¿Qué fue realmente el monopolio? Vida, desarrollo y muerte de un sistema comercial

en El Aromo nº 62

monopolioMariano Schlez
GIRM-CEICS

Los debates sobre la existencia de monopolios bajo el capitalismo en general, y en la Argentina en particular, han avanzado sobre la base de un análisis de la economía contemporánea. Eso es correcto en la medida que no hay otra forma de saber cómo funciona el capitalismo argentino hoy en día que analizarlo tal cual se presenta. Es decir, se debe averiguar si hay monopolios hoy o no. Sin embargo, el debate estaría incompleto si no se indica con precisión qué es o qué fue el monopolio y por qué dejó de existir. Eso es exactamente lo que vamos a intentar hacer aquí.

Restringir para controlar

El monopolio fue la forma usual de reglamentar los intercambios bajo el feudalismo. En un contexto en el que la movilidad humana y de bienes estaba severamente restringida, las burguesías urbanas debían acceder a privilegios políticos para poder comerciar. Esos privilegios provocaban mercados y rutas más o menos cautivas.

A fines del siglo XV, de una manera más o menos fortuita, el mundo vivió uno de los acontecimientos llamados a torcer la historia de la humanidad: la llegada de Cristóbal Colón al continente americano. Su viaje no fue una aventura solitaria. Se trató, por el contrario, de una empresa de Estado. Financiada por los reyes españoles, la totalidad de los beneficios debían ser apropiados por la Corona, según estipulaba claramente el “contrato” firmado previamente.

El segundo viaje de Colón se realizó bajo condiciones similares, aunque la Corona comenzó a profundizar medidas  para evitar que otras clases sociales se apropiaran de aquello que pertenecía a la nobleza. Estos fueron los orígenes de un sistema que, por más de tres siglos, controló y dominó el comercio entre las colonias españolas y la Península, impidiéndoles a los enemigos del Imperio español ingresar en semejante negocio a escala universal. Para sostener un régimen de tamaña magnitud, la nobleza se vio obligada a promover una enorme superestructura política, administrativa, legal y militar, que puso a prueba la fortaleza de la estructura social feudal española.

El Estado español no podía dinamizar de manera autónoma el comercio con el Nuevo Mundo. Dada la magnitud de la tarea, se vio obligado a permitir la intervención de individuos particulares para impulsar y acrecentar el tráfico atlántico. Se permitió el comercio particular, pero se obligó a obtener licencia real a todo aquel que desease viajar a América.

Para enfrentar la piratería y sostener el privilegio de ser el único Estado en comerciar con América, la nobleza debió engrosar y reorganizar las filas de la burocracia. En primer lugar, creó, en 1503, la Casa de Contratación. Instaurada en Sevilla, tenía a su cargo el control de la totalidad del comercio entre España y las Indias. En ella debían entregarse todas las mercancías que se dirigían hacia y desde América. Debía ocuparse de efectuar los cargamentos y organizar la venta de manera absolutamente centralizada. A través de ella, la Corona buscó integrar los intereses de la burguesía comercial y los de la realeza.

De esta manera, entre estas dos clases sociales comenzó a existir una división técnica a la hora de desarrollar el comercio: mientras que la nobleza, a través del Estado español, se ocupó de garantizar la estructura del sistema (legislar a favor del monopolio, organizar las flotas, fiscalizar el tráfico de efectos y defender militarmente las rutas), sobre los comerciantes recayó, casi de manera exclusiva, la función puramente comercial, es decir, qué mercancías llevar, traer y cómo realizar las transacciones. Se creó, entonces, una relación de interdependencia entre ambos, no exenta de conflictos, que le permitió a España apropiarse de una renta colonial permanente y en constante crecimiento.

El crecimiento del comercio le exigió a los reyes de España multiplicar sus esfuerzos, no sólo en materia administrativa y legal, sino que la cuestión militar tomó una importancia fundamental: si la Corona no tenía la fuerza para defender sus territorios, las leyes serían palabra muerta.

