Sobre la primera megacausa por «reducción a la servidumbre» en la industria de la confección
Muchas son las organizaciones y partidos que plantean la modificación de la ley de trata y el combate contra el “trabajo esclavo” como eje de la lucha en el sector. Sin embargo, el análisis de los juicios existentes muestra que estas figuras carecen de aplicación real.
Por Julia Egan (TES-CEICS)
A fines de 2013, se logró la primera condena por reducción a la servidumbre en la industria de la confección, que involucró a seis talleres ubicados en los barrios de Flores y Parque Avellaneda, propiedad de talleristas de origen boliviano y coreano que empleaban 180 trabajadores. Los allanamientos se realizaron entre los años 2005 y 2007 y pasaron a engrosar la primera “megacausa”. Específicamente, se investigó los delitos contemplados en los artículos 140 del Código Penal, el 117 de la Ley 25.871 de Migraciones y los artículos 35 y 36 de la Ley de Trabajo a Domicilio. El artículo 140 estima las penas correspondientes al delito de reducción a la servidumbre o esclavitud, bajo cualquier modalidad, tanto para el sujeto que ejecute como el que sea beneficiario de dicha acción. Aun partiendo de esta perspectiva, la Justicia no logró aplicar la figura de “reducción a la servidumbre” a todos los trabajadores afectados. Solo se acreditó el delito para dos de los 180 costureros. Para el resto, sólo se sancionó el delito de facilitación de la permanencia de extranjeros de forma irregular en el territorio nacional. La imposibilidad de aplicar esta normativa en la mayoría de los casos no fue producto de la negligencia de los jueces ni de deficiencias en la reglamentación. Como veremos, la única servidumbre a la que están sometidos estos obreros es a la del capital.
El reino de la necesidad
El fallo repasa los testimonios de trabajadores, talleristas, inspectores y otros participantes de los allanamientos y no hace más que confirmar lo que se conoce sobre las condiciones de trabajo en los talleres clandestinos. Pero lo que queda en claro al leer los testimonios de los obreros es que, lejos de haber sido coaccionados por los talleristas para aceptar esas condiciones, se vieron necesitados de aceptar esos empleos.
Los obreros eran reclutados a partir de anuncios radiales (Estación Latina, Splendid de La Paz) o por contactos en común con los talleristas. Algunos ya vivían en Argentina o decidieron viajar aquí en busca de empleo. Todos manifestaron haber aceptado trabajar en los talleres debido a una necesidad económica. Uno de ellos afirma que “vino a la Argentina porque necesitaba dinero y trabajo”. Una mujer que se desempeñaba como cocinera declaró que “decidieron venir a Argentina a trabajar, porque en Bolivia la situación estaba muy mal”.
Lejos de la creencia de que son obligados a vivir allí, el acceso a la vivienda es otro elemento que los trabajadores ponderan para aceptar el trabajo. Tal es el caso de una obrera que comenzó a trabajar porque “como ellos no tenían ni casa ni dinero, les interesó el trabajo”. Otra familia, que fue echada del taller por reclamar por su sueldo y enfrentar el maltrato del dueño, pasó un tiempo trabajando en otro taller pero al agotarse el trabajo por el fin de temporada, quedó en situación de calle.
Otro argumento que suele esgrimirse es el desconocimiento de los trabajadores de las condiciones de trabajo a la hora de aceptar el puesto. Como se describe en el fallo, la jornada laboral variaba, según el taller. Comenzaba entre las 6 y las 8 de la mañana para finalizar entre las 20 y las 23, de lunes a sábados. Los descansos también eran mínimos, de unos quince minutos a media hora, y la alimentación sumamente deficiente. En algunos casos, se contaba con una cocinera que los proveía con algo de carne, fideos, lentejas, papa o arroz. En otros, eran los propios costureros los que debían encargarse de cocinar sus alimentos. En el desayuno y la merienda, solo se contaba con té o mate cocido y pan, dejando fuera de la dieta el consumo de leche, imprescindible para combatir la tuberculosis. A pesar de esto, los obreros que conocían lo que sucedía aceptaban el empleo. Muchos de ellos fueron contactados por sus propios familiares para trabajar allí, como se explicita en la causa: “su esposo se había quedado en Bolivia, pero posteriormente se incorporó a trabajar junto a ella en el mismo taller […] sus dos hijos también trabajaron como ayudantes de costura en el mismo taller, habiendo llegado con anterioridad a ella”. En otros casos, ya existía una experiencia previa en talleres de este tipo: “en un principio trabajó como costurera en un taller […] donde no la había pasado bien, pues no les daban suficiente alimento para ella y su hija”. Otro obrero había comenzado a trabajar en uno de los talleres, junto a su mujer, en 1998. En 2001, retornaron a Bolivia, pero al año siguiente regresaron, luego de que el dueño les pagara 5 mil pesos, y a pesar de continuar en las mismas condiciones de trabajo.
