Eduardo Sartelli
Este texto es una versión reducida de la ponencia presentada en el II Seminario Internacional «El nuevo orden mundial a fines del siglo XX.», 19 al 21 de octubre de 1995, Rosario, Argentina.
«Estás enferma de frustración y en tu locura no hay acuerdo»
Charly García
¿Cuál es el escenario en el que va a moverse la izquierda en los próximos 10 o 15 años? La respuesta a esta pregunta exige fijar la vista en elementos de largo plazo: el éxito o fracaso de las iniciativas cotidianas depende de una sólida imagen del futuro. A partir de la temática de las ondas largas y la noción de «poder del trabajo» se arriba a la siguiente conclusión: sin revolución alguna a la vista, el propio desarrollo del capital genera buenas perspectivas para el desarrollo de la izquierda.
La curva capitalista y el búho de Minerva
El tema de los ciclos ha hecho correr una cantidad de tinta ya difícil de medir. En principio, nadie aceptaría la idea de un movimiento cíclico mecánico y repetitivo, una mera sucesión de alzas y bajas fáciles de cronometrar. Sin embargo, incluso Mandel, que enfatiza la importancia de los elementos exógenos y, por lo tanto, la no necesaria regularidad de las «ondas», piensa que puede obtenerse un patrón de «22 años promedio».2 No son pocos los que, razonando por analogía creen poder afirmar que nos aproximamos a una onda larga expansiva (si es que no estamos ya en ella). A pesar de las posibles connotaciones apologéticas que pueda tener una aplicación inadecuada de la idea, una teoría del movimiento histórico global del capital permite acoplar la teoría abstracta con la historia concreta. Es por eso que la teoría de las ondas ha suscitado interés en aquellos marxistas más apegados a la historia, como Trotsky.3 Trotsky, en el texto citado, al menos para la traducción castellana, habla de «curva» en lugar de ciclo u onda.
La diferencia no deja de ser importante porque curva no alude a ningún movimiento específico o predeterminado lo que parece más interesante para una teoría del movimiento histórico del capital que retome lo sustancial de la teoría de las ondas largas. Pero para que tal teoría sirva es necesario despojarla de elementos meta-históricos. Por ejemplo: si se abre un proceso de ascenso de la tasa de ganancia no hay duda que, en algún punto, el aumento de composición orgánica la empujará hacia abajo, no hay forma de saber cuándo se invertirá la tendencia aunque resulte bastante obvio que no puede ser eterna.
A la inversa, no hay nada en la historia concreta que asegure que toda baja dará pié a un nuevo ascenso. Bien puede ocurrir la destrucción misma del sistema capitalista. Aunque automáticamente, en medio de la crisis, el capital busca salir del laberinto en que su propia dinámica lo mete, los factores «exógenos» actúan en esta fase con mayor preponderancia que la anterior: hay que derrotar a la clase obrera al mismo tiempo que liquidar buena parte de la cofradía burguesa. Las dos situaciones se mezclan, combinándose de manera explosiva. Si no hay forma de calcular la duración de la fase de alza, la dificultad es mayor en la de baja. ¿Y la evidencia histórica de la «regularidad»? Ilusión estadística. Dados los mecanismos y condiciones que rigen el movimiento histórico del capital, sería en extremo dudoso que existiera un grado mínimo de regularidad. Aunque no podemos demostrarlo aquí creemos que el tema de la regularidad es un falso e inútil problema. Poco puede pedirse a una teoría de las ondas en relación a pronósticos precisos, salvo cuando ya se está saliendo y cuando ya se ha entrado: el búho de Minerva alza vuelo al atardecer.
En la actualidad, la pregunta acuciante es cuáles son las causas de la ausencia de un despegue nítido de la onda larga de ascenso, por qué la «curva capitalista» tiende hoy a moverse con pereza hacia arriba y qué condiciones dejará para el futuro la forma de resolución de esta crisis, si es que ello finalmente ocurre. Entonces, es hora de contestar en qué punto de la curva nos encontramos. Algunas interpretaciones creen poder percibir un movimiento de recuperación y expansión de largo plazo. Sin embargo, otros dudan seriamente de esta posibilidad.4 La recuperación operada en los ’80 sería, al decir de Altvater, «una recuperación malsana».5 No hay, al día de hoy, perspectivas del retorno a la expansión de largo plazo. Aunque algunos de los elementos necesarios para la superación de la onda depresiva están ya presentes, no necesariamente se encadenan de la manera correcta. La liquidación de capitales sobrantes es una realidad pero, ¿se trata de la magnitud adecuada?. No parece: durante la Segunda Guerra Mundial se destruyó por completo el corazón mismo del capitalismo, a excepción de Estados Unidos: Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia, Japón. Y, aunque hoy puede observarse un encadenamiento destructivo en las economías del Tercer Mundo y de los países del Este europeo, no parece que pueda compararse en magnitud a lo sucedido hace 50 años. Los nuevos mercados abiertos con el fin de la guerra no parecen tener comparación con los actuales: ni el este europeo ni la ex-URSS, ni una América Latina pauperizada se pueden comparar con la renovación de la acumulación originaria producida en vastos sectores del Tercer Mundo en los años 50 y 60, en los que millones de campesinos migraron a las ciudades. A lo que se sumó el mercado creado por los países europeos devastados por la guerra. Dudosamente la apertura de China pueda dar lugar a un movimiento semejante.
