De asignaciones y asignaturas
No hay discurso en el marco de la década ganada que no hable de la Asignación Universal por Hijo y del Argentina Trabaja como bandera del oficialismo y síntoma de un cambio de época. Lejos de contrastar esa marca distintiva del kirchnerismo, se propone una mirada sobre la importancia de estas políticas sociales en el funcionamiento y la legitimidad del modelo.
Por Agustín Santarelli
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Así de fácil te elimino del Facebook si compartís que las pibitas se embarazan para cobrar la Asignación Universal, o si pensás que quienes cobran un plan social son todos unos vagos que no quieren trabajar, y afirmás que los niños pueden alimentarse, vivir, desarrollarse, y pasársela de joda con 460 pesos al mes. Con vos no se puede siquiera discutir. Todo lo demás, todo lo que gira en torno a las políticas sociales, incluso a la Asignación Universal por Hijo, sí que se puede y se debe discutir. Ese es un buen filtro y un piso para pensar “el modelo”. Y ese será el intento de esta nota.
El 28 de octubre de 2009, mediante el decreto 1602/09, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner lanzó la Asignación Universal por Hijo (AUH). Desde entonces, el programa asistencial ha sido mostrado como uno de los grandes logros y banderas distintivas del kirchnerismo. La aplicación de esta política social, y del Programa cooperativo Argentina Trabaja, sigue siendo un argumento del oficialismo a la hora de marcar el famoso “cambio de época” en relación a la etapa neoliberal.
Por esos días, el por entonces presidente del bloque de diputados oficialista, Agustín Rossi, consideró que la puesta en marcha de la AUH “es una decisión casi revolucionaria” y “trascendente”, que “pone a la Argentina entre los países de más alta calificación del mundo en materia de bienestar”.
Pero la supremacía de políticas asistenciales demuestra también que buena parte de los trabajadores, tanto desocupados como ocupados, no lograrían llegar a fin de mes sin el cobro de los planes. Según datos oficiales, la mitad de los trabajadores tiene problemas laborales (el 34,5% está en negro, el 7,2% desocupado y el 9,3% necesita trabajar más horas para subsistir). Como dice la trabajadora social y Doctora en Ciencias Sociales Tamara Seiffer en un reciente artículo de la Revista El Aromo, “Aún con crecimiento económico relativo y cierta recomposición del empleo, la “década ganada” deja como saldo que millones de familias obreras no tengan forma de reproducirse, si no es a través de la asistencia estatal. La desocupación abierta post crisis descendió, pero lo hizo a costa de ofrecer empleos precarios con salarios de miseria”.
Al mismo tiempo, este conjunto de políticas sociales generó otro nivel de ingreso y por lo tanto cierta capacidad de consumo (siquiera de bienes de la canasta básica) de un sector importante de la sociedad. Y en términos de la acumulación de los empresarios, no es poca cosa.
FELICES LOS NIÑOS
Como siempre ocurre, la comparación con los años del menemismo y de la Alianza, resulta una papa para el kirchnerismo. En los años de Menem, y en consonancia con lo recomendado por el Consenso de Washington, se recortó el denominado gasto social, y se dio lugar a la privatización de servicios, así como ganó espacio el sector empresarial en la salud y educación.
En los 90 incluso se llegó a quitarle al Estado su condición de garante de la supervivencia de los niños. Allí aparecen las ONGs y la Iglesia se impone en materia de asistencia social. La síntesis y símbolo de esos años puede recordarse en la popularidad de la Fundación Felices los Niños, donde se confiaba la vida de pibes y pibas a gente como el padre Grassi.
Fue también durante el menemismo, en 1996, que se estrenaron en nuestro país por sugerencia del Banco Mundial, las políticas de transferencias de ingresos de base no contributiva: los conocidos planes sociales. El denominado Plan Trabajar apareció a nivel nacional y luego varias provincias copiaron la estructura para desarrollarlos en sus territorios. Eran días en que comenzaban a aparecer los piquetes de desocupados a lo largo y ancho del país, y la asistencia a quienes habían quedado sin trabajo era uno de los reclamos.
Vista la actualidad y la comparación con la década neoliberal, es considerable la diferencia. Ahora bien, la aplicación de una determinada batería de políticas sociales es presentada y defendida muchas veces como una ocurrencia o concesión por parte del gobierno para atender las necesidades de los sectores más postergados. Pero, ¿es tan así?
