Pensar la trayectoria de un intelectual como Walsh en la Argentina de hoy remite a la evaluación de otras trayectorias, algunas verdaderamente miserables, sin el atenuante de las condiciones políticas y sociales en las que el autor de Operación Masacre tuvo que vivir. Este texto nos muestra un Walsh en tránsito desde la reivindicación de justicia a la de la revolución, el pasaje del detective al revolucionario.
Por José Fernández Vega (Dr. de la Universidad de Buenos Aires)
I. Borges no podía ignorar la influencia que ejercía en la literatura argentina de su tiempo especialmente entre los más jóvenes escritores, para quienes se convirtió en una referencia -positiva o negativa- ineludible. Con deliberación o, más probablemente, sin ella, Borges llegó a habitar la narrativa argentina de manera tal que incluso se lo encuentra como personaje secundario, fugaz y a veces hasta ridículo, en novelas de reconocido impacto en su momento, como Sobre héroes y tumbas de Sábato, o en otras dos novelas publicadas durante la última dictadura miltar, la exitosa Flores robadas en los jardines de Quilmes de Jorge Asís y la importante obra de Ricardo Piglia, Respiración artificial, en la que dos personajes discuten ampliamente sobre el viejo escritor.
Asediado por el periodismo para que diera a conocer su opinión acerca de los valores más jóvenes de la literatura, Borges eludió siempre consagrarlos o denigrarlos con un dictamen canónico. Sustrayéndose al interrogatorio que lo situaba en un lugar privilegiado, pero incómodo, solía declarar que, como su maestro Arthur Schopenhauer, no leía ningún libro que tuviese menos de cuarenta años, es decir, nunca antes de que el propio paso del tiempo hubiera obrado su selección «natural». En otra ocasión dejó de lado sus elegantes evasivas y dejó traslucir un cierto malestar con su propia fama, que lo obligaba a encontrarse a sí mismo dondequiera que dirigiese su mirada en el panorama literario argentino. «Yo hace más de veinte años que no leo contemporáneos, porque temo que se parezcan a mí. En cambio, un autor del siglo XVII o del siglo IX sé que no se va a aparecer a mí y me puede ser mucho más interesante. Los contemporáneos estamos escribiendo todos el mismo libro». Con la última frase Borges parecía querer atenuar el contexto en el que se sabía ubicado como referencia soberana, pues intentaba disminuir su importancia nivelándose a la altura de cualquiera de sus colegas en lo que sería un trabajo de creación colectiva.
No obstante las dedicatorias de sus libros y poemas, y los trabajos firmados en colaboración, que pueden entenderse como consagraciones por asociación con su figura, Borges siempre evitó una alusión directa a autores distanciados de su círculo estético o social inmediato (como Bioy Casares o Mujica Laínez, por ejemplo), a quienes se refería en calidad de amigos más que de colegas. Su influjo inexorable, y acaso ni siquiera muy consciente, que se dejaba sentir en especial sobre los más jóvenes escritores, podría describirse con lo que escribió Emerson en su poema «Brahma», citado por el propio Borges en su ensayo sobre el budismo: «si huyen de mí, yo soy las alas».[1]
II. Puede por ello resultar curiosa una referencia borgeana, casual pero directa, hecha en el curso de un reportaje, a El libro de los autores, un volumen publicado en Buenos Aires en 1967 por Ediciones de la Flor.[2] Este libro es una de las tantas antologías de manifiesta intención comercial que Susana «Piri» Lugones se encargaba de publicar por esa época. La mayoría de estas antologías temáticas las preparó para otra casa, la editorial Jorge Alvarez, paradigma de empresa cultural sesentista.[3] La sagaz idea de Lugones plasmada en El libro de los autores consistió en convocar a seis conocidos escritores argentinos para que cada uno eligiese un relato de su predilección. Estos autores podían alinearse con facilidad en dos grupos iguales en número, pero rivales en casi todos los otros aspectos: estéticos, políticos, generacionales. El primer grupo estaba conformado por Borges, Sábato y Mujica Laínez, escritores consagrados oficialmente, antiperonistas de distinta intensidad, cercanos al grupo de Sur y a círculos sociales influyentes. En sus antípodas se ubicaban valores literarios más jóvenes, izquierdistas, pero inclinados al diálogo crítico con el peronismo: David Viñas, Abelardo Castillo y Rodolfo Walsh.