La revolución tecnológica está presente al menos hace 15 años bajo la forma de la informática. Pero, ¿puede una computadora reemplazar a un automóvil? Mandel lo niega explícitamente. Además de que el nuevo patrón de consumo no está en consonancia con mercados masivos6 y el inmenso potencial de la nueva tecnología no ha entrado en funciones masivamente. Por último, ¿ha sido la clase obrera derrotada en una magnitud comparable a lo que significaron el nazismo, el fascismo, Hiroshima y Nagasaki? Ciertamente, los niveles de desocupación de algunos de los países centrales sorprenden, pero en ninguno de los 3 grandes, Estados Unidos, Alemania y Japón, la situación llega a los niveles de posguerra. Ni en Italia. Es cierto que este proceso avanzó mucho en la periferia europea (sobre todo en España y los países del Este) y el Tercer Mundo, pero no en el núcleo de la acumulación capitalista. El debilitamiento de los sindicatos no es un indicio firme de derrota: en Estados Unidos, los obreros de las nuevas fábricas «japonesas» ya reaccionan ante las novedosas condiciones de trabajo.7 Los obreros alemanes están todavía en mejor situación. En Japón, la desocupación casi no existe.
Los elementos están, es cierto, pero lo que resta es la magnitud. No da la impresión de que la historia haya terminado, que nos hallemos a las puertas de una nueva expansión. Es más, un estancamiento prolongado es el escenario más probable en los próximos años. Se trata de una recuperación «en cámara lenta», una suave pendiente que muy lentamente parece decidirse hacia arriba. O mejor dicho, recuperaciones ficticias seguidas de recaídas reales.
El poder del trabajo y el desencanto posmoderno
El desarrollo del capital es también el de su oponente. Las fuerzas que le dan vida son las que lo matarán tarde o temprano. Es el crecimiento del poder del trabajo, es decir, la apropiación creciente de la naturaleza y la sociedad por la humanidad asalariada. Esto significa que el creciente poder del trabajo obliga al creciente esfuerzo del capital para dominarlo. En este sentido, el capital es la impotencia en el poder y el trabajo es el poder en la impotencia.8 Esta expresión, con toda la fuerza que posee, no deja de ser abstracta. No significa que no tenga un correlato en la realidad o que no puedan medirse sus alcances. El crecimiento del poder del trabajo puede medirse tanto en extensión como en intensidad. Como señala Hobsbawn,
«Durante la mayor parte de la historia conocida, la mayoría de los seres humanos ha vivido de la tierra y sus animales. Esto fue así hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando aún en los países altamente industrializados como Estados Unidos y Alemania, la cuarta parte de la población todavía dependía de la agricultura. Sin embargo, entre 1950 y 1975 esto dejó de ser así en la mayor parte del mundo. En Europa, en las Américas y el mundo islámico occidental -de hecho, en todos lados con excepción del Asia Sudoriental y el Africa Sub-sahariana- los campesinos son ahora una minoría de la población. Y este proceso ocurrió con velocidad dramática. En España y Portugal, en Colombia y México, el porcentaje de campesinos se redujo a la mitad en veinte años; en la República Dominicana, Argelia, Iraq y Jamaica cayó más aún en el mismo período de tiempo.»9
La mercantilización general de la vida a escala planetaria es un hecho que puede seguirse en la evolución de las ventas mundiales de Mc Donalds. Si el planeta es objeto de dominación del capital es porque es ya sólo producto del trabajo (asalariado). Estamos, entonces, en el momento del mayor poder histórico del trabajo (asalariado). ¿Por qué tanta negativa a aceptar el papel central del trabajo en el capitalismo contemporáneo? ¿Por qué hay quienes nos hablan del fin de la sociedad del trabajo, del post-capitalismo, de la sociedad post-industrial? Porque, como señala Ellen Meiksins, el capital se hace invisible por su propia visibilidad.10 Está tan presente que no puede reconocérselo, no hay punto de comparación. Y si el capital lo es todo, entonces, el trabajo lo es todo. Jameson ya había explicado esto cuando señalaba que el fin del paso de sociedades pre-capitalistas al capitalismo, el fin de movimientos visibles de transformación radical (de campesino a obrero, por ejemplo, del campo a la ciudad) era lo que eliminaba de la vista inmediata el proceso histórico.11 Ahora todo se desenvuelve dentro de la misma trama. No resulta extraño entonces la fisicalización de las ciencias sociales: conceptos como «campo», «arena» o «sectores», que en su cuadriculación geométrica y, por ende, estática y ahistórica, eliminan la noción de proceso y la historia misma, son formas para pensar atemporalmente, es decir, conservadoras. Decimos, entonces, que su propia «súper visibilidad» transforma en invisible al trabajo y también al capital, que no es otra cosa que su esencia alienada. Como en un shopping, la omnipresencia de la mercancía pasa desapercibida. Esta aparente desaparición del trabajo traduce su reaparición permanente. Si el poder del capital es la impotencia en el poder, dado que el poder del trabajo es hoy mayor que nunca, la impotencia en el poder es hoy mayor que nunca. ¿Cómo es posible, entonces, la dominación social hoy? ¿Cuál es, entonces, la naturaleza del impresionante poder de esta impotencia en sí misma? Si el trabajo lo domina todo, si el trabajo es la omnipresencia invisible, no se deriva de ello su homogeneidad. La clave de la situación presente es la fractura del trabajo. Fractura a nivel material concreto, fractura a nivel de la conciencia. Porque el máximo poder histórico del trabajo en el plano de la economía se traduce, paradójicamente, en el menor poder histórico del trabajo en el plano de la conciencia. Esta contradicción, inestable como toda contradicción, es la clave de nuestro tiempo. La fractura del trabajo tiene consecuencias de vasto alcance. No resulta extraño entonces la fisicalización de las ciencias sociales: conceptos como «campo», «arena» o «sectores», que en su cuadriculación geométrica y, por ende, estática y ahistórica, eliminan la noción de proceso y la historia misma, son formas para pensar atemporalmente, es decir, conservadoras.