En general las políticas sociales que se imponen en determinados momentos históricos tienen su impronta ideológica y el visto bueno de los organismos internacionales, lo que no deslegitima la lucha de los trabajadores por muchas de esas reivindicaciones. En todo caso lo que muestra esa aceptación y sugerencia del Banco Mundial o el FMI es que las políticas sociales no resuelven los problemas de los sectores populares, sino que más bien sirven para poner un parche, para paliar las necesidades de un sector de la población que exige mejores condiciones de vida con medidas que estabilicen su situación y al mismo tiempo sirvan de barrera para un control social.
Cierta experiencia histórica y algo de intuición tal vez basten para pensar que medidas sugeridas y financiadas por los organismos de crédito internacional no pueden tener como finalidad acabar con la pobreza en el mundo.
Concesión versus conquista
A la hora de analizar las políticas sociales que articula un gobierno, se ponen en disputa al menos dos lecturas: Por un lado se entiende a estos instrumentos del Estado como “concesiones” para lograr “cierto equilibrio social mínimo”. La investigadora Alejandra Pastorini, autora del artículo ¿Quién mueve los hilos de las políticas sociales?, contrasta esa posición tradicional con la perspectiva que entiende que las políticas sociales surgen como espacio y consecuencia de las luchas sociales (y de clases) y como una unidad político-económico-social. Es decir como una conquista.
La primera mirada tiene como fin “la redistribución del ingreso”. Considerando ese esquema y si se presta atención a la utilización del término, bien podríamos colocar en ese lugar al gobierno kirchnerista. Según Pastorini, desde este enfoque: “las políticas sociales son concebidas como un conjunto de acciones, por parte del aparato estatal, que tienden a disminuir las desigualdades sociales” y tienen como función corregir los efectos negativos del sistema. Esta posición se planta desde el lugar de considerar natural esa desigualdad, incluso necesaria, aunque contempla –de puro buen corazón y humanizado capitalismo- que debe “redistribuirse la renta” a partir del otorgamiento de servicios, recursos e incluso ayudas económicas para los sectores más carentes.
El discurso y la política de la “redistribución” es superador al del vaciamiento del Estado neoliberal, pero lejos de cuestionar o condicionar, es funcional a la desigualdad que genera el mercado.
Consultado por Revista Mascaró, el dirigente kirchnerista Luis D´Elía, sostuvo que las políticas sociales “son viejas demandas populares que un gobierno popular ha hecho realidad. Yo en el año 2001 viajé con la CTA desde Rosario hasta Buenos Aires por la Asignación Universal por Hijo. Realmente se había hecho carne esta demanda en muchos sectores y que luego un gobierno como el de Cristina Fernández de Kirchner lo haga realidad, para nosotros fue una enorme satisfacción”.
Si se entiende la dialéctica de que existía una reivindicación de los trabajadores, y el Estado lo que hace es recuperarla y tomarla de esa agenda pública, se comprende que esa política social no es una concesión por parte del Estado, sino que es un otorgamiento y al mismo tiempo una conquista de los trabajadores.
LA ASIGNACIÓN EN SÍ
“Las políticas sociales del kirchnerismo han sido contundentes, reparadoras, contenedoras de distintos sectores de la sociedad. Quizá la más emblemática sea la Asignación Universal por Hijo, motivo de una vieja demanda de los sectores populares”, continúa D´Elía al otro lado del teléfono.
Esta mirada acerca de la Asignación Universal por Hijo es compartida por todo el arco político, exceptuando a los que se pasean por los canales hablando de achicar el gasto público y de quienes ya avisamos que no íbamos a hablar. Ni la AUH, ni las políticas sociales fueron tema de discusión en la reciente campaña electoral.
Al momento de hablar de la Asignación Universal por Hijo, tanto oficialistas como opositores automáticamente le atribuyen un impacto positivo que sin embargo no tiene un correlato en términos de medición. Está bien, si antes una familia no tenía para comer y ahora sí, ya eso es suficiente. De cualquier manera no existe un estudio al respecto y el único con capacidad de hacerlo es el Estado.
Por lo pronto sí se puede hacer un análisis en términos del nivel de ingresos de una familia, tomando en cuenta, en forma comparativa, los planes sociales preexistentes, como el Plan Familias, o el Jefes y Jefas de Hogar.
