¿Qué pasa en el mundo? Venezuela: En estado terminal

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La situación actual de Venezuela es la de un enfermo en estado terminal cuyo estado de salud se agrava día a día. Como todo país capitalista en crisis, los primeros en pagar los costos son los trabajadores: desempleo, desabastecimiento y miseria. Por arriba, los partidos de la burguesía continúan con sus peleas y nadie puede encaminar la situación.

Toda la experiencia de Chávez y de Maduro se sostuvo por el petróleo, que le permitió al Estado venezolano grandes ingresos, con los cuales dar algunas mejoras a los trabajadores, sin afectar los negocios de la burguesía. Pero cuando el chorro se cortó, todo el armado se vino abajo. El chavismo hoy enfrenta la realidad de un Estado quebrado y tiene que buscar la forma afrontar sus gastos. Por un lado, ajusta a los trabajadores, por el otro vende parte o la totalidad de las empresas estatales. Ante la caída de los ingresos petroleros, privatizaciones y endeudamiento con China y Rusia.

Para lograr esto, Maduro se blindó con “poderes extraordinarios” que le permitían tomar decisiones sin pasar por el parlamento. La oposición burguesa, el MUD, puso el grito en el cielo e intentó frenar las privatizaciones. Es decir, apuesta a que el Estado profundice su crisis cortando su financiamiento. El descontento incluso llegó a las propias filas PSUV, el partido de Maduro. Ante este panorama, el presidente tuvo que retroceder con su blindaje, pero retuvo la posibilidad de firmar contratos privatizadores. Además, declaró ilegales a los partidos de izquierda aliados, como forma de evitar críticas.

El siguiente ensayo para resolver la crisis política, fue la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, que “devuelva el poder al pueblo”. Más allá de los dichos, lo cierto es que esa Asamblea tiene entre sus puntos el respeto a la propiedad privada y la lucha contra el “terrorismo”, mientras que la comisión que debe impulsarla está compuesta por personajes que formaron parte del gobierno. Lo que realmente intenta es dialogar con la oposición menos intransigente y desarmar y reprimir a la clase obrera con la excusa del “terrorismo”. Nada de avanzar hacia un Estado obrero.

Mientras tanto, los trabajadores se encuentran en la más profunda miseria. Veamos algunos números. Una familia con dos salarios mínimos y dos cesta ticket (un “beneficio” en negro del que solo gozan algunos trabajadores) solo puede comprar lo suficiente para comer 18 días. Si uno quiere darse el “lujo” de comer todos los días, tener un techo, mandar a sus hijos a la escuela y contar con servicios elementales (salud, gas, electricidad) va a necesitar 15 sueldos mínimos. ¿Y cuánto cobra un trabajador promedio? Un salario y medio, tres como máximo. Además, hay que contemplar que incluso teniendo el dinero necesario, faltan productos elementales como alimentos (carne, leche, azúcar, aceite, queso) y elementos de higiene y salubridad (jabón, medicamentos, jeringas, papel higiénico, insecticida, detergente).

Por todo esto, la clase obrera venezolana ya protagonizó más de 5.000 protestas y 700 saqueos. La respuesta del Gobierno fue siempre la misma: represión, asesinatos y proscripción de los partidos obreros. Ya hubo más de 850 ejecuciones y 18.000 detenciones arbitrarias.

El saldo real de la “Revolución Bolivariana” es la privatización del petróleo, el endeudamiento con Rusia y China, la transferencia de recursos al sector privado y la pauperización extrema de los trabajadores. La enfermedad terminal de Venezuela tiene un nombre, es el capitalismo. Pero también tiene una cura, el Socialismo, y un médico capaz de administrarla, la clase obrera. Hay que convocar un congreso de trabajadores ocupados y desocupados, para votar un plan de lucha que enfrente la represión y el ajuste, con una salida revolucionaria. Si en su momento nos prometieron Socialismo, Socialismo queremos