Decimos, entonces, que su propia «súper visibilidad» transforma en invisible al trabajo y también al capital, que no es otra cosa que su esencia alienada. Como en un shopping, la omnipresencia de la mercancía pasa desapercibida. Esta aparente desaparición del trabajo traduce su reaparición permanente. Si el poder del capital es la impotencia en el poder, dado que el poder del trabajo es hoy mayor que nunca, la impotencia en el poder es hoy mayor que nunca. ¿Cómo es posible, entonces, la dominación social hoy? ¿Cuál es, entonces, la naturaleza del impresionante poder de esta impotencia en sí misma? Si el trabajo lo domina todo, si el trabajo es la omnipresencia invisible, no se deriva de ello su homogeneidad. La clave de la situación presente es la fractura del trabajo. Fractura a nivel material concreto, fractura a nivel de la conciencia. Porque el máximo poder histórico del trabajo en el plano de la economía se traduce, paradójicamente, en el menor poder histórico del trabajo en el plano de la conciencia. Esta contradicción, inestable como toda contradicción, es la clave de nuestro tiempo. La fractura del trabajo tiene consecuencias de vasto alcance.
La fractura del trabajo consiste, en el plano material, en la creación de «aliados internos»; en el plano ideológico, en la confusión y el derrotismo. Los «aliados internos» son aquellos sectores de la clase obrera, en general ex pequeña burguesía proletarizada, o trabajadores de «cuello blanco» que, temerosos de la suerte que se avecina a medida que parece desencadenarse un proceso hiperinflacionario o un movimiento masivo de expulsión de trabajadores, se vuelcan decididamente al partido del orden, cerrando filas contra los movimientos anárquicos de los pauperizados. La mejor, pero no la única, manifestación de esta realidad la constituyen los saqueos bajo el alfonsinismo. La crisis ideológica es profunda, tanto en los intelectuales como en las masas. Es falso que estas últimas sean inmunes a hechos como la caída del muro o el fin de la URSS. Si es cierto que los intelectuales de izquierda más activos en los ’60 y ’70 se han «retirado» de posiciones izquierdistas,12 no es menos cierto que el discurso destructivo del liberalismo tiene mayor solidez hoy que en otras épocas.
Como señaló Perry Anderson, durante mucho tiempo personajes como Hayek o Friedman parecían locos sueltos. Hoy lo suyo casi forma parte del sentido común. No se trata sólo de la caída del muro: se trata también de la inconsecuencia de la socialdemocracia puesta a administrar el ajuste capitalista y recibiendo las migajas de la corrupción, del fracaso radical del populismo latinoamericano reconvertido en neoliberalismo fundamentalista, de la derrota «democrática» de las últimas alternativas revolucionarias de los ’70 y ’80 como Salvador y Nicaragua, de la transformación de la misma burocracia sindical en simple burguesía sindical, del virtual empantanamiento de los «nuevos movimientos sociales» cuando no su transformación en aparatos electorales de la derecha. Si los liberales carecen de posibilidades de demostrar que la «utopía de mercado» es la panacea que resuelve todos los males, no es menos cierto que tienen los medios, los argumentos y los ejemplos para desarticular cualquier alternativa. Han cambiado el lenguaje mismo de la política. Es falso que cuando un político o intelectual de izquierda habla pueda dar por sentado que todos entienden. Cualquier profesor universitario lo nota cuando enseña conceptos elementales que suenan extraños a alumnos no carentes de simpatía marxista y/o izquierdista. La sensación del común de la gente es que el horizonte está cerrado, que no hay alternativas. Y no es cierto. Hoy más que nunca cualquier cosa que se parezca siquiera remotamente a algo llamado socialismo es una alternativa válida y seria. Hoy más que nunca el capitalismo construye un mundo insoportable. Y sin embargo, la gente no lo ve. En esto radica la tragedia de la izquierda hoy: el espantoso legado del stalinismo, la socialdemocracia y el populismo consiste en haber eliminado del futuro la palabra socialismo. Y no sólo entre los intelectuales.
Entonces, ¿por qué la curva se niega a ascender en forma firme? Porque no ha podido derrotar al trabajo en forma profunda a nivel global. La noción de «empate», pergeñada por Mandel, se mantiene sustancialmente correcta. Movimientos en apariencia radicales no deben ocultar que, por debajo de la superficie turbulenta, hay cambios que tardan mucho en producirse. La caída del muro y el desmembramiento de la URSS parecía haber abierto el camino hacia una rápida «recapitalización» del este europeo. Hay muchos indicios de que tardará más de lo que se supone. La acumulación y el crecimiento sostenido están trabados en los países centrales y esto tiene que ver con el impresionante poder actual del trabajo. En otros momentos históricos resultaba relativamente fácil derrotar al trabajo: grandes masas campesinas y de pequeña burguesía podían ser buenos aliados. La salida de la crisis se producía por derrotas políticas vastas y violentas. Pero, hoy día Brasil tiene más obreros que el emergente capitalismo ruso en épocas de la Revolución de Octubre. La Revolución Rusa marcó el límite histórico de las posibilidades represivas de la burguesía: si el nazismo o el fascismo fueron una necesidad impuesta por las circunstancias, no hay dudas de que fueron una victoria «a lo Pirro». Todo el arsenal keynesiano estuvo a disposición sólo con la finalidad de calmar las iras del trabajo: el mismo objetivo, otros medios. Pero también fue una victoria «a lo Pirro»: puso en evidencia los límites de la reforma capitalista. Y coloca a la burguesía en la incómoda situación de proponer al trabajo sólo sangre, sudor y lágrimas a cambio de nada. Por esto la enorme cautela con que se desarrollan las políticas de recorte social en los países centrales (e incluso en los no tanto), por esto la apelación a aquellos movimientos políticos que crearon el «monstruo» keynesiano-populista: sólo ellos pueden desarmar lo que ellos mismos crearon. Y son ellos los que deben hacerse cargo en público de la situación que el capital crea en el lugar de trabajo: la desocupación, el aumento de la explotación, la fragilidad del empleo, la nueva pobreza. En esto consiste el problema de la burguesía: cólmo erosionar el poder del trabajo sin provocar la explosión en un mundo sin ilusiones. Como lograr lo que Hitler sin nazismo, lo que Mussolini sin fascismo, lo que Roosevelt sin New Deal, incluso, lo que Perón, sin peronismo. Por primera vez en la historia, la burguesía debe esperar la lenta erosión del poder del trabajo, por primera vez no puede imponer violentamente el desempate. El resultado se refleja en la curva capitalista: a diferencia de otros momentos, en lugar de saltos violentos y prolongados, se impone un camino tortuoso, lento y peligroso. Es este el sentido del momento actual.