“El problema que existe al tomar como medición el impacto del nivel de ingreso de la familia es que se toma el monto en términos nominales. Es decir la cantidad de billetes que representa y no su poder adquisitivo”, explica a Mascaró la investigadora Tamara Seiffer, quien expone los siguientes cálculos: “Cuando se lanzó (la AUH), eran $180 por hijo. Para nuestro ejemplo (dos hijos): $360. Con los últimos aumentos, hoy son $920. En billetes, mucho más que los $150 de 2002. Parece una mejora sustancial, pero un análisis de la evolución de los ingresos recibidos en términos de su capacidad de compra, es decir lo que valen luego de la suba de precios por inflación, indica que la implementación de la Asignación Universal por Hijo en 2009 representaba ingresos un escalón por debajo del Plan Jefes de 2002. Recién con la última actualización, realizada en el mes de mayo de este año, se ubica apenas 7% encima del momento en el que se lanzó el Plan Jefes. Es decir, más allá de las apariencias, esta familia hoy puede comprar solamente un 7% más de lo que compraba con un Plan Jefes y Jefas en 2002”.
Trabajadores solidariamente responsables
En términos de aplicación, la asignación tiene como particularidad que a diferencia de otras políticas de transferencia de ingresos, está integrada al sistema de asignaciones familiares. Esto rompe con el requisito de tener que demostrar ser pobre para poder percibir un ingreso y tampoco tiene una condicionalidad temporal, ya que no tiene fechas límites y cuando una persona está en situación de cobrarlo, ya puede hacerlo. Este detalle es importante porque permite cierta garantía a quienes pueden pasar a estar en condiciones de percibir la asignación. Esa referencia a contar con un sistema de asistencia más previsible ya había sido una sugerencia del Banco Mundial en años anteriores a la implementación de la AUH. En su informe de Estrategia de asistencia al país (EAP) para Argentina en el periodo 2006-2008, propone “reformar las políticas sociales para proteger a los más vulnerables”. Y puntualmente enfoca el “impulso a programas de transferencia de ingresos, mediante al apoyo al programa de emergencia Jefas y Jefes de Hogar y su transición hacia una red de seguridad social más racionalizada y sustentable”.
El financiamiento es otro punto interesante a analizar. A diferencia de los anteriores, enmarcados en la órbita del Ministerio de Desarrollo que se cubrían con fuentes de impuestos generales, la renta agraria, o créditos de organismos internacionales, este plan tiene su financiamiento a partir del Fondo de Garantía de Sustentabilidad de la ANSES. Es decir con las contribuciones de los mismos trabajadores registrados. “Esta idea de que los trabajadores que se encuentran en mejores condiciones banquen a los trabajadores precarizados y desempleados es un planteo bastante perverso”, plantea Seiffer, quien con ironía propone “¿Por qué no apelar a la solidaridad de la burguesía?”.
En cuanto al esfuerzo presupuestario y su impacto en el consumo, la AUH representa hoy, según fuentes oficiales, el 0,9% del PBI. El Plan Jefes llegó a representar el 1%. Como porcentaje del gasto social la cifra es también similar (en torno al 5%).
Según Seiffer, la Asignación Universal por Hijo, así como los planes desarrollados con anterioridad, tuvieron y tienen un propósito central para el modelo económico de la Argentina pos-convertibilidad: “La Asignación Universal viene a ser la otra cara de la moneda del aumento de la tasa de explotación que fue un punto importante en la salida de la crisis de 2001, con una brutal devaluación de la moneda y la consiguiente caída en los salarios reales. La masificación en la creación de empleo, se facilitó en la medida en que esos trabajadores fueran contratados de manera precaria”.
ARGENTINA TRABAJA
En aquel octubre de 2009, el mismo día del anuncio de la AUH, por cadena nacional, la presidenta advirtió: “El que piense que con esto se erradica la pobreza, está mintiendo”, y destacó que sólo el trabajo genuino y “decente” soluciona ese problema. Unos meses antes, en agosto de 2009, tras el desgastante conflicto con la patronal agropecuaria, y en un momento de baja popularidad manifestada en la derrota electoral de Néstor Kirchner a manos de Francisco De Narváez en las elecciones legislativas de ese año, se había lanzado el programa bautizado Ingreso Social con Trabajo, popularmente conocido como Plan Argentina Trabaja.
Según se sigue contando desde el portal del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, “impulsamos la creación de empleo digno desde la economía social y solidaria. Porque estamos convencidos de que la generación de empleo es la mejor política social.” Quique Caminos es uno de los más de 150 mil “beneficiarios” del programa Argentina Trabaja y conforma la Asociación Gremial de Trabajadores Cooperativistas, Autogestivos y Precarizados (AGTCAP). Según explica Caminos, el programa nunca se llegó a implementar de acuerdo a los objetivos planteados, al menos discursivamente, desde el gobierno. “Los programas de empleo como Argentina Trabaja, como Ellas Hacen, están parados. Si bien es cierto que nuestros compañeros están cobrando, los módulos de obra están parados. Esa es una responsabilidad del Estado, a través de lo que se llama Unidad Ejecutora, que son los encargados de poner en marcha las distintas actividades”, dijo el cooperativista a Mascaró, quien luego agregó: “Los municipios tampoco responden, porque para ellos son caja de clientelismo y entonces las obras no avanzan”.