¿Qué ves cuando me ves?
Como mencionamos, la imputación sólo pudo aplicarse en dos de los 180 casos. El delito de reducción a la servidumbre tiene dos aspectos. El primero es el sometimiento, que no es sólo físico (pues una persona privada de su libertad puede no ser un siervo), sino también psíquico. Este implica la ausencia de “libertad de determinación del hombre, aunque se le permita desplegar su arbitrio libremente en reducidos sectores de actividad”. El segundo es la vulnerabilidad, ya que el sujeto que ejerce el delito se aprovecha de determinadas circunstancias de edad, género, económicas, étnicas y/o culturales, que hacen que esas personas tengan dificultades para ejercitar los derechos reconocidos.
En cuanto al primer punto, la “libertad de determinación” se entiende como la capacidad de desplegar la voluntad individual. Efectivamente estos obreros eran “libres” de aceptar esas condiciones de trabajo. Nadie los obligó personalmente porque, en el capitalismo, la coerción no tiene cara, es invisible. No existe la libertad de elección por fuera de las condiciones que imponen las relaciones sociales. El obrero no puede elegir si trabajar o no y, en la mayoría de las circunstancias, ni siquiera puede darse el lujo de optar por uno u otro trabajo. No tiene otra alternativa, puesto que la reproducción de su vida se encuentra atada a la venta de su fuerza de trabajo. Lo que pretende llamarse “sometimiento psíquico” o “sumisión” es, en realidad, expresión de esta opresión.
A la vez, el segundo punto también es consecuencia de la coacción económica del capital sobre la clase obrera. No existe capacidad de ejercicio de los derechos en abstracción del carácter social de los sujetos. No cualquier característica nos coloca en una situación de vulnerabilidad. No es lo mismo ser mujer boliviana, que ser una obrera boliviana. La condición de migrante ilegal o de género puede agravar la opresión. Pero lo que determina que se encuentren en la situación de explotación extrema es su condición obrera, antes que cualquier otra.
Con garantía estatal
Un aspecto, que deja al descubierto el fallo, es la función que cumplió el Estado frente a las condiciones de trabajo que regían en los talleres. Su rol de garante de las extremas condiciones de explotación se verifica en la política de inspecciones. El principal taller investigado siguió funcionando hasta diciembre de 2012, cuando la causa se había originado siete años atrás.
La misma Justicia, como parte del Estado, muestra que está dispuesta a garantizar las condiciones que permiten sostener la acumulación en la rama de la confección, es decir, los altos niveles de explotación que rigen en los talleres clandestinos. Por un lado, las penas para los talleristas –que violaban más de una norma laboral- son irrisorias. Además, se deja afuera a las marcas responsables de la tercerización de la producción, ya que tres de estos talleres confeccionaban para Kosiuko, Montagne y Rusty, entre otras. De hecho, la imputación inicial incluye la violación de la ley de trabajo a domicilio, que luego no es contemplada a la hora de dictar sentencia.
A pesar de estas falencias, el contenido del fallo analizado avanza sobre algunas cuestiones. Por un lado, rechaza las argumentaciones de tipo culturalistas, que aducen que estas serían las formas “típicas” de trabajo de los pueblos descendientes de las culturas del Altiplano.1 Por el otro, se reconoce que se trata de una “política de empresa” que se ejerce de forma consciente y sistemática, pero esto queda reducido al ámbito individual del delito y no se lo relaciona con una forma normal de funcionamiento de ciertas ramas de la economía.
Muchas son las organizaciones y partidos que plantean la modificación de la ley de trata y el combate contra el “trabajo esclavo” como eje de la lucha en el sector. Sin embargo, el análisis de los juicios existentes muestra que estas figuras carecen de aplicación real. Esto es así simplemente porque no se condicen con la realidad. Aunque en las peores circunstancias, los costureros las aceptan de forma voluntaria. Su condición obrera, y específicamente de población sobrante para el capital, los empuja a ello. Aunque las denuncias deben realizarse y la Justicia debe actuar, estas acciones son una salida individualista que, además, deja sin alternativa a los trabajadores que se quedan sin empleo luego de los allanamientos. De lo que se trata es de organizar a los costureros en torno a sus intereses como obreros para luchar por mejorar sus condiciones en lo inmediato. Pero la rama de la confección y el capitalismo argentino no tienen mucho más para ofrecer que estas condiciones laborales, por más leyes que digan lo contrario. Por eso, en lugar de tratarlos como sujetos sumisos, sin voluntad, a los que hay que salvar de la esclavitud, la izquierda debería organizarlos para que no tengan que aceptar nunca más la miseria que les ofrece un patrón.
Notas
1 Así lo indicó el juez Norberto Oyarbide en 2008, en un juicio contra la marca Soho. Véase Página/12, 15/5/2008, disponible en http://goo.gl/tjFAyw.