La burguesía, la nación, el estado: un repaso de la situación argentina
La globalización del capital es una expresión de la internacionalización de las relaciones productivas. El desarrollo del capital transnacional es, por lo tanto, el de una burguesía (y un proletariado) internacional. Pero este proceso no es más que una de las manifestaciones de la lucha intraburguesa por la resolución de la crisis. Para recuperar la tasa de ganancia el capital busca el aumento de la explotación del trabajo tanto como la concentración y centralización del capital. Es decir, destruir a sus congéneres es un modo de liquidar competidores. La destrucción del capital sobrante a nivel internacional es la verdadera cuestión que se esconde tras la apertura económica.13 En este contexto, aquellos estados cuyas burguesías pueden soportar la presión del capital internacional, se vuelven seriamente proteccionistas. Aquellas que carecen de fuerza suficiente se desintegran como clase: los grupos más poderosos utilizan al estado como instrumento de racionalización concertada entre ellos y el capital extranjero. De tal manera, una nueva división internacional del trabajo va surgiendo a medida que porciones enteras de pequeña, mediana y aún gran burguesía del tercer mundo va desapareciendo. Los grupos mayores, que logran pactar, por lo general se recluyen en aquellos ámbitos que escapan a la competencia extranjera, sobre todo en el sector servicios: la guerra por las privatizaciones. El estado deja de ser «nacional», en tanto aparato de guerra, control y administración de una clase burguesa, para transformarse en el articulador de la nueva convivencia creada, reflejando, por lo general, el inmenso poder de los nuevos dueños extranjeros. Al mismo tiempo, la magnitud de los capitales en juego coloca a los estados en una posición completamente subordinada respecto del capital, que no necesita intervenir directamente. Una serie de presiones sutiles bastarán para que se entienda el sentido necesario de la política. Este fenómeno, en el que estados enteros bailan al compás de cuatro o cinco grupos económicos no es nuevo, pero lo que impresiona es la diferencia cuantitativa: siempre existieron repúblicas bananeras, lo novedoso es que economías como las de México, Argentina o Brasil sean las nuevas Guatemala, Bolivia o Nicaragua.
Sustentadas en victorias sangrientas, las burguesías que logran sobrevivir se arrinconan tras lo que podríamos denominar «democracias acorazadas». Estas se fundan en profundas derrotas de la clase obrera, en su desarticulación y desarme material y moral. En estas condiciones la burguesía reina sin problemas serios, su estado se «democratiza» y aparece ante las masas como el resultado de su propia elección. En ausencia de organización popular los gobiernos «democráticos» cometen mayores atropellos que cualquier dictadura: mueren más niños por desnutrición en un año en la Argentina que todos los desaparecidos durante los siete años del proceso militar. Incapaces de ofrecer un desafío serio, los obreros responden desarticuladamente, constituyendo a sus circunstanciales dirigentes en blanco fácil de la represión. Los saqueos de la etapa alfonsinista, los varios «santiagazos» provinciales y las grandes huelgas de la era democrática, dejaron el tendal de obreros muertos y dirigentes detenidos y procesados: desde el niño liquidado por un escopetazo frente a un supermercado en 1989, hasta la muerte de Víctor Choque o los procesos a centenares de militantes sindicales, esta democracia muestra en qué consiste la «soberanía popular».
En la periferia, la tarea política de la recuperación ya fue realizada con todo éxito. Pero, la tarea económica ofrece sus complicaciones. Como ha señalado Astarita, el ciclo argentino sigue estrechamente el ciclo mundial.14 La recuperación que corresponde al Plan Cavallo, para repetir a Altvater, también es «malsana». No obstante, algunos progresos necesarios en el plano de la economía han sido realizados: desocupación (es decir, aumento del tamaño del ejército industrial de reserva), caída del salario (o sea, aumento de la tasa de explotación), cierre de empresas (concentración y centralización del capital), adecuación a las condiciones del mercado mundial (aumento de la plusvalía relativa), etc. Ahora bien, nada de esto alcanza porque el elemento central, la recuperación capitalista que debe operarse en el núcleo no se produce. No va a darse ningún tipo de despegue duradero en la periferia si no se da primero en el centro del sistema mundial. Los éxitos de la política burguesa antiobrera en la periferia, que permiten pensar en una recuperación sostenida a largo plazo, se hallan trabados por la resistencia del trabajo en el centro.