Castilla se vio obligada a fomentar su desarrollo militar, lo que cristalizó en la creación, en 1522, de la Armada de la Carrera de Indias. La flota, formada por once barcos, tenía la tarea de patrullar la ruta entre España y América, escoltando a los buques mercantes para rechazar el ataque de los enemigos. Sus gastos estaban a cargo de los comerciantes, que la sostenían al abonar el derecho de avería. El estado feudal buscó controlar y defender su monopolio estableciendo su cabecera en un único puerto: primero fue Sevilla y, más tarde, Cádiz, los únicos autorizados a comerciar con América. Los precios que se ponían en las aduanas, eran fijos y, por lo tanto, no estaban sujetos a negociación. Con lo cual, el comerciante monopolista se beneficiaba de un excedente.

Entonces, cuando hablamos de monopolio, no nos referimos a una empresa poderosa. Como vemos, es un problema estatal. El monopolio es, ante todo, un mecanismo de extracción feudal: el estado cautiva una ruta comercial y obliga a vender o comprar determinadas mercancías a determinado precio, lo que da lugar a una ganancia por la vía política. La nobleza se beneficia cobrando los impuestos y licencias correspondientes (cuando no comerciando ella misma) y la burguesía monopolista obtiene ventajas a la sombra del estado feudal. Este sistema, consolidado hacia 1550, se sostuvo casi sin modificaciones, hasta finales del siglo XVIII.

Una muerte sin resurrección

Desde mediados del siglo XVIII, el reformismo borbónico sostuvo al Imperio durante un tiempo importante, aunque no pudo renovar lo suficiente al sistema para darle nueva vida. Con el decreto del “comercio libre” de 1778, la Corona abrió el monopolio a otras fracciones del capital mercantil español, eliminando a Cádiz como puerto único y permitiéndole a los principales puertos españoles incorporarse al tráfico colonial. Asimismo, la creación del Virreinato del Río de la Plata, dos años antes, convirtió a Buenos Aires en una de las regiones más privilegiadas por los borbones, al permitirle comerciar directamente con  la Península.

Pero tanto el aumento de la influencia inglesa en la política y el comercio mundial, como el estallido de las revoluciones burguesas en lo que serán los Estados Unidos (1776) y Francia (1789), ahogaron el intento borbónico, obligando a la nobleza a enfrentarse con lo limitado de su política. El contrabando fue la expresión de los intentos de penetración de la ley del valor.

Frente al bloqueo inglés de los principales puertos españoles, la Corona profundizó sus reformas, permitiéndole a los comerciantes utilizar buques de naciones neutrales y llegar a puertos extranjeros, relajando su política que restringía fuertemente la salida de los principales productos americanos (cueros, en el caso rioplatense). Semejantes medidas, antes que detener la crisis, la profundizaron, lo que obligó a la nobleza a “retractarse” continuamente de sus reformas comerciales más progresistas.

Esta política errática no fue gratuita: el comercio, al mismo tiempo que vivió gracias a un determinado sistema, lo socavó y planteó las condiciones para su superación histórica. Fue así como el sistema colonial y el monopolio hicieron madurar al comercio y la navegación, asegurando a las manufacturas europeas un mercado donde colocar sus productos. Al mismo tiempo potenció la producción de plusvalor y fomentó el surgimiento de los sistemas modernos de crédito y deuda pública, fundamentales para la futura transformación de las riquezas americanas en capital.

La incapacidad de la estructura social española, encabezada por una clase social retrógrada, le impidió dar este paso, limitando su lugar en la economía mundial a la de intermediaria. El conjunto del Imperio español basaba su existencia en su papel de mediador comercial (carrying trade), es decir, una nación que subsistía por una punción a la circulación, que afectaba tanto a las burguesías europeas como a las americanas. Este sistema comenzó a resquebrajarse cuando las poderosas burguesías europeas, principalmente la inglesa y la francesa, aunque también la norteamericana, adquirieron el poder militar suficiente para destruirlo. Pero fue destruido cuando las burguesías de los pueblos que explotaba se enfrentaron victoriosamente a la nobleza española. El triunfo de la burguesía como clase mundial implicó la aniquilación de todo capital sostenido de manera artificial, es decir, por un privilegio de tipo político y no por una capacidad de acumulación competitiva desde el punto de vista económico.

Cuando se discute el monopolio, no hay que dejar de tener en cuenta estos datos y este proceso. A comienzos del siglo XIX, las burguesías latinoamericanas pusieron fin al sistema de monopolio comercial. Lo que sigue es la historia del desarrollo del capitalismo en el continente.

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