Rosana López Rodriguez
Grupo de investigación de Literatura Argentina – CEICS
Según cierta concepción del arte, cuanto más irracional sea el proceso compositivo, más valioso será. La lucidez, la reflexión y el orden estarían muy lejos de los verdaderos artistas. Y si además consumen sustancias que colaboran para que esa lucidez se mantenga lo más alejada posible, tanto mejor. Una última particularidad: el artista debe ser autorreferencial, debe mirarse el ombligo y representar aquello que le pasa a él, al que no le pasa nada porque está encerrado en su casa.
Tres características que son una herencia del artista romántico, en particular, de su etapa decadente. El romanticismo tuvo su etapa revolucionaria, que coincidió con la de su clase. Las revoluciones burguesas se construyeron sobre la filosofía de la reivindicación del sujeto individual, libre e igual a los otros. Lo que cada uno de los sujetos pudiera expresar era tan válido y bueno como lo de los demás: esta afirmación tenía un valor político revolucionario contra el feudalismo, un orden estamental, fundado ideológicamente en la religión y el principio de autoriddad. Puesto en boca de los artistas románticos revolucionarios, su individualismo expresaba, en realidad, no una experiencia individual sino la de su clase, que en ese momento, en tanto se identificaba con el progreso humano, resultaba en un valor universal. Cuando la burguesía toma el poder, el individuo se “privatiza” y su experiencia se atomiza. Ahora, su ombligo no es el de una clase portadora de una potencia universal, sino el de una minoría social que persigue intereses estrechos. En la medida en que esos mezquinos intereses difícilmente puedan fundar un arte con pretención universal, a sus artistas sólo les quedaba el pasaje hacia otra clase. De quedarse, o se volvían inútiles y mezquinos o recuperaban esa pretensión universal por vías místicas. Esta es la decadencia del romanticismo. Ese misticismo podía ser puramente religioso o ferozmente individualista: mi ombligo es mi ombligo. Por esta vía, el mayor grado de descomposición, en tanto hasta para la burguesía resultaba impresentable, convertía al romántico en un “rebelde” y un “maldito”. Surge de allí el mito de que, como el descompuesto asusta a las viejas de la cuadra, debe ser un “demonio”. Sólo para quien participa de esta creencia infantil, Calamaro puede ser considerado un “revolucionario”. Qué decir de Pity Álvarez. La autorreferencialidad no es un valor artístico si no se expresa en valores colectivos.
El segundo mito romántico es el de la falta de método. Anclado en la reivindicación del yo, se explica por la posición aristocrática que, bajo el romanticismo, adoptan los artistas e intelectuales. Ellos serían seres superiores, algo locos y extraños. Es el reverso de la situación a la que los somete la burguesía: después del proceso revolucionario, al no detentar una tarea que le interesara en forma inmediata, el artista queda librado al mercado, donde debe reivindicar su “mercancía”. Pero esta mercancía es particular, porque en sentido estricto no lo es. No producida en condiciones estándar, es decir, reproduciendo un valor “social”, la “mercancía” arte no tiene valor, aunque tenga, por supuesto, precio. De modo tal que no será remunerada según la ley del valor vigente, representando una productividad media, sino por su carácter “único”. Surge allí la idea del “genio”, que no puede explicar por qué le va bien en el mercado y por qué se le paga lo que se le paga. Como tampoco puede explicar lo contrario, por qué le va mal, surge la categoría de “genio incomprendido”. En ambos casos, no pudiendo referirse a un patrón productivo socialmente reconocible, la naturaleza propia de la mercancía “arte” se le aparece al artista como el fruto de algo súbito, espontáneo e inexplicable. Como si hubiera salido de su cabeza sin ninguna intervención suya, sin ningún método. Un repaso al “estilo” de los grandes artistas (un Beethoven, por ejemplo) o de los no tanto (un Dumas) mostraría un método riguroso, conseguido después de años de esfuerzo. Al reivindicarse la falta de método no sólo se reivindica un absurdo imposible, sino más, se desprecia la verdadera categoría que se esconde detrás del producto “arte”: trabajo.
Repugnante artículo. En lo único que más o menos puedo estar de acuerdo es en la crítica a la droga y la drogadicción como descomposición social. En lo demás, miope. Constriñiendo la experiencia humana y la capacidad creativa del ser humano no llegamos a ningún lado; es más, ya mucho se la restringe hoy día. Hablar y mofarse de la categoría de «genio incomprendido» en la sociedad de la escisión del valor que deja fuera continuamente a lo emocional, lo reproductivo, lo «femenino» es tragicómico de su parte. Se ve que ahora la ley del valor es buena y la abstracción del trabajo es algo de lo cual estar orgulloso. «¡Miren, he puesto esfuerzo, acéptenme! ¡Ahora soy alguien decente!», sin darse cuenta de que no hacen así más que reproducir las categorías propias de la sociedad capitalista. Esa visión recortada del tiempo como fundamento social específico en la Modernidad, ¡como fundamentación del reconocimiento, inclusive!, es realmente deprimente desde una organización que se denomina socialista, si es que esa palabra significa algo ya. No, no todo deviene de un método, no todo deviene de la rigurosidad, coherencia, y menos el arte. Esa matematización del arte es imposible, indeseable, aliena al arte de lo que específicamente lo hace diferente a cualquier ciencia. Tampoco es que la validez de la ciencia devenga de una rigurosidad metodológica, vaya visión infantil y ridícula. El progreso de la ciencia, si es que hay alguno y no es una mera abstracción o un juego cuantitativo que olvida al ser humano o a la experiencia real (especialmente parecida a la Economía moderna), es uno que se ha dado, históricamente, a partir de las mas absurdas de las técnicas, fallos, accidentes. La mercantilización del arte que este artículo pretende, como validación del mismo según el tiempo de trabajo simple o complejo puesto en él (¿cuánto más riguroso el proceso de creación de arte, más compleja la unidad de tiempo de trabajo?), ni hablar ya de su sistematización y su completa alienación de cualquier experiencia artística real como devenir, agencia y natalidad, es un insulto y una pérdida total de cualquier pretensión emancipadora. Sólo están buscando reproducir el mundo de la mercancía y el valor de cambio. ¿Socialista? Sólo de nombre, como toda la izquierda argentina fanática del oberol y de la naturalización del Trabajo moderno. ¿Emancipador? Nada.
Como dijo Bart Simpson: «bájale la espuma a tu chocolate».