La última película de Alex de la Iglesia, Los crímenes de Oxford, basada en una novela de Guillermo Martínez, perteneciente a la nueva narrativa argentina, extrema las conclusiones de una matriz filosófica conservadora que postula la imposibilidad de conocer la realidad.
Rosana López Rodriguez
Grupo de Investigación de Literatura Popular – CEICS
Cuando ya pensábamos que la polémica acerca de la nueva narrativa argentina no tenía muchas más novedades para ofrecer, la realidad nos sorprendió con otra vuelta de tuerca. Una película, de estreno reciente en cine, Los crímenes de Oxford, puso nuevamente sobre el tapete la relación entre literatura y política que supo ser el eje de nuestra discusión hasta no hace mucho. Se trata de la última película de Alex de la Iglesia, considerado de culto ya por algunos que quisieron ver en él el continuador de la desmesura bizarra de Almodóvar, aunque tal vez con un sesgo más crítico. Se recordará El día de la bestia y su burla cruel para todo mesianismo y milenarismo; Perdita Durango, una road movie que, en vez de apostar a construcción de una personalidad (en el estilo de la novela de aprendizaje: un recorrido, un camino, un proceso, un punto de llegada en el cual se ha producido una transformación), es más bien una apuesta a la destrucción, o sea, una parodia, una inversión. Más tierna, menos cruel, es Ochocientas balas, otra parodia, esta vez del western: una puesta en escena de la decadencia, no solamente de un género (que supo ser una de las joyas de la corona hollywoodense), sino también de toda una industria. Nadie parece salvarse en La comunidad, ni en El crimen ferpecto: la “condición humana” estaría atravesada por la ambición, el cinismo y el uso y abuso del otro, elementos estos que no están ausentes en sus otras producciones. En esta última entrega, da un paso más, en tanto ha perdido el humor: aunque tal vez parezca un juicio apresurado, da la sensación de que el ingreso de De la Iglesia en el gran mercado del cine parece haberle quitado hasta esa capacidad crítica. Aunque fuera una forma de crítica muy light, que podía preanunciar esta actual postura conformista, precisamente porque su humor no era propositivo, sino cínico, no era constructivo, sino nihilista. Tal vez Alex de la Iglesia esté considerando que no está bien reírse de la mano que da de comer… Ahora bien, ¿qué tiene que ver la última del director español con la narrativa argentina? Que la película está basada en una novela de nuestro compatriota Guillermo Martínez, Crímenes imperceptibles, cuya primera edición data de 2003 y que ya va por la décimoquinta. Premio Planeta en el 20031 , best seller, elogio de colegas y críticos, la novela dio, sin embargo el gran salto con su ingreso en la industria cinematográfica. No obstante esta relación inmediata, la película guarda una relación más profunda con la novela, a la que le hace una justicia, digamos, filosófica.
El crimen imperceptible de Guillermo Martínez
Guillermo Martínez (1962) es doctor en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Buenos Aires, aunque residió dos años en Oxford, Inglaterra, donde realizó sus estudios posdoctorales con beca de CONICET. Además de las tres novelas que hemos mencionado, escribió dos libros de cuentos, La jungla sin bestias (1982, Primer Premio del Certamen Nacional de Cuentos Roberto Arlt) e Infierno grande (1989, Premio del Fondo Nacional de las Artes). Un libro de ensayo que liga sus dos pasiones, la literatura y la matemática fue editado en 2003: Borges y la matemática. Crímenes imperceptibles, considerada por la contratapa de la edición de bolsillo como “un magistral acto de prestidigitación”, enfrenta a un estudiante de Matemática, que ha ido a perfeccionarse a Oxford, con un desafío lógico-epistemológico: guiado por su maestro en Lógica y Matemática Arthur Seldom, el muchacho (que deviene narrador) deberá desentrañar el misterio que rodea a una serie de asesinatos. Las explicaciones posibles oscilan entre dos polos, cuyos extremos se tocan: o es una serie pensada por un asesino que ha planeado todo desde el comienzo y que exhibe sus crímenes como un sutil desafío para mentes privilegiadas, o todo es perfectamente irracional, fuera de toda lógica, y el asesinato