La selección de textos podría asimismo conformar casi dos manifiestos estético-políticos. Todos los escritores del primer grupo mencionado seleccionaron relatos de autores estadounidenses: Borges eligió «Wakefield» de N. Hawthorne;[4] Mujica Láinez, «El terror de Dunwich» de H. P. Lovecraft; y Sábato, «Bartleby» de H. Melville. Esta consistencia en la elección unánime de una literatura nacional es en sí misma interesante, y llama la atención la coincidencia todavía mayor entre Borges y Sábato, pues ambos eligen narradores del siglo pasado y relatos que guardan entre ellos una cierta familiaridad en su atmósfera kafkiana. Además, el cuento elegido por Sábato se ofrece en la versión castellana del propio Borges, mientras que el seleccionado por éste aparece en la traducción José Bianco, secretario durante muchos años de Sur, una revista de central importancia en el campo cultural local, y en la que tanto Borges como Sábato habían colaborado con frecuencia, aunque Bianco, para la fecha, estaba en vísperas de un giro político trascendente que lo alejaría de Sur después de más de dos décadas al servicio de la revista.[5]
Los restantes tres autores que integraron la antología compartían una cierta afinidad pero, a diferencia de los anteriores, se trataba en este caso de una afinidad negativa, pues ninguno de ellos eligió cuentos fácilmente comparables entre sí. Lo común en ellos es, por tanto, la falta, al menos aparente, de algo en común. Pareciera que, para los escritores más jóvenes convocados por la antología, no se trataba de reproducir unos criterios altos y ya consagrados, sino de proponer otros en abierto contraste excéntrico con la visible unidad que caracterizaba a los de sus mayores. Pero los jóvenes actuaban a partir del gusto indivual, sin un espíritu de grupo que se manifestara más allá de la elección insólita. En efecto, Abelardo Castillo seleccionó un cuento convencionalmente catalogado como infantil, «La sirenita» de Hans Christian Andersen (no consigna traductor, pero Castillo aclara que a la versión se le amputaron unas líneas finales por considerarlas prescindibles). David Viñas eligió «El matadero» de Esteban Echeverría, único relato de autor nacional presente en el libro. Viñas hace preceder al cuento de una amplia argumentación (todos los relatos van acompañados de unas líneas a cargo de los escritores que los seleccionaron, pero el texto de Viñas es el mas extenso de la serie). El último cuento representado en la antología es «La cólera de un particular», de autor anónimo chino, elegido por Rodolfo Walsh.
III. El mero hecho de que Borges se haya referido a un volumen aparecido en una editorial típicamente sesentista es ya un hecho especial, pero Borges evocó sólo la mitad del libro, precisamente la mitad más afín a sus criterios o, por así decir, la mitad «oficialista» -el término que había utilizado el poeta Francisco «Paco» Urondo, durante un reportaje colectivo aparecido en una revista cubana, para referirse a lo que consideraba establishment artístico-.[6] La proverbial memoria de Borges, repleta de episodios de la bohemia, anécdotas graciosas, y citas líricas en varios idiomas, retuvo sólo parcialmente el índice de El libro de los autores. A la hora de elegir un escritor alejado de sus filas (acaso retiene vagamente que otros autores, además de sus amigos, también tomaron parte en la antología), mencionó equivocadamente a una especie de (por así decir) ex-discípulo: Julio Cortázar. En efecto, Borges recordó a sus conocidos Sábato y Mujica Laínez y luego agregó «uno más», Cortázar, en el lugar de los otros tres jóvenes y rebeldes: Castillo, Viñas y Walsh, muy distintos entre sí, con ciertas coincidencias estético-políicas generales, pero sin gustos particulares tan afines como los que exhibe la constelación de Sur según queda representada en la antología. Estas son las palabras de Borges sobre El libro de los autores:
Se publicó, hace unos años, en Buenos Aires, un libro sobre el mejor cuento. Claro, se trata de un título comercial. Elegidos -cada uno de los cuentos- por cuatro escritores argentinos. Y ahí colaboraron Manuel Mujica Lainez, Ernesto Sabato, creo que Julio Cortázar, y yo. Sábato eligió el cuento «Bartleby», de Melville; yo el cuento «Wakefield», de Nathaniel Hawthorne. Luego alguien eligió, creo, un cuento de Poe. Es decir hubo tres escritores norteamericanos. Y Mujica Lainez eligió un cuento japonés o chino, no recuerdo. Se publicaron en un volumen en el que figuraban nuestros retratos, las razones que nos habían llevado a elegir ese cuento; y ese libro, en fin, tuvo bastante éxito, y reveló cuatro cuentos admirables.
