Pies de barro – Fabián Harari

en El Aromo n° 24

Pies de barro

Por Fabián Harari*

Grupo de Coyuntura Internacional – CEICS

 

El sargento Jim Ellifrit, de la Guardia Nacional, está desbordado. Señala el agua anegada y explica: “Las cosas que se meten allí no viven mucho tiempo. Acabamos de ver a un perro que salió del agua y murió en menos de 30 minutos”. Hugh Kaufman, experto en desechos tóxicos de la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, después de examinar las aguas, pronosticó que aún luego de que finalicen los trabajos de drenaje, la ciudad no podrá habitarse por el lapso de al menos 10 años, debido a la contaminación a la que fue sometida. Se registraron en la zona toda serie de epidemias que azotan a los países más pobres: tifus, cólera, tétanos, etc. Sí, en los EE.UU. Nada de esto fue informado por los medios de comunicación estadounidenses. La NBC y la agencia Reuters elevaron sendas denuncias por censura, obstaculización de la información y amenazas a sus camarógrafos. Las personas reportadas como “desaparecidas” ascienden a 10.000, pero el FBI ordenó enviar 25.000 bolsas para cadáveres, en un cálculo más realista. La cantidad de evacuados es de 240.000 personas y la de traslados es de un millón. La superficie afectada es de 235.000 km2: el tamaño de Gran Bretaña. El cálculo gubernamental de “desaparecidos” no contempla a los trabajadores indocumentados.

Hasta ahora sólo se reportaron 900. Los consulados centroamericanos en la zona suponen que la cifra es mayor. Ante lo inevitable, y frente al temor de caer en manos del FBI, muchas familias habrán preferido mantener el silencio. Familias que tampoco pueden acudir a los refugios por ayuda oficial, porque allí serían arrestados, y deben deambular buscando sostenerse a como dé lugar. Sobre el tema se ha visto y oído de todo. En una tarde de internet podemos escudriñar en los testimonios más desgarradores acerca de cómo son tratados los trabajadores (sobre todo si son negros o latinos). Cruel, sumamente cruel. Y triste. Pero el deber de un científico es explicar estos sucesos. Y de eso sí que se vio poco. Muy poco.

 

Naturaleza y capitalismo

 

Las explicaciones más escuchadas en los principales medios de comunicación (La Nación, Clarín) subrayaron que se trató de una catástrofe natural, ante la cual sólo quedaba socorrer (y compadecer) a las víctimas. Explicación que roza con la resignación religiosa, pero que tiene su punto de apoyo en la separación del ser humano con la naturaleza, por una parte, y en la abstracción de la figura del “ser humano” de la sociedad en que vive, por la otra.

Otras, más a la izquierda, responsabilizan al gobierno norteamericano por no haber tomado los recaudos necesarios. Pocos reparan en el carácter social del fenómeno, que se desprende del tipo de sociedad en el que vivimos y que se denomina capitalismo.

En efecto, el Katrina no afectó a “la nación” o al “ser humano” en abstracto sino, fundamentalmente, a la clase obrera. Unos días antes de producirse el huracán, el gobierno ordenó la evacuación de las zonas. Como no dispuso de medios públicos de transporte, el traslado quedó librado al bolsillo de cada uno. New Orleans es una de las ciudades más pobres del país (la segunda en pobreza infantil). El 35% de la población carecía de medios de transporte propio y el 25% vive en la pobreza extrema. En varios lugares escuchamos decir que New Orleans está por debajo del nivel del mar. Eso es cierto sólo en el caso de los barrios pobres.

Durante las décadas del ’50 y ’60 se produjo un fenómeno denominado gentrización: los burgueses dejan los barrios bajos y construyen los suyos en lugares altos, donde el agua tardó en llegar y se retiró más rápidamente. El resultado de todo esto es que quien tenía dinero logró salvarse y el que no, no. Sólo el 80% de la ciudad de New Orleans está inundada. Adivine el lector quiénes viven en ese otro 20%. La vida y la muerte no se jugaron en los azares de la naturaleza sino en la clase social a la que se perteneciera.

