La Historia es Política
El «fundador» de la historiografía nacional, por ejemplo, fue militar y presidente (Bartolomé Mitre).
Los historiadores tenemos muchas formas de hacer nuestro trabajo. Algunos investigamos en los archivos, y luego comunicamos lo que encontramos a otros historiadores en revistas científicas. Otros también enseñamos cómo estudiar el pasado en las universidades y profesorados, a estudiantes que desean, en la mayoría de los casos, dedicar su vida a llevar la Historia a las escuelas de todo el país. Tampoco tenemos que olvidarnos que ciertos historiadores, algunos con más éxito que otros, hacen que la Historia se divulgue a millones de personas, a través de los medios de comunicación masiva, como la televisión, el cine, los diarios y las revistas.
Finalmente, unos pocos de esos miles de historiadores que hay y hubo en nuestro país asumen cargos en la dirección del Estado. El «fundador» de la historiografía nacional, por ejemplo, fue militar y presidente (Bartolomé Mitre). De hecho, no hace falta ir tan lejos para recordar la renuncia a la vicepresidencia de otro historiador (Chacho Álvarez), cuando el fuego empezaba a quemar las papas y las calles de todo el país, en 2001.
Claro que no todos ocuparon tan altos cargos: la gran mayoría de esos pocos historiadores que influyeron decisivamente en la política argentina lo hicieron desde sus propios puestos de trabajo. Algunos sostuvieron dictaduras, otros promovieron revoluciones y una gran mayoría saludó la democracia, haciendo tareas muy diversas, como investigar, divulgar y enseñar.
Lo que no podemos hacer los historiadores es desconocer, ocultar o negar todo esto. Sobre todo quienes tuvieron un papel protagónico y dirigente en la construcción de la ideología dominante en los últimos treinta años. Es decir, aquellos investigadores y docentes que dedicaron todos sus esfuerzos por construir una historia «democrática», la que en la Argentina de la década de 1980, era una historia alfonsinista.
En ese marco, los investigadores dejaron de estudiar temas fundamentales para comprender nuestra sociedad, remplazándolos por las modas académicas europeas y norteamericanas: la explotación dejó de ser un problema para dejar lugar a la «reciprocidad», la clase dominante se convirtió en «elite» y la lucha de clases en «la cuestión social». La cultura política o el lenguaje remplazaron a la ideología y la centralidad de los procesos electorales a la construcción de hegemonía. El CONICET, universidades y centros de investigación de todo el país dedicaron sus esfuerzos a llevar adelante un programa de investigación que legitimara y sustentara ideológicamente al proyecto socialdemócrata. El Nunca Más, La República Perdida y el Congreso Pedagógico fueron algunas de las principales herramientas ideológicas que nacieron al calor de ese proceso, del que resultó un actor indiscutido el Club de Cultura Socialista, formado por intelectuales de la talla de Juan Carlos Portantiero (que le escribía los discursos a Alfonsín), José Aricó, Beatriz Sarlo, Oscar Terán e… Hilda Sabato. Esta última, en una entrevista reciente (en la revista Ñ), parece haber olvidado no sólo que en los ’70 fue una militante de fuste por la revolución, sino que en los ’80 y ’90 defendió un proyecto político (muy diferente al de su juventud), no sólo de manera consciente y abierta, sino a través de su propia práctica de investigación y enseñanza.
Quienes en los ’90 cursamos su materia en la UBA, tuvimos que deglutir páginas enteras sobre la importancia de la ciudadanía y la historia de las elecciones (nótese las colecciones editadas recientemente por Clarín, que aún divulgan estos temas), en detrimento de la resolución de problemas serios como qué se oculta detrás de la igualdad formal, cuáles son las clases fundamentales de la Argentina y cómo la burguesía argentina construye hegemonía.
Aún recuerdo cuando hace casi diez años Luis Alberto Romero me respondió que la Historia del Movimiento Obrero (dirigida por Alberto J. Plá y editada por el CEAL) ya estaba perimida. Aunque hoy prefieran esconder su programa político bajo los ropajes del «profesionalismo», la generación de Hilda Sabato impuso una historiografía conservadora, que tuvo por objetivo eliminar al marxismo, a la Revolución y a la lucha de clases de las universidades y las escuelas argentinas. Es decir, buscaron hacer lo que hoy le endilgan al gobierno kirchnerista: construir una «memoria colectiva».
Extraña hoy que una militante de su tamaño elija relativizar su propia producción y restringir sus alcances a simple «versión» del pasado, que renuncia a la posibilidad de alcanzar la verdad. Conclusiones que tienen más que ver, antes que con el desarrollo de la historiografía como ciencia, con la derrota política de un proyecto que ni le dio de comer, ni educó ni curó al pueblo argentino.