“Democracia, en nuestro país y en el mundo que
estamos viviendo, es un desgarrado llamado a la
tolerancia y a la convivencia con lo diferente.”
Hugo Urquijo1
Por Rosana López Rodríguez – En la sala Casacuberta del Teatro General San Martín se está representando Democracia, de Michael Frayn, dramaturgo y novelista inglés de quien ya hemos reseñado en estas páginas Copenhague.2 Esta vez, la historia que se cuenta tiene como eje el ascenso y la caída de Willy Brandt, Canciller de Alemania Federal por el Partido Social Demócrata durante el período 1969-75. Brandt era, en realidad, un nom de guerre, uno de los varios que usó Herbert Karl Frahm (1913-1992) desde el inicio de la persecución nazi en Europa. Se refugió en Noruega cuando Hitler llegó al poder y durante la Segunda Guerra, después de la invasión alemana, pasó a Suecia. Al finalizar el conflicto, regresó a Alemania y recuperó su nacionalidad. Fue alcalde de Berlín oeste desde 1957 y enfrentó la crisis que supuso la construcción del muro de Berlín en 1961. En 1964 se convirtió en presidente del PSD y cinco años después fue elegido Canciller, gracias a una alianza con los liberales. La obra de Frayn comienza precisamente en 1969, cuando Brandt asume su cargo.
El estadista, tal cual se lo ve en la obra, tiene un objetivo principal: reducir las tensiones en Europa Central a través de un acercamiento con los países comunistas y, en particular, el reconocimiento mutuo entre las dos Alemanias. Pero el poder obtenido por medio de la coalición, otra vez, tal como se muestra en la obra, se revela inestable. Los demócrata-cristianos le niegan su apoyo en la cámara mientras los liberales juegan su propio juego; el segundo de su partido, Helmut Schmidt, peca de ambición mal disimulada; Herbert Wehner, “su hombre en el parlamento”, es un ex PC que no dudará en traicionarlo. En una cuerda menor, pero con la misma lógica, Ulrich Bauhaus, su ayudante personal, será quien entregue parte de los testimonios que definirán la caída de Brandt. Todos desconfían de la política de acercamiento hacia el Este.
Al otro lado del muro, Markus Wolf (Mischa), el jefe de inteligencia de Alemania oriental, tiene interés por saber cuáles son los pasos que Brandt dará en este sentido. Para ello designa a un espía, Günter Guillaume, quien, controlado por Arno Kretschmann, será el encargado de conseguir al gobierno del Este tanto datos personales como políticos. Guillaume, en trece años, pasa de simple empleado administrativo (que se ocupa de sacar fotocopias) a ser una figura imprescindible en la vida de Brandt, el que lo acompaña noche y día, durante sus campañas y sus intervenciones, en sus vacaciones y en su vida privada. En ese proceso, Guillaume, que se infiltra en un gobierno con el cual no acuerda, termina identificándose con Brandt y apoyando sus ideas. En uno de los episodios en la intimidad, Brandt cuenta a Guillaume que podría haber sido espía, en especial porque habiendo mutado su nombre debió olvidar al que fue en su pasado. Reconoce haber cambiado y que su radicalización ya no es la de antes. Guillaume, por su parte, llega a dudar: ¿será efectivamente Brandt un espía? Tanto el espectador como el mismo Guillaume se darán cuenta de que ambos tienen muchas cosas en común: son figuras dobles y, por lo tanto, ambiguas en su duplicidad. A mitad de la obra, Guillaume se descubre sirviendo a dos amos y pretendiendo ser fiel a ambos, pues también se ha desplazado políticamente. Ahora considera que el acercamiento y la unificación con Alemania Occidental es la mejor política.