Por otro lado, las tendencias suicidas de los grupos locales se manifiestan en la forma de defenderse de la avanzada del capital extranjero: cuando no se trata de asociaciones, se trata lisa y llanamente de venta de activos y financiarización. Los grupos que sobreviven en actividades productivas son minoría e incluso ellos guardan buena parte de sus capitales en actividades monopolizadas o subsidiadas. De tal manera, la política económica tiende a crear nichos en los que se refugian los grandes grupos locales, a costa de elevar los costos de los sectores productivos. La lógica del capital de efectuar transferencias de valor automáticas (por su propio movimiento) hacia los sectores de mayor composición orgánica y, por ende, premiar la innovación productiva, se ve invertida por la política del gobierno favorable a premiar a los sectores monopolizables, de baja composición orgánica. Los sectores competitivos se ven obligados a recuperar plusvalía vía mayor explotación del trabajo, aún a costa de achicar el mercado. La contradicción sólo se salva a medias con los subsidios a la exportación que a su vez crean problemas para financiar al Estado y pagar la deuda. En tales condiciones, no puede afianzarse un sector exportador competitivo aunque la composición orgánica aumente y los salarios bajen, haciendo más difícil la reinserción productiva en el mercado mundial. En esas condiciones, los excedentes de los sectores privilegiados toman rápidamente un aspecto financiero, generando consumos volátiles, no sustentados en producción creciente. Se suma a esto la extracción de plusvalía vía deuda. De esta manera, el impresionante aumento de la tasa de explotación no está siendo aprovechado por el capital local o extranjero en la creación de las condiciones de producción de más valor. El carácter potencialmente explosivo de la economía argentina radica en que exige un sacrificio gigantesco a las masas para nada.
¿Qué significa todo esto de cara a la clase obrera? El proceso vivido por la economía argentina desde los ’70 ha modificado profundamente su fisonomía, sus condiciones de vida, su conciencia y sus comportamientos políticos. En primer lugar, la clase obrera no ha dejado de crecer en sus activos materiales: hoy hay más obreros que hace ’20 años.15 Esta afirmación puede sorprender a quienes creen que sólo es obrero quien viste un overall azul, está parado frente a una máquina y marcha los 1ros. de Mayo cantando la Internacional. Una definición correcta sólo puede partir de considerar las relaciones en las que el individuo se halla metido: obrero es todo aquel que carece de medios de producción y de vida. En consecuencia, todos los que están en esta situación se ven obligados a relacionarse permanentemente con el capital («un obrero es un esclavo que debe buscar su amo»16) y dependerá de la situación que éste los reciba o no. Pero un desocupado, aún en condiciones de pauperización y desempleo sostenido, no deja de ser obrero. Lo mismo que los mal llamados «cuentapropistas», por lo general asalariados a destajo de empresas informales de comercialización clandestinas. Constituye un grave error el reproducir categorías como «marginalidad» o «expulsados del proceso productivo». Ellas parecen decir que el «marginal», el «expulsado», ya no cuentan en la sociedad capitalista, han pasado a la categoría de «población no incorporada». Sin embargo, el capital los cuenta como un triunfo propio: ellos constituyen en su mayoría el ejército industrial de reserva, es decir, aquella fracción de la clase obrera que actúa como bolsón de mano de obra barata y como policía interna de las pretensiones asalariadas. Contribuye tanto a ofrecer mano de obra barata como a presionar sobre los obreros ocupados obligándolos a reducir sus pretensiones salariales y abandonar conquistas históricas. Están plenamente integrados al sistema, tan integrados que no podría funcionar si ellos no existieran, tan integrados que funciona mejor cuando existen que cuando no.
En la actualidad, en Argentina, la clase obrera se enfrenta a novedades radicales: 1. un proceso de heterogeneidad y fractura interna creciente; 2. un crecimiento del ejército industrial de reserva en magnitudes históricamente novedosas; 3. la precarización en avance de la situación laboral; 4. la pérdida de sus instituciones organizativas o su reducción a la pasividad absoluta; 5. la crisis ideológica más profunda que se recuerda en décadas.
La primera de las novedades tiene consecuencias notables para el conjunto de la clase, originadas todas en que no puede ya suponerse la solidaridad automática de las conductas obreras. Las condiciones para un retorno de lo material a la conciencia, el paso de la clase en sí a la clase para sí, se dificultan enormemente. La segunda constituye un elemento de contención de la acción obrera: cualquier obrero ocupado sabe que puede dejar de serlo en cualquier momento. Todos los problemas que habitaban el corazón de los obreros en los últimos 50 años (salarios, jornada laboral, condiciones laborales, obras sociales, etc.) han pasado a segundo plano frente al problema de la desocupación. La competencia entre los obreros pasa a primer plano y elimina casi toda posibilidad de acción de conjunto. La tercera cuestión brota de las condiciones creadas por la burguesía a partir de los primeros dos hechos (fractura y desocupación) y al mismo tiempo tiende a agravarla en la medida que impulsa al máximo el potencial disruptor en la constitución de la clase obrera como colectivo conciente y unificado, al aceitar los mecanismos por los cuales la burguesía individualiza al trabajador y lo torna un átomo del mercado de trabajo. La cuarta novedad es también como la anterior, una expresión de la nueva relación de fuerzas establecida por la burguesía argentina desde los años ’70, al mismo tiempo que tiende a agravar las nuevas condiciones. La desaparición virtual del sindicalismo combativo, la transformación de la burocracia sindical en mera «burguesía» sindical, la decadencia de las obras sociales, etc., etc., refuerzan la competencia individual y reducen la capacidad de acción concertada. Se acabaron las épocas en las que la burocracia podía paralizar el país, no sólo por el descenso de los activos reales de los sindicatos, sino por el desprestigio enorme que ella tiene a los ojos de la población en general. Y ese desprestigio tiene que ver tanto con los negociados, fraudes y traiciones a los que nos tiene acostumbrados como con que para muchos sectores de la clase obrera los sindicatos molestan a quienes pueden adaptarse a un contexto desregulado. La última novedad es la más radical de todas: no se trata sólo de una crisis de conciencia, se trata del fin de la identidad que acompañó por décadas a la clase, el peronismo.