[Ferrari:] -Claro, una muy buena idea.-Sí, una buena idea editorialmente, sí.».[7]
Borges tuvo clara consciencia de la homogeneidad «norteamericana» de la parte de la selección hecha por él y sus conocidos. Además, rememoró vagamente un cuento oriental, y es casi increíble que sea tan impreciso al evocar su origen dada su conocida curiosidad por literaturas no occidentales. Además, atribuye su elección a Mujica Laínez, quien, como se anticipó, eligió un cuento de Lovecraft. Edgar A. Poe, por su parte, es un autor ausente en la antología, aunque sería una lógica extensión de las preferencias de Borges y Sábato por clásicos narradores estadounidenses del siglo pasado, y acaso hubiese sido posible objeto de la preferencia de Cortázar, quien tradujo toda su obra al castellano.
Desde otro punto de vista, resulta hasta cierto punto natural que Borges no hubiera mencionado a Walsh ni a la justificación que éste hizo de su cuento chino (y de la que se hablará enseguida), pues se trata de un discípulo suyo ignoto, distante, ahora díscolo, pero que, sin embargo, sigue en la línea oriental, irónica y ejemplar que Borges había inaugurado en la literatura nacional con Historia universal de la infamia, cuando, como haría Walsh más tarde, fatigaba las redacciones como periodista cultural.[8]
IV. Se ha creido que el breve relato «La cólera de un particular» fue en realidad compuesto por el propio Walsh (entendiéndolo como una especie de broma literaria muy borgeana, a la manera de la ya citada y precursora Historia universal de la infamia). Pero lo que corresponde a la autoría de Walsh es sólo el título del cuento, cambiado respecto del original y, seguramente, también es suya la traducción (o, mejor dicho, la retraducción) del francés. La fuente de la que en nota al pie Walsh aseguró haber tomado el texto realmente existe, y en ella «La cólera de un particular» aparece bajo el título: «T´ang Tsou parle au roi de T´sin» [T´ang Tsou habla al rey de T´sin].[9] El último en hacer la atribución errónea de autoría fue el editor de una reciente e importante colección de papeles personales de Walsh;[10] y uno de los primeros en inclinarse en esa dirección equivocada fue Ricardo Piglia, quien en el transcurso de una entrevista afirmó:
Todos nos acordamos de «La cólera de un particular», aquel relato chino o japonés de tres líneas que [Walsh] seleccionó cuando a varios escritores les hicieron el chiste de pedirles que eligieran el mejor cuento que habían leído en su vida. De inmediato pensé que lo había escrito él. Y eso era muy de Walsh: atribuirle a un anónimo escritor chino un cuento espléndido sobre el poder y la ética personal y de paso condensar en ese relato brevísimo varios rasgos de su autobiografía.[11]
Si en el plano de la atribución Piglia fue demasiado lejos en la actitud de sospecha, característica del crítico literario, definió no obstante en lo esencial el contenido de la decisión literaria de Walsh al elegir el relato. «La cólera de un particular» es, en verdad, un cuento sobre la moral individual y su relación con el poder estatal. Por otro lado, la vacilación de Piglia respecto del origen preciso del cuento se muestra casi simétrica a la anteriormente citada de Borges; si bien, en el caso de Piglia, resulta más comprensible, puesto que lo que seguramente incitó su comentario no fue su propia afinidad con el venero de esa literatura, sino con su parodica versión occidental orientada hacia fines políticos, como por ejemplo el Me-Ti. El libro de las mutaciones de Bertold Brecht. El encanto de los textos chinos, su lírica ambigüedad que puede disimular con eficacia el didactismo de una historia, parece volverlos, para los occidentales, especialmente plásticos para su resignifcación militante. Lo que no se toleraría en un relato convencional, realista o pedagógico, puede llenarse de encanto mediante la distancia «exótica» del lenguaje a imitación de las fábulas y poemas narrativos chinos, con sus agudezas, sus paradojas y su humor sutil.
El propio Walsh dió a entender su manifiesto interés político al escoger el relato cuando, en la breve justificación de su elección de «La cólera de un particular» para El libro de los autores, señaló que esa preferencia suya no venía motivada por el prestigio literario de la pieza, sino porque la misma cumplía de manera ejemplar con dos exigencias estéticas cuya contundencia Walsh alivia con ironía llamándolas «prejuicios» personales. Estas exigencias literarias postulan la necesaria brevedad de la forma y la utilidad del contenido.
