cuando se habla de “representación política” es bueno agarrarse los bolsillos. Es sinónimo de estafa porque consiste en disfrazar de interés general el interés particular de la clase dominante. El PJ y la UCR no se agotaron porque no representan más al pueblo sino porque no pueden ya cumplir su papel de representantes “populares” de la burguesía y del orden de los explotadores. Por eso enfrentamos una situación excepcional y revolucionaria.

Un problema de poder

            Lo que sí plantea, entonces, toda la situación actual y que explica no apenas el surgimiento de las Asambleas sino su consigna original de “que se vayan todos” es un problema de poder, o sea, de régimen político social, de gobierno y de Estado. Es desde el poder que se configura, asegura y reproduce un régimen social y político. Es desde el poder que la burguesìa, a pesar de la brutal descomposición de sus recursos políticos o por ello mismo, intentará recomponer su situación, comenzando por echar atrás a los piqueteros y a las Asambleas Populares. En todos los artículos que dominan el libro “¿Que son las asambleas populares?” esta consideración está ausente o directamente negada. Un exdirigente del ERP -Luis Mattini- proclama abiertamente la necesidad de evitar la toma del poder porque así evitamos los problemas que conlleva, sin darse siquiera cuenta que, de este modo, el “que se vayan todos” queda condenado a la completa esterilidad.

            Si el poder no debe ser tomado, el gobierno de Duhalde no debe ser derrocado puesto que como se sabe la naturaleza y la política no toleran el vacío y la caída de un gobierno supone el ascenso de un sustituto. Salvo que se quiera confinar al pueblo a la penosa tarea de tirar gobiernos como el de De la Rúa y permitir que su epopeya sea confiscada por los aprovechadores de turno. Es el caso que informa toda la coyuntura presente, en la misma medida en que la insurgencia popular acabó con un gobierno sin poder, todavía, reemplazarlo por uno propio.

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