El personaje de Brandt es representado con todas sus debilidades, las políticas y las privadas. Con relación a las primeras, debe enfrentar las acusaciones de demagogia y falta de decisión, pues varias veces a lo largo de la obra los demás personajes le exigen “mano dura”. Amado por el pueblo, a uno y otro lado del muro, también atraviesa crisis personales producto de su afición a la bebida, unida a un componente “depresivo”. Mujeriego, con sentido del humor, debe sostener un gobierno con personajes corruptos que le reprochan, sin embargo, que esa corrupción sostiene las mayorías parlamentarias necesarias a su política y se burlan de su slogan favorito: “profundizar la democracia”. Estos personajes ambivalentes son los protagonistas de la obra, casi hechos a la medida de sus notables intérpretes, Rodolfo Bebán (Brandt) y Alberto Segado (Guillaume).
Las bases filosóficas de una teoría política
En Copenhague, Frayn desarrollaba las bases generales de su filosofía política: la realidad no puede conocerse. Si Heisenberg demostraba los límites del conocimiento en la física atómica, Frayn encontraba esos límites en el “alma” humana. En Democracia, Frayn extiende esos principios a la filosofía política: el “gobierno del pueblo” presupone compatibilizar intereses personales opuestos entre actores prestos tanto al apoyo como a la traición. No hay intereses de clase permanentes, sino choques entre personalidades, con sus virtudes y mezquindades. Ese mar en agitación permanente necesita de timoneles que aborrezcan los extremismos. La “tolerancia”, he allí la única forma de vivir en un mundo en el que, en el fondo, no sabemos nada. En última instancia, Frayn actualiza la teoría política que brota espontáneamente del viejo empirismo inglés en su variante más escéptica: dado que el conocimiento de la realidad es precario y nunca del todo confiable, no queda otra posibilidad que hacer culto de la duda y la ambigüedad. Como veremos, esta tolerancia linda con el autoritarismo más extremo, que aparece más asociado, superficialmente, al irracionalismo de la tradición germana que va desde Stirner y Nietszche hasta Heisenberg.
Apología del pacifismo
La democracia es presentada en la obra como el mejor sistema posible, o mejor dicho, el único sistema posible y sin embargo, los únicos que la defienden son los alemanes del Este y Brandt, pues el resto de los políticos intrigan, desestabilizan, traicionan. La democracia es, entonces, un juego inestable. Éste es el motivo por el cual Brandt desarrolla su proceso como personaje en una especie de sube y baja que lo lleva de la asunción como Canciller a la renuncia al cargo por cuestiones privadas y, desde allí abajo, de nuevo a convertirse en un héroe en 1989, con la caída del Muro, pues todos lo reconocen como el precursor de la unidad alemana. El ciclo ascenso, caída y nuevo ascenso, da cuenta de la teoría política que elabora el autor de la obra: tarde o temprano la verdad se impone a través del juego caótico de los intereses, ya que el sistema democrático está basado en la tolerancia. No tiene la eficiencia del stalinismo (“nosotros actuamos como un solo hombre”, repite Arno Kretschmann, el jefe de Guillaume), pero a la larga es mejor. La tolerancia, entonces, requiere paciencia.
Al respecto, Hugo Urquijo, director de la puesta, dice lo siguiente: “La democracia, según hemos aprendido dolorosamente los argentinos, es lo mejor que puede ocurrirle a un pueblo en relación con su régimen político. Y, a pesar de toda la complicada problemática inherente a su funcionamiento interno, es preferible a cualquier dictadura. La democracia brinda la posibilidad de un interjuego, una fricción fructífera entre fuerzas opuestas, una aceptación de las diferencias, una dialéctica originada en la complejidad. También suscita coaliciones y alianzas que ponen a prueba la honestidad de quienes coexisten dentro de ellas. Y el sostenimiento de estas coaliciones heterogéneas es un fenómeno igualmente complejo.”
Todo puede ser resuelto en este juego tolerante del sube y baja de la democracia burguesa, pues ni el autor ni el director creen en la posibilidad de que se presente una situación “intolerante”, por no decir revolucionaria. La obra, aun cuando reconoce las ambigüedades y contradicciones del sistema democrático burgués, resulta una apología del pacifismo: todo puede arreglarse sin recurrir a enfrentamientos violentos y definitivos.
