A propósito de las V Jornadas Interdepartamentos‑escuelas de Historia (Montevideo, de 1995) y del II Seminario Internacional «El nuevo orden mundial a fines del siglo XX. El socialismo como pensamiento y perspectiva.» (Rosario, 19 al 21 de octubre de 1995)
Por Eduardo Sartelli
No se crean que es majadería
que nadie se levante aunque me ría.
Hace rato que vengo lidiando con gentes
que dicen que yo canto cosas indecentes.
Silvio Rodríguez
I. El nombre de la rosa: las falsas disputas del nominalismo historiográfico
El mundo universitario está complicado en tal círculo de relaciones, de intereses y compromisos recíprocos que solamente se critica a espaldas de uno, en charlas de pasillo o en conversaciones telefónicas. Las reseñas son casi siempre aprobatorias, las defensas de tesis idílicas. Las malas pasadas se perpetran fuera de campo. El debate de ideas languidece.
Jacques Le Goff[1]
En los ámbitos académicos se tienen en mucha estima dos palabras que queman cuando se usan: crítica y debate. Pocas veces la teoría se divorcia tanto de la práctica como cuando los intelectuales «académicos» se reúnen «a debatir».[2] Es bien sabido que hace mucho tiempo que en historia no hay debate. Bien sabido es también que las jornadas interdepartamentales no son ámbito propiciatorio y que se limitan a la exposición de fragmentos poco sustanciosos de lo que debiera ser una tarea apasionante. Basta recorrer los títulos de las ponencias para darse cuenta: microinformes de microtemas cuya vinculación con la realidad el ponente se encontraría en dificultades para establecer si algún impertinente preguntara: ¿Y esto para qué sirve?.
Las últimas jornadas Interdepartamentos\escuelas de Historia fueron el compendio de todo lo criticable en el estado actual de la actividad historiográfica: a un conato de rebeldía por parte de José Barrán le siguió la voz pontificadora de Halperín; uno de los profesores que se había animado a hablar en dicho momento se enojó luego conmigo porque critiqué su afirmación de que el carácter excesivamente militante de las historiadoras feministas constituía un obstáculo epistemológico; una panelista con quien compartí mesa defendió a Ramos Mejía como intelectual «progresista» y hubo quien criticó la dureza con la que contesté; un historiador del movimiento obrero me reprochó vivamente por mis críticas a conceptos tales como «obrero limón» o a explicaciones sobre las bases del crecimiento del ERP en la capacidad de Santucho para tomar mate. Esto no es nuevo: en una de las primeras jornadas a las que concurrí, en Rosario, uno de los docentes de Filosofía y Letras me aconsejó, ante mi evidente inexperiencia en estas lides, que era mejor no criticar, «decir lo que uno viene a decir y no pelearse con nadie», total, «para qué si cada uno hace lo que quiere y chau».
La organización misma de las jornadas está pensada para evitar cualquier choque: pululan los «simposios» cerrados, donde se invita a quienes forman parte de la «capilla» propia, de modo que toda discusión se evita puesto que nunca se llevan por delante quienes piensan diferente; las mesas son rejuntes de lo que cae, eternamente superpobladas y sin tiempo para exponer; las ponencias se exigen en tamaños y extensiones absurdas puesto que dado el tiempo de exposición otorgado da lo mismo escribir 30 que 100 páginas; los comentaristas no suelen estar a la altura de los ponentes al tiempo que se desprecia a quienes podrían realizar la tarea con más decoro. Un mínimo de voluntad combativa o por lo menos de «marketing» llevaría a organizar alguna disputa más o menos seria sobre aspectos centrales del trabajo actual.
El empirismo torpe, la ausencia de problemas, la incapacidad para plantear ideas motivadoras, la falta de compromiso político recorre casi todas las ponencias, sin importar la categoría del ponente. No está mal presentar textos que no contengan en sí los grandes problemas de la humanidad, pero al menos deberían tener alguna vinculación con ellos. Resulta muy difícil contextuar las ponencias en algún debate importante (o no, pero por lo menos en alguno!). Se escribe por escribir. Se va a las jornadas por turismo. La ciencia y la política no van.
¿El estado actual de la disciplina es nuevo? No. Hace diez años Hilda Sabato retrataba así la situación:
«Independientemente de temas y enfoques, en general se trata de ponencias estructuradas monográficamente, referidas a problemas puntuales, mejor o peor acotados según los casos. Pero lo que llama la atención de la mayor parte de los trabajos (no de todos ellos, sin duda) es la ausencia de planteos problemáticos y el aislamiento que revelan con respecto al resto de la producción historiográfica actual: no se insertan en polémica alguna, no se introducen como parte de ningún debate, en suma, se contienen a sí mismos.[3]
La ocasión era las VII Jornadas de Historia Económica en el entrañable Rosario de 1985. Preocupada por el presente, Sabato limita su preocupación a la falta de actualidad «historiográfica». Claro que, en aquel momento, la «actualidad» era la «transición democrática», de modo que «nostalgia» equivalía a las actitudes «sesentistas» que Halperín llamaba a olvidar. El «sesentismo» historiográfico se definía como la influencia simultánea de «Anales» y «una combinación heterodoxa de métodos, temáticas y enfoques que reconocía influencia teórica marxista.» Sabato proponía seguir a Halperín y olvidar los «sesenta» en sus dos versiones.