Donde mejor se ven estas novedades es en la experiencia histórica más extraña de la Argentina contemporánea, los saqueos de final del alfonsinismo. La situación era inédita en tanto la clase obrera argentina tiene una larga historia como mano de obra ocupada que se manifiesta en la ideología de la «dignidad del trabajador». Las grandes huelgas de los ’60 y ’70, las movilizaciones y los «azos» excluían el saqueo. Lo inédito de la situación ilustra sobre todo lo que decimos sobre las «novedades»: la desocupación, la desorganización, la caída de las condiciones de vida y, sobre todo, la enorme fractura que impide la auto-visualización de la clase como un fenómeno unitario. Y aunque los límites de este texto lo impiden, el análisis de las movilizaciones de la clase obrera de los ’80 y los ’90 mostraría los mismos elementos, las mismas contradicciones.
Pareciera que el resultado de este análisis concluye en un derrotismo profundo. Sin embargo, el objetivo es remarcar las características contradictorias de la nueva situación. Las mismas «novedades» operan en otros sentidos que son alentadores para las fuerzas de izquierda: si bien la fractura de la clase obrera provoca la tendencia al quiebre de la solidaridad de clase, la existencia del ejército industrial de reserva pone en cuestión la seguridad laboral de todos los obreros, colocando, tarde o temprano, el problema de la desocupación en el horizonte del conjunto de la clase, renaciendo entonces los elementos que apuntan a su unidad. Lo mismo sucede con la flexibilidad laboral: la inestabilidad se extiende al conjunto de los obreros, ocupados o no. A corto o largo plazo, estos factores, que ponen en cuestión la totalidad de la vida obrera, llevan a recolocar la unidad de la clase de cara a las nuevas condiciones.
El dato más importante, el de la crisis ideológica, es también una oportunidad única: la conciencia de la clase obrera es hoy una herencia vacante. La desaparición del peronismo es el dato histórico político más relevante. Hay ya tres generaciones obreras que no han tenido experiencia alguna con el peronismo y si la han tenido ha sido pésima. Pero sobre todo, las condiciones objetivas que le dieron vida no existen más y dudosamente podrán retornar a corto plazo. El triunfo del alfonsinismo ya señalaba cambios en la conciencia que se manifestaron con mayor fuerza en el crecimiento de las alternativas efímeras que significaron el MAS y el MODIN. La forma en que las solidaridades políticas se trasvasaron entre uno y otro y la manera más duradera en la que Duhalde los ha capturado en su red de «asistencia» social, muestran la vacancia que señalábamos. Mientras haya estabilidad y los estados provinciales tengan un mínimo de recursos para crear redes de contención (en general construidas con muy poco dinero) la «paz social» y el triunfo de opciones políticas conservadoras será casi un hecho, como en Buenos Aires y Santa Fe. Pero esto significa que una buena parte de la población vive al filo de sus condiciones de existencia. Esto explica el nivel explosivo que tiene la situación: experiencias como Santiago del Estero, Tierra del Fuego, Río Negro, Jujuy o Córdoba muestran lo rápido y violento de las acciones obreras que rápidamente se manifiestan como ataques a los símbolos del poder estatal, enfrentamientos con la policía, incendio de municipalidades, ataque a sedes de partidos políticos y las residencias de los responsables de la gestión atacada, etc., etc.. Pero también los triunfos electorales posteriores a hechos de violencia notables, obtenidos por los mismos que habían sido objeto de las iras populares, demuestran que la erupción tiene un carácter efímero y de corto plazo y que buena parte de los obreros son lisa y llanamente expulsados del sistema político.
No llores por mí: la larga marcha de la izquierda argentina
¿Qué posibilidades cierra y abre al mismo tiempo esta situación harto contradictoria? Lleva a la izquierda a fluctuar permanentemente entre dos extremos: en épocas de crisis y explosión social o cuando algún movimiento crea fuertes expectativas de desarrollo no falta quien imagine la inminencia de la revolución, mientras que cuando se produce el reflujo la pasividad más absoluta es predicada como la única posibilidad. La trayectoria del MAS ejemplifica claramente este comportamiento, pero no es el único. Agrupaciones como Patria Libre, Quebracho o el MST confunden la lucha política con la lucha cuerpo a cuerpo, haciéndose blanco fácil de la represión estatal y prestándose a las maniobras distractivas del gobierno (cuya manifestación más patética fue el episodio lamentable protagonizado por el MTP) mientras otras como la Liga Marxista o el PTS proclaman la necesidad de la abstención electoral, borrándose en la práctica de la lucha política. Tal vez la actitud ambivalente del Partido Obrero le permite evitar las fluctuaciones violentas pero crea no pocos problemas a la hora de confrontar las palabras con la realidad. Otras agrupaciones directamente abandonan el campo de la izquierda y se refugian en opciones oportunistas tras candidatos a los que se imagina con posibilidades, como el PC o el PTP.