¿Quién es Willy Brandt?
Teniendo en cuenta no sólo las explícitas declaraciones del director con relación a la realidad argentina y sus necesidades políticas, sino la interpretación de la obra en el contexto de la actualidad política argentina, la puesta es, en principio, una apología de la democracia burguesa. Si decimos no a la dictadura de nuestro pasado, el personaje de Willy Brandt concentra en sí a varios representantes argentinos de esa democracia. “Hay una multiplicidad de voces dentro de Willy Brandt”, dice Urquijo. Y esto no solamente por los cambios de identidades de Brandt durante los convulsionados años del nazismo, sino que para nosotros encarna una multiplicidad de características y personalidades: es Alfonsín, en el sube y baja del Juicio a las Juntas y el Nunca Más junto con las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida; es Menem, un bon vivant rodeado de mujeres y buenos vinos, con sentido del humor y amigos corruptos; es De La Rúa, acusado de timorato e inútil. Willy Brandt es nuestra democracia (burguesa) argentina, que con todos sus defectos y limitaciones debe ser sostenida si no queremos volver a épocas autoritarias. La referencia al Proceso de Reorganización Nacional es directa, pero la idea de escaparle a cualquier tipo de violencia que modifique en forma sustancial, radical, nuestro sistema político, está implícita. El pueblo alemán (oriental y occidental) que en la obra no aparece sino en off, reconoce en Brandt a su líder y lo aplaude y viva dondequiera que vaya. Esos mismos ciudadanos son los que saludan la destitución del Canciller por cuestiones banales o mezquinas (según Frayn, que pasa por alto la radicalización obrera de fines de los ’60, en el contexto de una crisis económica mundial) y también los que lo reivindican finalmente como el héroe de la unificación alemana. Ese pueblo ausente y manejable es, en esta puesta, el pueblo argentino. Que no es, como el pueblo alemán, como todo pueblo, en definitiva, un actor maduro, capaz de defender a sus verdaderos líderes, voluble y manipulable. El pueblo puede ser, también, “intolerante”. ¿O acaso el stalinismo no es el resultado de un acto de “intolerancia”, la Revolución Rusa? La obra que llama a la paciencia, que presupone que no existen razones para la impaciencia, se constituye en una negación de la acción revolucionaria. Eso, en la Argentina de hoy, es una alusión directa al 19 y 20 de diciembre de 2001. En suma, un llamado a no volver al Argentinazo. Una lección de violencia que no debemos repetir si pretendemos una nación tolerante, que perdone las diferencias y permita la convivencia pacífica.
Paradójicamente, esta apología de la democracia burguesa no sólo es débil y ambigua (en tanto sus defensores más decididos son los estalinistas, el único apoyo sostenido de Brandt, aunque más no sea por cuestiones mezquinas), sino que finalmente abona a la reconsideración de las soluciones más autoritarias: declarando a los opositores como simples ambiciosos sin principios, estúpidas a las masas y al estalinismo como más racional e inteligente, más de uno hubiera aplaudido la dictadura de Willy Brandt, que hubiera volteado el Muro veinte años antes. El problema radica en la superficialidad con que Frayn entiende la vida política y su negación de contradicciones irresolubles e insalvables como no sea por la violencia. Esa superficialidad le impide ver que una verdadera democracia presupone la eliminación de esas contradicciones y no la “tolerancia” de sus consecuencias. Pero en eso consiste la democracia burguesa: el imposible intento de consagrar la paz sobre las montañas de violencia cotidiana que construye el capitalismo.
Notas
1Director, traductor y realizador de la versión. Todas las citas de Urquijo han sido tomadas del programa de la obra.
2Ver “Una ética cuántica”, en El Aromo, n° 19, mayo de 2005.