1 Comentario

  1. La Venezuela vista por el intelectual que no tiene la puta idea de lo que pasa en mi país. Para entender y entenderse mejor con la idea de la otra sociedad por construir, llámela Socialismo (o como se llame). Esa clave es a un mismo tiempo llamado a la acción y desmontaje de algunos íconos que a veces ayudan, pero a veces también estorban: el que busca el socialismo en los libros, o cree que ser socialista es poder recitar de memoria a Marx y Lenin, está jodido y en vías de joder a otros. Jodido, porque ese sujeto comenzará a llamarse a sí mismo revolucionario, cuando en realidad el mucho leer no necesariamente te hace revolucionario sino apenas aspirante a erudito o a marxista; y en vías de joder a otros, porque todavía un dañino fantasma recorre la conciencia colectiva del pueblo y es el fetichismo de la palabra escrita, del estudioso devenido intelectual, del burgués que no produce un coño sino palabras, y que para poder dedicarle tiempo a su «oficio» tiene que pagarle a esclavos que le hagan más fácil su vida cotidiana.
    Hay mucho camarada noble, valioso; mucho guerrero y constructor de la otra sociedad, que por no saber leer o hacerlo rudimentariamente se considera a sí mismo obligado a rendirle pleitesía al camarada que sí leyó, estudió y fue a la universidad. El viejo atavismo del «Estudie, mijo, pa que sea alguien en la vida» se nos ha convertido en un lastre mortal, pues el verdadero hacedor de sociedad (y el verdadero destructor de lo obsoleto) suele postrarse ante el farsante que no ha hecho más nada en la vida que no sea leer y echar su sapiencia de papel por el buche. El hacedor de cosas útiles y necesarias dominado por el que no produce un coño más allá de los discursos. En este tiempo, que nos empeñamos en llamar prerrevolucionario, el intelectual, el patiquín, el recitador de párrafos aprendidos, sigue dominando y mandando a callar al campesino, al obrero, al desocupado que por ley natural debería ser el comandante de los procesos revolucionarios.
    Un intelectual que sólo sabe, quiere y puede hacer «eso» (pensar, decir y plasmar lo pensado) es la negación de lo que llamamos Pueblo. Hay quienes llaman a esos especímenes «intelectuales inorgánicos»: los que se fajan a pensar mientras otros se fajan a producir, y no sólo eso: les parece que el mundo debe seguir marchando así. Que debe haber trabajo corporal para unos y trabajo intelectual para otros, y que éste está por encima de aquél. El intelectual organiza, sueña, piensa; el trabajador suda y se rejode la vida por un sueldo inferior al de Pascual Serrano y Fernando Buen Abad Domínguez. Perdón, del engreído intelectual «revolucionario» que quiere cobrar en dólares y con alojamiento en el hotel Alba su ¡enorrrme! aporte a la Revolución: pensar.
    El pueblo es esa mayoría cuyo trabajo, segregación y exterminio han garantizado históricamente el confort de unas minorías. Alguien que considera que es correcto que muchos seres humanos se partan el lomo para producir el alimento que ese alguien se lleva al hocico, porque ese alguien necesita «trabajar» leyendo y escribiendo (y discurseando) es alguien que causa risa o angustia: del enemigo nos reímos porque ya sabemos que así piensa y funciona el derechista promedio; pero al que nos dice “camarada” pero le es imposible apartarse de las mieles de la burguesía.
    Por allí hay unos compas ejemplos vivos, no sólo palabras: el hacer casas no industriales para vivir, el inventar y experimentar el otro mundo posible. Así vale la pena llamarse intelectual. Orgánico hasta las metras.
    Del «caso» cubano puede uno lamentar muchas desviaciones y errores que no deberíamos repetir en nuestra condición de pueblo en proceso de rebelión y revolución, pero puede extraer acciones y políticas ejemplares. Es fama que en los primeros años de la Revolución todo el mundo debía ponerse a trabajar, a producir con las manos, y «todo el mundo» incluía a los intelectuales y artistas. Esa práctica horrorizó a muchos y enriqueció en conciencia a otros; muchos se fueron de Cuba y otros tantos se quedaron. El mejor alegato humano y artístico de alguien como Silvio Rodríguez no son sus canciones de estética pequeñoburguesa, sino su aceptación de que un hombre debe ser obrero, soldado, caminante y mundano antes de meterse a artista. El trabajo con las manos es la más sólida base para el trabajo con la mente, porque le otorga probidad.