Si la brevedad podría muy bien ser admitida entre los postulados básicos de la poética borgeana (siempre enemiga del exceso novelístico, de la tendencia verborrágica de los idiomas latinos, e inclinada a la economía anglo-sajona y, aún más, a la del haiku) la utilidad resulta, sin embargo, inaceptable entre esos principios. En su texto de presentación, Walsh prosiguió refiriéndose a las luchas populares, y evocó provocativamente el ejemplo de Vietnam, paradigma de la resistencia antimperialista del momento, cuyo «orientalismo» no fue literario ni estetizante, sino ético-político, como el propio contenido de «La cólera de un particular».
En su sintética presentación Walsh manifiestó mucho más que unas posiciones ideológicas y unas preferencias artísticas coherentes con las anteriores. Como sostuvo Piglia respecto de «La cólera de un particular», en esas pocas líneas Walsh intentó también explicar una ética y, de alguna manera, se identificó con una actitud que todavía ofrece una clave para entender su desarrollo como autor, tan peculiar en el campo literario argentino. Esta peculiariedad suya resalta de forma manifiesta en el conjunto de El libro de los autores, para el que Walsh eligió el texto más breve y exótico, y sin embargo más actual, intensa, y directamente político de la serie. Este hecho resultó reforzado por la lectura a la que invitan esas líneas introductorias en las que Walsh también hizo patente el fundamento del texto en la moral individual del personaje principal, T´ang Tsu, embajador de su señor frente a otro rey. En diálogo con este soberano, T´ang Tsu le trasmite la negativa de su príncipe para acceder a la venta de unas tierras, y ello a pesar de la tentadora oferta que le ha hecho el rey. Este, enfurecido con la respuesta, amenaza al mensajero con la furiosa descarga de su enorme poder, a lo que T´ang Tsu responde sosteniendo que un hombre de valor no se deja amendrentar, y que también él puede manifestar su ira personal dirigiéndola contra el rey. T´ang Tsu concluye explicándole al monarca que, en caso de enfrentamiento mutuo, no hay en esa situación más que dos posibles cadáveres: el suyo propio y el del rey. Descolocado por la audacia del argumento y la firmeza de un pequeño sujeto, el monarca da marcha atrás con sus amenazas.
Esta narración puede asimismo leerse como una autobiografía política, y no sólo como el intento literario de ser «útil» (como dice Walsh) difundiendo una moraleja que apunta a unos valores personales deseables. Por otra parte, antes de ser presentado como un texto político, «La cólera de un particular» fue un exotismo literario, cuyo contenido moral no se negaba, pero cuya eficacia dudosamente podía haberse activado desde una columna humorística de Leoplán, la revista masiva de actualidad en la que el texto apareció originalmente.
V. Entre una forma que no hubiera desagradado a Borges, y un fondo que era propicio para la revolución (por cuya victoria Walsh peleó en los años setenta bajo la bandera de los soldados de Perón), «La cólera de un particular» es al mismo tiempo un medio breve y útil para entender los dilemas éticos, políticos y estéticos que atravesaron a Rodolfo Walsh en la segunda mitad de los años sesenta. La rebeldía de Walsh, manifiesta en la resignificación estético-política a la que somete su relato chino para El libro de los autores, tuvo lugar sobre un trasfondo marcado por las aspiraciones revolucionarias que comenzaban a tomar cuerpo en una zona precisa de la sociedad y de la inteligencia argentinas. Pero ese transfondo estuvo asimismo signado por Borges, quien, de la decisión estética de Walsh para elegir «La cólera de un particular» bien podría haber comentado: «cuando huyen de mi yo soy las alas». En sus declaraciones antes citadas, Borges parecía reconocerlo de este modo, pero, desde luego, no recordaba muy bien los detalles ni los nombres. El error borgeano resulta ser, como de costumbre, significativo, porque atribuye la elección del «cuento chino» a uno de sus amigos más estetizantes, Mujica Laínez, en lugar de concedérselo al autor político que Walsh quiere empezar a ser ya con toda decisión.