no tiene ningún fundamento. Por un momento, incluso, el orden de lo fantástico gana terreno: hasta podría ser un fantasma o un asesinato a distancia, por telepatía. No obstante, la clave del enigma es que todo ha sido una ilusión provocada por el discurso. La palabra de Seldom, las explicaciones verbales excesivas, constituyen una manipulación que aleja al protagonista de la verdad. No por casualidad, en un momento de la historia, Seldom presenta a su alumno al conocido prestidigitador argentino René Lavand, cuya especialidad es más la palabra que la manipulación, o si se quiere, la manipulación con la palabra (debemos recordar que Lavand se ha hecho ilusionista famoso a pesar de tener una sola mano). Como veremos, esta asimilación entre Lavand y Seldom es peligrosa en términos éticos, en tanto que el primero es un artista, mientras el segundo, el encubridor de un asesinato (y parcialmente asesino él mismo). La prestidigitación de la que hace uso Seldom2 tiene como fundamento los discursos de varios filósofos y matemáticos que aparecen en la película y/o en la novela. El más significativo es Ludwig Wittgenstein, el autor del Tractatus Logicus Philosophicus. Allí llega a la conclusión de que siendo el lenguaje el mapa de la realidad, esa realidad tendrá como límites los que el lenguaje le imponga. De allí que según él “una proposición sólo puede decir cómo es una cosa, no lo que es.” (Tractatus § 3.221). Lo que es el mundo, el sentido del mundo, reside fuera de él, no puede expresarse con el lenguaje, sólo puede mostrarse: es místico. La posibilidad de acercarse mejor a esa mística del mundo es entonces, hacer poesía o metafísica. Como las respuestas acerca del mundo no pueden ser expresadas, el Tractatus cierra con la famosa frase: “De lo que no se puede hablar hay que callar.” (Ibid., § 7). El otro, es un matemático: Kurt Gödel, quien publicó en 1931 un trabajo denominado “Sobre Proposiciones Formalmente Indecidibles de Principia Mathemática y Sistemas Análogos”; allí demuestra que ningún sistema consistente puede ser usado para demostrarse a sí mismo. Todo sistema axiomático es en algún punto incompleto o incoherente, es decir, se puede construir una afirmación que no puede demostrarse ni refutarse dentro de ese sistema: el teorema de los enunciados indecidibles o teorema de la incompletitud. Aparecen también Mandelbrot y su paradoja (las figuras que no tienden a infinito, aunque su longitud entre dos puntos es infinita)3 , Fibonacci y los “números combinatorios del azar y los números de la multiplicación de la vida”.4 En el proceso de esta investigación-encubrimiento-descubrimiento que constituye la novela (también la película), aparecen además los aportes de Ockham y su principio de la navaja5 , la teoría del caos o las alas de la mariposa6 y ya sobre el final, la demostración del teorema de Fermat del problema intratable (que no había podido resolverse durante más de 350 años) por parte de Andrew Wiles en 1993, momento en el cual se desarrolla la acción de la novela. Por último, un filósofo que cada vez que aparece en los textos de la nueva narrativa, dice cualquier cosa, menos lo que realmente dijo: Carlos Marx. Seldom dice haber sido “comunista ferviente” en una época y por eso estaba impresionado por una frase de “Contribución a la crítica de la economía política, que decía que la humanidad no se plantea, históricamente, sino aquellas preguntas que puede resolver.”7 Todo este cúmulo de nombres y personajes, incluido Marx, tiene por función dar sustento a la filosofía implícita de la novela: la realidad no puede conocerse, mucho menos actuar sobre ella. Todo es, finalmente, el resultado del azar. A partir de la consideración de Seldom de que entre lo verdadero y lo que es demostrable, existe “una grieta típica e insalvable”, pues los enunciados son indecidibles, los problemas intratables, la mariposa bate sus alas, el caos reina, la vida combina sus realidades azarosamente, la realidad que podemos expresar con el lenguaje está (en el mejor de los casos) incompleta. Callemos, entonces, como proponía Wittgenstein, después de todo esa realidad metafísica es inaprehensible. Este es, sin dudas, el crimen de Martínez, mucho más grave que los que ocurren en la novela.