    Y sí, va a parecer engreído y repulsivamente individualista, pero quiero cerrar este comentario respondiendo a la pregunta que con toda seguridad está revoloteando en la mente de la persona que escribió esta barrabasada: «¿Y qué haces tú además de pensar y escribir?». Paso a confesar que pocas veces en mis cuatro décadas y pico de vida, o casi nunca, me había sentido en el trance de estar haciendo algo útil o más bien productivo. Pobre por origen, por sensibilidad y por incompetencia para acumular dinero o bienes, nunca le saqué el cuerpo a los trabajos «menores» (taxista, mensajero, ayudante de camionero) pero es ahora, en la etapa en que todavía puedo experimentar la madurez sin espantarme por la vejez que por allá se asoma, cuando me estoy sintiendo aprendiz de lo mejor y al mismo tiempo más doloroso de la vida: pelear contra lo que este cuerpo capitalista me pide y hacer lo que dicta la conciencia.
    Divorciarse del capitalismo (esa cosa donde nacimos y a lo que pertenecemos) o tan siquiera cuestionarlo es difícil, pesado; duele. Porque un día decidí que la otra sociedad, esa en la que creo, no debe alojarse sólo en la mente sino manifestarse en el cuerpo. Yo uso ropa hecha por esclavos, manejo un carro fabricado por esclavos, uso un teléfono cuyos componentes fueron sacados de las tierras africanas por esclavos; consumo alimentos y alcoholes que llegaron a mis manos por dinámicas capitalistas: yo soy capitalista. Pero sé algo, tengo la íntima conciencia de un importante dato: el capitalismo está produciendo los gérmenes que están acabando con él, y yo soy uno de esos gérmenes malditos. Porque tengo conciencia, porque tengo voluntad (que flaquea a veces, pero ahí está) y con esa voluntad estoy comenzando a violentar esto que el capitalismo ha hecho con mi cuerpo. El consumismo es duro rival. Pero por eso mismo hay que darle pelea.
    ¿Cómo va esa pelea? Ya zumbé unos chapaleos para hacer adobes de barro (o bloques , no sé cómo diablos lo llaman ustedes) para hacer casas, estoy quitándome de encima (y de adentro) el caraqueño engreído que aprendí a ser durante 29 años de mi vida; estoy aprendiendo a sembrar (ese asunto mágico que es meter una pepa en la tierra para que nazca una mata cuyo fruto te comerás tú y los tuyos), ya sé lo que es comenzar a trabajar a las 6 am (trabajo físico) y sentarse hecho mierda a descansar a las 9:30 de la mañana; todo esto allá en compañía de otros diletantes y enloquecidos buscadores de la magia de la otra sociedad, en El Cogollo: Freddy Mendoza y Manuel Armas. Ando trashumante y sin empleo formal como la mayoría del tiempo, pero ahora me siento fuerte y útil, tengo el ánimo arriba, tengo erecciones más poderosas, la flaquita que quiero me mira más bonito (lo último seguramente a causa de lo penúltimo, o al contrario); formo parte de un proyecto que a lo mejor florece o a lo mejor fracasa, pero ahí está lo esencial del aprendizaje: el socialismo (o como se llame lo que estamos construyendo) tiene que trabajarse desde el cuerpo, con violencia, con dolor militante y con conciencia de estar trabajando para el futuro, para un tipo de sociedad que no alcanzaré a ver.
    pd: La sociedad del futuro no está «adelante» en la industrialización, formas científicas y cybermomificación de todo, sino «atrás», en las nobles artes que nunca debimos abandonar: la tierra, el río, la cultura profunda, la palabra de los viejos sabios que todavía susurran.Disculpe si este comentario tomo tono personalizado, pero estoy harto de personas que hablan de mi pais sin tener idea de lo que dicen.

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