Y bien: su deseo se ha cumplido. Diez años después, en Montevideo, el panorama es casi idéntico en cuanto a la calidad, pero con la menor presencia de producción ligada a «procesistas» y «marxistas ortodoxos». La diferencia es la enorme manifestación de fuerza que puede exhibir hoy esa historiografía que se llamaba a mirar sin «nostalgia»: unificables bajo un rótulo político impreciso pero cómodo, los historiadores socialdemócratas dominan el panorama. Ellos son hijos todos de «la crisis de los paradigmas», de la desaparición de «los grandes relatos» y de la democracia como el fin de la historia. De procedencias diversas, ex marxistas, peronistas, radicales, socialistas juanbejustistas y católicos derechistas, confluyen en el rechazo al marxismo como teoría unificadora de la praxis teórica y política, reemplazada por «un estilo renovado que combina enfoques diferentes».[4] Léase eclecticismo poco preocupado por la coherencia teórica.
El poder institucional acumulado en todos estos años de construcción de «nuevos parámetros para la producción historiográfica» no deja de amilanar a quienes ensayan tímida oposición: Filosofía y Letras, en la UBA y Córdoba son, sin dudas, los bastiones. La única sede que todavía resiste al embate es Rosario. En el resto se dan extrañas combinaciones, con algunos lugares todavía capaces de gestos amables con la oposición. Dominan las publicaciones oficiales, las colecciones de historia más conocidas y algunas revistas particularmente importantes. Aún más, cuasi monopolizan los contactos con el exterior, con la consabida chapa de «legitimidad» internacional que ello suele acarrear.
Pues bien: esa experiencia historiográfica traducida en poder institucionalizado está en bancarrota, tal cual lo demuestra el fracaso en haber construido una práctica renovada luego de diez años de dominio. El fracaso de la historiografía socialdemócrata es el correlato del fracaso de la política socialdemócrata: incapaz de ofrecer algo más que sangre sudor y lágrimas (pero democráticamente, eso sí) el reformismo capitalista del tercer mundo jugó sus cartas al credo que recitaba Alfonsín. Como Botana y Cortés Conde, que juegan su suerte a Cavallo, los historiadores socialdemócratas carecen de la posibilidad de validar mediante la experiencia presente la lectura del pasado que ellos crearon: nadie puede creer en la prédica de una democracia a secas ni en las virtudes del Estado, ni en la eficiencia del keynesianismo sui generis, ni la autonomía de la sociedad civil o de la política. Sólo el enorme poder acumulado y la ausencia de una verdadera alternativa historiográfica hacen posible su prestigio intelectual actual. Han pasado diez años y las mismas críticas que Hilda Sabato hacía antes puede repetirlas hoy, salvo que la propuesta que llamaba a seguir en aquel momento no puede considerarse irresponsable.
Por el contrario, Rosario se ha ganado respeto como lugar donde se habla en serio sobre cosas serias. Precario, con escasos apoyos oficiales, a pulmón, el II Seminario Internacional sirvió para pensar sobre unas cuantas cosas. La calidad de las ponencias fue muy variada, no todo era bueno, quien sabe si la mitad. Sin embargo, el aire que se respiraba era por completo distinto: buena voluntad, preocupaciones genuinas y muy actuales. Debate con cierta abundancia. No faltó quien se enojara porque lo acusé de reproducir ciertos esquemas de pensamiento no muy agradables, pero en general se aceptó de buena gana mucho de lo que en Montevideo hubiera bastado para la crucifixión. Hasta había uruguayos, que en Montevideo escasearon.
Ausencia de reflexión directamente política de la izquierda argentina. Salvo por Zamora, que no es precisamente un intelectual, la izquierda orgánica estuvo más o menos ausente en los debates. Mucha presencia latinoamericana (uruguayos y brasileños sobre todo, pero también mexicanos y cubanos). Sigue faltando, sin embargo, un nivel de discusión más elevado: esquemas que se repiten, problemas que ya pasaron, dependentismo en exceso. Pero es allí, sin duda alguna, donde quienes quieren desarrollar formas de reflexión social y política inteligentes y renovadas encontrarán los estímulos necesarios. Es una prueba de la vitalidad de una de las corrientes «sesentistas» que Halperín llamaba a olvidar: Rosario es hija de Alberto Plá y su grupo, para quienes el marxismo sigue siendo una realidad viva.
II. ¿Por qué estoy tan enojado? ¿Por qué me peleo con todo el mundo?
Sus historias ridículas que tienden a probar que las niñas se preocupan de sus personas por naturaleza, sin dar ninguna importancia al ejemplo diario, están por debajo del desprecio. Y que una pequeña señorita tenga un gusto tan correcto como para desechar la distracción placentera de hacer «oes» simplemente porque percibió que su postura era poco atractiva debe seleccionarse con las anécdotas del cerdito sabio.