Todas estas actitudes han tenido modestos éxitos a corto plazo, pero se muestran incapaces para lograr un crecimiento sostenido a largo plazo de las orientaciones de izquierda. Y esto tiene que ver con que no hay una estrategia de largo plazo adaptada a las nuevas condiciones. La izquierda se enfrenta a una oportunidad histórica: luego de 60 años de reformismo fracasado el capitalismo no puede ocultar que se vea lo que siempre fue y lo que la izquierda siempre dijo que era. Pero esto no puede imaginarse como un proceso inmediato ni de corto plazo. Por eso la izquierda debe: 1. afinar su discurso en torno a la realidad concreta eludiendo debates absurdos no planteados por la realidad sino utilizados como instrumentos de rencillas familiares: la desocupación, la miseria, el hambre, la desarticulación de las obras sociales, la destrucción de la educación y la salud, los negociados en torno a las jubilaciones y AFJP son más importantes que debates metafísicos como el teorema de Morishima o las masacres de Bosnia; 2. propender a la unidad de acción de las agrupaciones de izquierda, lograda a partir de mecanismos democráticos como congresos abiertos y conferencias; 3. eludir las tentaciones simultáneas del electoralismo y la abstención; 4. enfatizar en las tareas que implican una construcción de largo plazo, como la recuperación de sindicatos, la organización de agrupaciones de desocupados, la desarticulación de las redes asistenciales estatales, la difusión del discurso socialista en las masas mediante una intensa y persistente tarea cultural; 5. la capacitación de los militantes, priorizando la dotación de instrumentos de análisis a la memorización de latiguillos para ganar asambleas; 6. vacunar a la militancia contra la desilusión, evitando proclamar la inminencia de la catástrofe, acostumbrando a los compañeros a prepararse para un largo período de fracasos en medio de convulsiones permanentes que parecieran anunciar sucesos mayores; 7. incorporar definitivamente y desarrollar políticas consecuentes en torno a aspectos del desarrollo capitalista que la izquierda suele despreciar, como el feminismo, las opciones sexuales y la ecología; 8. la gestación de ámbitos de discusión de temáticas que enriquezcan la cultura de la izquierda mediante la incorporación de temáticas y formas de acción nuevas y la rediscusión de las viejas.
En su mayoría, las agrupaciones de izquierda lanzan a la militancia a acciones permanentes que luego, dadas las características de la coyuntura, carecen de la proyección que se imaginaba. El resultado suele ser la desilusión, que es más profunda cuanto más importante fue la expectativa creada. Las tareas de largo plazo, menos coyunturales, menos atractivas y cuyos logros son menos fáciles de mensurar, se dejan de lado. De esta manera, se hace poco por preparar a la militancia para el futuro que nos espera: la larga marcha a través de la crisis y la incertidumbre.
Apéndice (julio de 1997): La reconstitución del «partido del caos»
A dos años de escrito, es lícito plantearse un balance de las ideas vertidas en el texto. En principio, las orientaciones de izquierda han seguido más o menos en sus planteos originales, con el agravante de que algunas, como el Partido Obrero, han pasado a suponer la existencia de una situación «pre-revolucionaria» amparándose en los sucesos más impactantes de los últimos dos años. El devenir de los acontecimientos parece habernos dado la razón en cuanto a la evolución de la economía: escrito en pleno auge del Plan Cavallo, suponíamos la posibilidad de una recaída en la crisis producto del carácter «malsano» de la recuperación producida por la política del ahora «opositor» y de la inestabilidad de la economía a nivel mundial. El «tequila», simple manifestación de esa inestabilidad (y no su causa, como los propagandistas del capitalismo pretenden hacernos creer), impactó a la Argentina con más fuerza que a otros países por el carácter más vulnerable de su economía. Sin embargo, justo es reconocer que la estabilidad salió indemne de esa crisis y que, por lo tanto, aquellos elementos que suponíamos entonces se comenzaban a desarrollar aumentando la competitividad del capital local, se desenvolvieron con más fuerza de la que esperábamos: aunque el núcleo del problema sigue estando en el nivel inadecuado de las exportaciones, no se puede negar que el dinamismo de la economía argentina es mayor al esperado. A nivel internacional la situación parece caracterizarse ahora por un auge de la economía norteamericana que no es, sin embargo, acompañado claramente por el resto del mundo. Los problemas financieros en Japón y las dificultades del marco para imponerse (bajo la forma del «euro») en Europa, muestran que esta puede ser otra «recuperación malsana» y que nuevas recaídas pueden hacerse presente (como temen los analistas con los «récords» en Wall Street). La situación dista de estar clara. Pero lo importante es que mientras la «curva» se niegue a ascender decididamente, no se abrirá ningún escenario «eufórico» para el capitalismo.
Peor: aún cuando lo hiciera, sucesos como los cortes de ruta no son creados por «la incapacidad del capitalismo de desarrollar las fuerzas productivas». Todo lo contrario: son creados por su propio desarrollo. La crisis presupone el desarrollo de las fuerzas productivas (si no, ¿contra qué chocan las relaciones de producción existentes?). La explicación de que el capitalismo está sostenido sólo por la intervención del Estado desde que Lenin y Trotsky predijeron su fin, es una falacia que sólo pueden creer los ilusos: la actividad del Estado se sostiene con los recursos que extrae de la misma economía capitalista y, por lo tanto, no puede hacer otra cosa que acompañar su evolución. La creencia en un ente metafísico por fuera de la economía capitalista no sólo es algo que avergonzaría a todo buen marxista (incluidos Lenin y Trotsky, por supuesto) sino que reproduce textualmente el credo central de la ideología burguesa: el estado es externo y tiene capacidad de acción independiente. Cuando la burguesía desea apartarlo de negocios rentables, los liberales sostienen el carácter nefasto de la intervención estatal. Cuando necesita ser auxiliada y protegida de y en la crisis, los keynesianos sostienen la capacidad y la necesidad de tal intervención. Curiosamente, la izquierda revolucionaria viene a coincidir teóricamente a derecha con la economía neoclásica y a izquierda con el reformismo socialdemócrata sin salirse nunca de la economía política vulgar. Porque no puede aceptar que ninguna crisis capitalista carece de salida, la izquierda «catastrofista» vive pendiente de cualquier acontecimiento que desencadene la «insurrección general». Inversamente, como tal cosa no ocurre, la izquierda «derrotista» supone que no pasa nada.