Tu culpa, mi culpa, nuestra, la de todos…
Sostener que el conocimiento científico es imposible y que cualquier cosa que hagamos podría tener consecuencias incalculables que no podemos prevenir (debemos recordar en este punto que también actuamos por omisión), es mucho más que una postura idealista, es antes bien, nihilismo epistemológico. El conocimiento de los números es abstracción pura, pero no nos ayuda a conocer ni a descifrar el mundo. Los números son teoría vacua, irracional. En Martínez aparece el mismo irracionalismo de la abstracción numérica que hemos señalado en Dos veces junio, de Martín Kohan.8 Otra coincidencia entre ambos es la utilización de citas provenientes del marxismo en un contexto cuya interpretación es completamente diferente. Ya hemos hecho referencia a este recurso en el análisis de Museo de la Revolución. En los dos casos, los clásicos del marxismo son utilizados para demostrar la imposibilidad: de la revolución, en Kohan; del conocimiento, en Martínez. Esa “inconsistencia de la verdad y de las cosas” que elogiara Elsa Drucaroff en su momento, no es, entonces, de ningún modo inocua.9 En la novela, Martínez no expresa ninguna conclusión ética o política. Se limita a exponer la filosofía y ejemplificarla: la realidad no puede predecirse (a lo sumo, conocerse como historia, como orden lógico de lo que ya pasó, a posteriori). El que sacará las consecuencias éticas y, por ende, políticas, será Alex de la Iglesia, que en la escena del descubrimiento final por el protagonista, lo hace concluir, junto con su maestro, que todos somos culpables: él de enamorar a la hija de Seldom; la hija de Seldom, de enamorarse; la abuela, de ser obstáculo de la libertad de la hija de Seldom; Seldom, de encubrir a su hija y fomentar la locura del padre desesperado por la enfermedad mortal de su hijo; los niños que mueren en el accidente, por tener lo que el hijo del padre enloquecido no tiene, etc., etc. Todos son culpables, nadie lo es. Si Martínez se limita a concluir que “el crimen perfecto no es el no descubierto sino el que ofrece otro culpable”, de la Iglesia da un paso más, extrayendo la conclusión lógica de la filosofía de la novela: “el crimen perfecto no es el no descubierto, sino el que demuestra que no existe la culpa”. Esta dilución de la culpa, compartida por autores aparentemente tan disímiles como Kohan y Martínez, es perfectamente coherente con el clima ideológico imperante y constituye la sanción más adecuada del cinismo y del statu quo.
Notas
1 Martínez ya había publicado dos novelas en Planeta: Acerca de Roderer (1992) y La mujer del maestro (1998).
2 Cuyo apellido significa en inglés, ocasionalmente, rara vez, de vez en cuando. Este “puede fallar”al estilo Tu Sam no parece casual como caracterización de un lógico que no cree que el mundo tenga una lógica predecible. Diríamos que su apellido es casi el adelanto del resultado.
3 Martínez, Guillermo; Crímenes imperceptibles, Planeta, 2003. Véase p.176. Significa que la verdad nunca puede ser rodeada definitivamente: “La verdad es irreductible a una serie de aproximaciones humanas.”
4 Ibid, p.159.
5 Seldom dice que los investigadores se guían desafortunadamente por ese principio, pues “en tanto no surjan evidencias físicas en contrario prefieren siempre las hipótesis simples a las más complicadas.” Y eso es un error “no sólo porque la realidad suele ser naturalmente complicada sino, sobre todo, porque si el asesino es realmente inteligente (…) dejará a la vista de todos una explicación simple, una cortina de humo, como un ilusionista en retirada.” (p. 73)
6 Sostiene que si una mariposa bate las alas en un extremo del mundo, al otro lado del planeta, por una serie de encadenamientos azarosos, podría producirse un terremoto.
7 Ibid., p.67.
8 “Todos y ninguno”, en El Aromo, N°30, agosto de 2006.
9 Drucaroff, Elsa, Ñ, edición electrónica del 15-5-2004, “Qué escriben los jóvenes”, http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2004/05/15/u-758951.htm