El tema del manejo punteril de los planes sociales es tan viejo como la propia implementación de las políticas de asistencia. Consultado sobre el denominado clientelismo y el uso del favor político a cambio de la prestación, D´Elía contestó secamente: “Yo creo que puede haber alguien en algún lugar de cualquier signo político que puede tener prácticas punteriles, no lo descarto”.
Cada cooperativista del Argentina Trabaja cobra un sueldo de 2000 pesos, paga un monotributo y recibe una obra social. En la fría estadística, su número no aparece en el casillero de los precarizados. Sus integrantes, en su mayoría realizan tareas de zanjeo, mantenimiento de espacios públicos, refacción y mejoramiento de instituciones estatales, etc. En general refieren a actividades laborales que antes era realizadas por empleados municipales. La actividad que hoy realiza un trabajador desocupado reemplaza al empleado público y el Estado “se ahorra” una suma importante de dinero, si se toma como referencia el salario mínimo.
La ministra de Desarrollo Social de la Nación, Alicia Kirchner sostuvo a mediados de este año que “la chapa y el colchón no pueden ser los ejes de una política social. Antes sólo se trabajaba en este ministerio para entregar la bolsita de alimento en determinados momentos, o para la asistencia. Cuando llegué me preguntaron a dónde íbamos a repartir colchones. Hubo que restaurar el respeto hacia el otro, la responsabilidad de tener trabajo y de construirlo entre todos”.
De acuerdo con ese discurso, Quique Caminos reclama junto a la AGTCAP: “Nosotros no queremos un plan social, queremos un puesto de trabajo real. Pero no queremos un puesto para ver cómo pasan las palomas y después ir cobrar a fin de mes, sino que debemos ser parte de la producción del país”.
Además de la función social que el trabajo implica, es difícil de sostener el discurso de la solidaridad y el cooperativismo cuando lo que se hace con ello es legitimar la pobreza con salarios dos veces por debajo de la línea de pobreza establecida por el propio INDEC. Difícilmente se pueda alcanzar el desarrollo, el bienestar y achicar las desigualdades a partir de este tipo de políticas sociales, por avanzadas que sean.
Redistribuir no es re distribuir
“Miren que durante estos años de democracia se han conocido distintas políticas sociales, con distintos nombres y con las mejores intenciones todas, porque no hay ningún gobernante que no tenga buenas intenciones a la hora de querer abordar el problema de la pobreza; pero yo les puedo asegurar y ustedes lo saben mejor que nadie, que el mayor antídoto contra la pobreza es lograr el trabajo y un régimen de pleno empleo en la Argentina, con trabajadores en blanco y salarios dignos, ese es el eje del verdadero combate contra la pobreza”, dijo Cristina Fernández de Kirchner, en su discurso del acto de Recupero de la Actividad y Garantía de la Paz Social, el 28 de julio de 2009. Muy bien, pero para lograr esto es necesario distribuir primariamente la ganancia y no redistribuir el ingreso.
La presidenta siempre ha sido muy cuidadosa de hablar de redistribución en vez de distribución. Del mismo modo en que se ha consolidado la idea de la inclusión social por sobre la histórica frase -y cara al peronismo- de justicia social. Es que la distribución primaria es aquella que depende de la estructura productiva, de la propiedad, y el mercado de trabajo. En tanto que la redistribución hace eje en las políticas compensatorias, paliativas y referidas al empleo.
Obviamente el Estado burgués no va a atacar la distribución primaria de la riqueza, es decir que no va a socializar los medios de producción porque pondría en jaque su mismo poder. Pretender esa opción no es, sin embargo, más utópica que pensar que a partir de la estrategia del Estado -por más de bienestar que se presuma- de implementar políticas sociales, se pueda terminar con la pobreza y la desigualdad.
Como se ha visto, lo que sí se permite el Estado es redistribuir una parte de la riqueza que es generada por la propia clase trabajadora. Bien, no es poca cosa si lo que se pone en juego es tener un plato de comida en la mesa o no tenerlo. Pero difícilmente así se llegue a garantizar inclusión, y mucho menos justicia social.