Sin embargo, de los saqueos para acá se han producido cambios muy importantes: los saqueos afectaron al corazón del capitalismo argentino mostrando las consecuencias de su propio desarrollo. Pero fueron sólo manifestaciones anárquicas y desesperadas. El «santiagueñazo» implicó ya, aún con su aspecto de «jacquerie» un avance en tanto atacó directamente los símbolos del poder político. Pero no alcanzó a estructurarse políticamente: el santiagueñazo no es el cordobazo de los `90 ni siquiera en términos metafóricos. Sin embargo, es cierto que, metafóricamente al menos, en Cutral-có hubo una «revolución». No sólo se trata de acción por fuera de los marcos políticos burgueses: existe un rechazo explícito al credo burgués de la ganancia como presupuesto de todo gasto social y de la competitividad como preocupación prioritaria. Todos los cortes de ruta están expresando abierta y directamente la preeminencia de la necesidad social frente al lucro individual: «quiero que la sociedad se haga cargo de mi problema ya y no me importa si da ganancias o no» parece ser el mensaje de los «fogoneros». Pero además es revolucionario por la forma: las asambleas populares son soviets en potencia. La democracia directa cuestiona la falacia representativa; la acción directa expresa la inmediatez de la respuesta exigida. Mirando el panorama desde la perspectiva histórica podría decirse que hay un salto cualitativo y un retraso cuantitativo: los saqueos anárquicos son reemplazados por organizaciones de desocupados, en lugar de «jacquerie», asambleas populares; pero Cutral-có y Tartagal no son el conurbano de las grandes ciudades del litoral. Lo que queda claro es que hay un proceso (que no podemos examinar aquí) de reorganización lenta del «partido del caos» y en pocos casos, su estado mayor está ocupado por peronistas de viejo o nuevo cuño. La izquierda mal o bien ha ido ganando cierto peso. Si sabe sacar las lecciones del momento, sus posibilidades permanecerán intactas. Aún cuando el capitalismo supere esta crisis, el escenario social que diseña para las próximas décadas se presta, como hace cien años, para la crítica de la izquierda. Pero, mientras viva atascada en la ilusión de la revolución a la mañana siguiente o del derrotismo permanente la historia volverá a pasar por otro lado.
Notas
2Mandel, Ernest: Long Waves of Capitalist Development. A Marxist Interpretation, Verso, Londres, 1995 (Revised Edition), p. 100. Aunque Mandel no adhería a concepciones mecanicistas, su «onda» conserva (aunque en forma más diluida que el «ciclo») la idea de cierta regularidad y necesidad, lo que lleva a pensar que si puede «calcularse» la onda, puede «predecirse». Es más, uno de los logros teóricos y políticos de los que Mandel solía jactarse era el haber «predicho» el inicio de la onda depresiva en la que nos encontramos.
3Trotsky, L.: «La curva del desarrollo capitalista», en : Los ciclos económicos largos, Akal, Madrid, 1979.
4Mandel, op. cit, cap. 6. Las mismas dudas se presentan en otros textos como Durand, Maxime: «A dónde va la crisis?», en Cuadernos del Sur, nro. 14, oct. 1992 y Albarracín, Jesús y Pedro Montes: «El capital en su laberinto», en Cuadernos del Sur, nro. 16, oct. 1993.
5Altvater, Elmar: «Una recuperación malsana», en Cuadernos del Sur, nro. 1, nov. 1984.
6Mandel, op. cit., cap. 6, y Durand, op. cit.
7Véase por ejemplo, la huelga en las 26 fábricas de General Motors en Flint, en demanda de reducción de los tiempos de trabajo. Downs, Peter: «Striking Against Overtime», en Against the Current, ene-feb de 1995.
8Véase el análisis de Holloway, John: «Se abre el abismo. Surgimiento y caída del keynesianismo», en Marxismo, Estado y Capital, Bs. As., Tierra del Fuego, 1994.
9Hobsbawn, Eric: «The Crisis of Today’s Ideologies», en New Left Review, nro. 192, marzo 1992.
10Meiksins Wood, Ellen: «What is the «Postmodern» Agenda?», en Monthly Review, nro. 3, julio 1995.
11Jameson, Frederic: Ensayos sobre el Postmodernismo, Imago Mundi, Bs. As., 1991.
12Petras, James: «Los intelectuales en retirada», en Nueva Sociedad, nro. 107, mayo 1990.
13El mismo movimiento del capital es también una agresión a los trabajadores: cuando Volkswagen compra Skoda o Seat su simpatía por los obreros checos o españoles radica en que son más baratos que los alemanes, quienes algún día deberán pensar seriamente en ello. Véase Maryam Keller, Choque!, Vergara, Bs. As., 1994.
14Astarita, Rolando: «Plan Cavallo y ciclo de acumulación», en Cuadernos del Sur, nro. 16, oct. 1993.
15Véase Iñigo Carrera, Nicolás, Jorge Podestá y Fabián Fernández: «Los grupos sociales fundamentales en la Argentina. La situación del proletariado» en Razón y Revolución, nro. 2, primavera de 1996.
16Marx, C.: Trabajo asalariado y capital, 1984.