Hay un segundo argumento por el cual no puede hablarse de “catástrofe” o “tragedia” que azota al “ser humano”. En este caso, hubo ciertas decisiones políticas muy claras e identificables que habilitaron este escenario dantesco. Ahí hay que darles la derecha a quienes acusan al gobierno de Bush. Los efectos del huracán se habían previsto en el 2001. Ese año, Mark Fischetti, en su artículo “Deltas de zonas habitadas”1, advertía que “Nueva Orleáns es un desastre anunciado. […] Por culpa de una desgraciada confluencia de factores está hundiéndose más, con lo que el peligro de que se inunde aumenta, incluso con tormentas medias”. Como única solución proponía un traslado en masa. Una medida prohibitiva para una economía que produce allí un quinto del petróleo originario, un tercio de los mariscos, un cuarto del gas natural y que exporta por el puerto el 15% de su producción. Puede pensarse que esta información no llegó a los oídos del gobierno. Pues bien, la Casa Blanca estaba al tanto. Es más, ordenó construir un dique de contención. Pero la invasión a Irak se llevó los fondos. Walter Martin, Director de Gestión de Emergencias de Jefferson Parish (Louisiana), dijo en junio de 2004: “Parece que el dinero destinado a reforzar los diques ha sufrido cambios en el presupuesto del presidente y se va a dedicar a la seguridad nacional y la guerra en Irak, y supongo que es el precio que tenemos que pagar”. No sólo fondos se llevó la invasión. Unos 10.000 guardias nacionales, que cumplían tareas en el lugar (y preparados para estos casos), fueron destinados al Camp Liberty, en las afueras de Bagdad. La administración federal tardó seis días en entrar en acción. Como vimos, el huracán golpeó a una sociedad atravesada por contradicciones y desigualdades. La relación de esa sociedad con el fenómeno estuvo mediada por esas contradicciones.

Las decisiones fueron monopolizadas por la burguesía en función de sus propios intereses, aunque se llevaran al otro mundo (con perdón de la expresión) a miles de obreros. ¿Quién es el culpable? El capitalismo, quién más. Bush puede ser un sanguinario, pero no estuvo en su intención matar a los miles de norteamericanos, aunque tampoco salvarlos. Sencillamente actuó como un representante del capital. La necesidad de conquistar los pozos petroleros impuso prioridad a la asignación de recursos.

Con un déficit fiscal tan importante, una economía capitalista no puede destinar 150 millones de dólares a salvar obreros. Pero hay una causa más profunda que acusa al capitalismo. El huracán es producto del calentamiento de las aguas del Golfo de México. El agua oceánica a 27° crea suficiente humedad en el aire como para favorecer la formación de ciclones o huracanes. Debido a la quema de combustibles fósiles, en los últimos 30 años, la superficie de los mares tropicales ha aumentado su temperatura en 1,8°. El desarrollo del capital modificó las variables climáticas. Por lo tanto, el ser humano no es ajeno, sino parte de la naturaleza, en una doble acepción. En tanto la modifica y en tanto ser natural que sufre las consecuencias de esas modificaciones. Katrina es el producto del desarrollo capitalista tanto como el producto de las leyes de la climatología. A pesar de los lamentos románticos, la modificación de la naturaleza no es un hecho negativo, todo lo contrario. Los animales domésticos y los vegetales que ocupan nuestra dieta son el fruto de siglos de acción del hombre sobre su medio natural. Pero esa relación, bajo el capitalismo, aparece mediada por la ganancia capitalista. La humanidad no puede planificar como especie su relación con su medio porque eso equivaldría a impugnar la propiedad privada de los medios de producción. El Katrina, entonces, es el producto de la caótica relación entre la sociedad y su medio. No son catástrofes ni masacres, sino crímenes sociales. Productos propios del funcionamiento de nuestra sociedad.