En el primer reportaje que concedió en su vida -cuando comenzaba a hacerse conocido como autor policial luego de recibir el premio municipal de literatura por Variaciones en rojo (1953), pero aún no había iniciado las investigaciones que culminarían en Operación masacre(1957)- Walsh recordó algunas reglas aúreas para la construcción del policial, según ciertos círculos literarios británicos. Una de esas prescripciones establecía que, en los relatos policiales, estaban prohibidos los personajes chinos («No Chinamen must figure in the story»).[12] Walsh, empero, aspiraba a la mayor libertad como autor de policiales y defendió la idea de que los relatos se podían ambientar localmente, un tema que empezaba a aceptarse a medida que el género producía más y más ejemplos en el país. En ello no hacía sino continuar a Borges quien, en su cuento «El jardín de los senderos que se bifurcan», había desafiado ya la regla que prohibía los chinos. Y fue precisamente esa narración de Borges la que Walsh eligió para la primera antología del género policial argentino, compilada por él en 1953.[13] Poco más tarde, la británica pasión por dilemas lógico-criminales como los representados por el típico caso del «cuarto cerrado» se convirtió, para Walsh, en un interés cada vez más exclusivo por la comprensión de los mecanismos del asesinato en el espacio público -esto es, del crimen político- cuya problemática había asumido muy temprano, en 1957, cuando investigó los ilegales fusilamientos de civiles en un basural de José L. Suárez por parte de la policía de la dictadura que había derrocado a Perón. En ese momento Walsh no tenía definida de antemano una orientación de simpatía ideológica hacia las víctimas, sino que fue impulsado por una pura indignación moral políticamente neutral: esas víctimas eran la prueba de una abierta violación a la legalidad. Ello, como es obvio, implicaba lo que con los años se reveló una candorosa noción liberal del derecho. Esta actitud político-moral original fue radicalizándose en el autor, quien, a partir de sucesivos esfuerzos investigativos invariablemente seguidos de desilusiones, sedimentó una constatación cada vez más decidida del hundimiento de cualquier esperanza republicana de reparación de los crímenes políticos en la Argentina. La concepción de la justicia como poder independiente del ejecutivo, y en tanto instancia de mediación entre los ciudadanos y el poder del estado, se demostró a sus ojos como una mera ilusión. La caída de ese ídolo tuvo, por cierto, consecuencias políticas graves. Una de las principales fue que la conclusión de que la violencia ejercida por los ciudadanos no era injusta, ya que resultaba obvio que no podían contar con otra protección que no fuera su propia autodefensa armada.
En 1967 los orientales volvieron a figurar para Walsh en la historia porque figuraban en el épico proceso histórico que se desarrollaba contemporáneamente en el sudeste asiático. A ese contexto había hecho referencia explícita en su presentación del cuento: «Vietnam». La «historia», entretanto, había dejado de ser puramente policial y se había vuelto política. Lo que los personajes orientales habían perdido en exotismo para uso detectivesco, lo habían ganado en referencialidad ético-política como paradigma de resistencia anti-imperialista.
Pero es necesario volver a señalar el momento intermedio en este periplo. En efecto, como se anticipó, Walsh publicó «La cólera de un particular» por primera vez en 1964 en la revista Leoplán.[14] Como ya se explicó, el contexto completamente despolitizado que rodeó al relato en esa ocasión iba a ser revertido enérgicamente sólo tres años más tarde en la presentación que redactó para publicarlo en El libro de los autores. En 1964 «La cólera de un particular» podía ser percibido como un relato con tonos morales para una columna que acumulaba simpáticas curiosidades en una revista de contenido familiar y de difusión masiva. En 1967 el mismo texto alcanzaba la estatura de un manifiesto. No es sólo el contexto internacional, caracterizado por una creciente solidaridad con la resistencia vietnamita, lo que explica este decurso, sino la propia evolución política de Walsh. En 1964 había vuelto a Buenos Aires procedente de La Habana donde, junto con Jorge Masetti, Rogelio García Lupo y Gabriel García Márquez había trabajado en la creación de «Prensa Latina», una agencia de noticias para la revolución cubana. Su retorno a la Argentina marcó también un regreso al periodismo concebido como profesión alimentaria (aunque en ocasiones diera oportunidad para el experimento literario) y, sobre todo, a la literatura, que practicó con éxito en su aislamiento personal. Pero en algún punto esta evolución dio un nuevo y definitivo giro político el cual, hacia 1967, resultaba ya explícito. Todo había cambiado en el país para entonces: el gobierno ilegítimo, pero democrático-liberal, de Illia había sido derrocado por un movimiento militar encabezado por un dictador preconciliar. Por su parte, la literatura había dado a Walsh todo lo que podía ofrecerle en términos de reconocimiento y estaba acercándolo a un límite: el que en su momento para significó para él la imposibilidad de escribir una novela (proyecto al que volvería en el año previo a su desaparición ocurrida en 1977).