Mary Wollstonecraft, Vindicación de los derechos de la Mujer
La precursora del feminismo garroteaba sin piedad nada menos que a Jean Jacques Rousseau. Modelo de acción política y polémica demoledora, su Vindicación debería recordarnos lo que todo gran panfleto enseña acerca del lenguaje científico puesto al servicio de la acción. Debería servir también como modelo de sana indignación, sentimiento tan ausente en nuestra disciplina. He sido acusado muchas veces de panfletario y es hora de explicar por qué. Al finalizar una de las mesas de las jornadas de Montevideo, donde me enteré que el toyotismo «concretito» transforma a las personas en cítricos y el mate acerca masas a la guerrilla, un profesor de Filosofía y Letras, compinche de varias buenas causas, se me arrimó a sugerirme consejos. A sus oídos llegó la noticia de que yo andaba muy enojado. Hay algo que me irrita profundamente en estos días, le contesté: la gente se toma las cosas con una liviandad que recuerda esos períodos de decadencia general en los que ya nada tiene sentido. Lamentable.
Se llega al colmo de repetir todo el tiempo las mismas cosas para ser escuchadas por la misma gente sin mucho interés. Y todo ello cuesta mucho dinero. El aparato montado sobre la institución «historia» se lleva recursos que podrían tener mejores usos. Se afirman barbaridades sin que a nadie se le mueva un pelo. Y si uno se indigna y responde es mirado como quien está fuera de lugar. Pareciera que los historiadores no se dieran cuenta de lo importante de su tarea, como si casi todos hubieran comprado el discurso de la inutilidad de los discursos. Concibo mi pluma, como diría Sartre, como una espada. Mellada, con poco filo, oxidada, pero espada al fin. No como un panqueque. Mucho me temo que la gran panquequera de la historia nos trague a todos. La falta de indignación sólo se entiende por la conciencia generalizada de que todo es una gran farsa.
El mismo amable docente no podía entender por qué yo insistía en pelearme con todo el mundo. Normalmente uno se pelea, si tiene un poco de sana vocación patotera, con algunos con los que ya está peleado por razones extra-científicas (concursos, cargos, puestos, etc.) y nunca critica a quienes «son del palo». La crítica, en lugar de ser un instrumento del avance de la ciencia, se vuelve vocación esquiva y rencorosa. Ser amigo es una cosa, hacer ciencia, otra. No se critica por maldad personal o por falta de respeto. Las ideas no deben respetarse, no están para eso. Al contrario, la irrespetuosidad más descarada es la mejor actitud científica. Las que deben respetarse son las personas, no sus ideas. Por lo tanto, digámoslo de una vez: en la ciencia no hay amigos.
Pero si me peleo y me indigno es porque creo tener conciencia de la importancia de mi tarea. Nos gusta la historia, le decía Gramsci a su hijo, «porque se refiere a hombres vivos y todo lo que está relacionado con los hombres, con todos los hombres posibles, con todos los hombres del mundo.» Suscribo con pasión. Sólo corregiría agregando «y mujeres». Y como Gramsci, me gusta la historia porque es humana, porque pertenece a los seres humanos «en cuanto se unen todos ellos en sociedad y trabajan y luchan y se mejoran a sí mismos.» Es de una ternura apabullante que alguien haya escrito esto estando preso. Es de un hastío lamentable que quienes toman esta tarea como una profesión no la abracen con igual fervor. Porque los historiadores tenemos mucho de que hablar: durante los últimos años, una larga lista de libros se transformaron en «best sellers» superando los 100.000 ejemplares vendidos. Ninguno fue escrito por un historiador. Periodistas mediocres como Luis Majul o Gabriela Cerrutti explicaron mal a la sociedad problemas sobre los que los historiadores podrían ilustrar con mejores resultados. Pero, porque prefieren eludir compromisos o porque siguen atados a premisas que se revelaron falsas, los historiadores hace rato que dejaron de hablar de las cosas de este mundo. No es extraño, entonces, que se ofendan cuando alguien se los recuerda.
Notas
[1]Prólogo a El feudalismo. Un horizonte teórico, de Alain Guerreau, Crítica, Barcelona, 1984
[2]Las razones de este divorcio no se analizarán aquí, donde me limitaré a confrontar dos prácticas intelectuales: Montevideo y Rosario. Parece necesario, dado los tiempos que corren, que los historiadores (y los intelectuales en general) reflexionen un poco acerca de las condiciones materiales en las que se enmarca su tarea hoy. Tratamos este tema en «Notas sobre el modo de producción académico», de próxima aparición. Tampoco se analizarán las características de la línea historiográfica que se critica, reservándonos para un trabajo futuro todavía sin título. Inevitablemente, el presente texto tiene un tono personal, puesto que se trata de una reflexión sobre una experiencia, la mía, pero aspiro a que refleje un sentimiento colectivo: el del hastío frente a una práctica intelectual y la autocomplacencia panglosiana de quienes la realizan.
[3]Sabato, Hilda: «Historia y nostalgia», en Punto de Vista, nro. 25, dic. 1985, p. 29.
[4]Ibid.