 

La lucha de la vida contra la muerte

 

Un último párrafo, y el más destacado, lo merece la lucha de clases desatada tras el huracán. Las víctimas fueron atacadas por los comunicadores como “saqueadores”. Ni el “izquierdista” Atilio Borón fue indemne a semejante corriente de opinión. Así escribió en el diario K: “En los Estados Unidos, en cambio, la profunda patología social de ese país produjo el efecto contrario: un feroz ‘sálvese quien pueda’ que generó saqueos en gran escala, violencia indiscriminada y bandas armadas sueltas por las calles aterrorizando a sobrevivientes y a las patrullas de rescate”2.

Repitiendo la doctrina de la Casa Blanca, este sujeto debería haber leído algunas crónicas no oficiales de los sobrevivientes para saber que las enfermeras se quedaron hasta el último momento atendiendo a los enfermos y murieron con ellos, los electricistas socializaron una electricidad que antes era patrimonio de quien la pagaba y los trabajadores de una refinería “robaron” botes para efectuar un rescate que el Estado no quiso hacer. Borón debería haber leído que con los alimentos “saqueados” se improvisaron comedores comunitarios3. En cambio, la primera orden que dio el Estado no fue socorrer a las víctimas, ni buscar a los muertos, sino tirar contra los “saqueadores”. 50.000 efectivos militares se movilizaron al sur para defender, no la vida, sino la propiedad privada. Su prioridad fue disolver las organizaciones que habían levantado los sobrevivientes.

Se los fue concentrando en campos de refugiados donde debían permanecer en el barro, con escasa comida y sin atención médica. Muchos intentaron la fuga. Los “saqueadores” fueron encarcelados en unas jaulas que se improvisaron en los andenes de los trenes. La propiedad contra la vida. Alrededor de 200 agentes renunciaron a reprimir a sus camaradas. Como cierre, vale el conmovedor relato del accionar de dos militantes trotskistas, sobrevivientes del huracán: “Nuestro campamento creció hasta llegar a 80 ó 90 personas. Supimos, por una mujer que tenía una radio portátil, que la prensa estaba hablando de nosotros. Como estábamos a plena vista de la autopista, todas las organizaciones de socorro y noticiosas nos vieron cuando se dirigían a la ciudad. A los funcionarios les preguntaban qué iban a hacer con todas las familias que estaban viviendo en la autopista. Los funcionarios respondieron que se iban a ocupar de nosotros. […] Al caer la tarde, se apareció el alguacil de Gretna, se bajó del carro patrullero, apuntó con su pistola a nuestros rostros y gritó: ‘salgan de la condenada autopista’. Un helicóptero llegó y utilizó el aire que provocan las aspas para tumbar nuestras endebles estructuras. A medida que nos retirábamos, el alguacil cargó un camión con nuestros alimentos y agua. Una vez más, a punta de pistola, nos obligaron a salir de la autopista. Todos los órganos de mantenimiento del orden parecían amenazados cuando nos congregábamos o formábamos grupos de 20 o más. En cada congregación de ‘víctimas’ ellos veían un ‘tumulto’ o un ‘motín’. Nosotros nos sentíamos seguros con el grupo4. Organizarse, sentirse seguro con sus camaradas. Bello testimonio de cómo en la miseria de un sistema florece la lucha que alberga las relaciones nuevas.

 

Notas

 

*Con la colaboración de Marcelo Novelo.

1Revista Investigación y Ciencia

2Borón, Atilio: “El Katrina, made in USA”, Página/12, 12/09/05.

3Datos que se reiteran en los sobrevivientes. Véanse los testimonios de Jordan Flaherty, Bert De Belder y Tony Busselen y el de Larry Bradshaw y Lorrie Beth Slonsky.

4Testimonio de Larry Bradshaw y Lorrie Beth Slonsky, en argentina.indymedia.org, el subrayado es nuestro.

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