[15] Fue precisamente a fines de la década de 1960, y al calor de las oposición contra la dictadura de Onganía, que Walsh, como periodista militante, se sumó a una alternativa sindical que emergía convocando a los luchadores obreros: la CGT de los Argentinos, dirigida por el gráfico Raimundo Ongaro y adversaria del vandorismo. Se trató, para Walsh, de su primer compromiso político directo en el país desde el fugazmente asumido en su más temprana juventud, cuando pasó, entre 1945 y 1947, esto es, antes de sus veinte años de edad, por las filas de la ultraderechista y pro-peronista Alianza Libertadora Nacionalista de Patricio Kelly.[16] En la central sindical combativa de Ongaro, Walsh se encargó de editar el periódico CGT-A. Sucesivas entregas del año 1968 iban a incluir otra famosa investigación de Walsh, ¿Quién mató a Rosendo?,[17] hecha desde un óptica política ahora despojada de los ideales de confianza en la legalidad que diez años antes habían inspirado Operación masacre, cuyo impulso liberal le resultaba ya ingenuo, motivo por el cual fue atenuándolo en las distintas ediciones del libro.
VI. El mismo año en que apareció El libro de los autores, Walsh publicó su segundo y último libro de relatos, Un kilo de oro, en la editorial de Jorge Álvarez. En las líneas de presentación a «La cólera de un particular» se deja leer, de algún modo, una despedida de la actividad «puramente» literaria, a la que Walsh sólo regresaría para publicar un cuento aislado en 1973, precedido de una conversación político-literaria con Pigila.[18] Si la exigencia de brevedad era tolerable, y encontraba en Borges una referencia, la de utilidad, en cambio, planteaba un problema más difícil. Walsh lo resolvió, de hecho, con la militancia y, literariamente, con el periodismo comprometido desde el períodico de la combativa CGT de los Argentinos. Hacia la misma época, sin embargo, en sus trabajos alimenticios para la revista Panorama, Walsh siguió intentando un procesamiento muy literario de sus reportajes y ensayó una mirada antropológica que no rehuía el nacionalismo popular al que, por entonces, empezaba a abrazar con decisión. La exigencia de utilidad iría alejándolo de la literatura propiamente dicha -a la que llegaría a repudiar como «trampa cultural»-. Lo inclinaría, no obstante, hacia formas diversas del periodismo popular, desde el asesoramiento a pobladores villeros para que produjeran un semanario propio a comienzos de los años setenta hasta la organización de una agencia clandestina de noticias que difundíó las atrocidades de la dictadura en momentos de terror y amordazamiento de la libertad de prensa, tarea que inició tras el golpe de 1976 y continuó hasta su secuestro.
«La cólera de un particular», el texto más «walshiano» nunca escrito por Walsh, representa pues un momento de torsión en la orientación estético-política de su no-autor (pero titulador, traductor o inventor apócrifo, y dos veces editor). Condensa, al mismo tiempo, una actitud permanente que Walsh había asumido al iniciar sus investigaciones sobre los fusilamientos de la dictadura de Aramburu en 1957 y sostuvo hasta el envío de las copias de su célebre «Carta abierta de un escritor a la Junta Militar», fechada en el primer aniversario del golpe militar de 1976, y que coincide con la víspera de su secuestro por un grupo de tareas de la ESMA (producido el 25 de marzo de 1977). Dicha actitud se funda en la creencia de que un individuo, exponiendo con decisión su propio cuerpo en el intento, puede enfrentar con éxito al poder. Esta concepción, que es casi una adaptación argentina del «mito americano» del self-made-man ético, cuya autonomía puede volverlo poderoso si cuenta con la energía, la claridad y el coraje necesarios, no debiera confundirse, como se ha hecho a menudo, con el mero aventurerismo. Se trata más bien del síntoma de una tragedia política y de otra institucional. La tragedia es la del individuo íntegro que, no hallando respaldo en el poder de la justicia, se dirige a buscarlo, con éxito desigual, clamando por ella entre sus iguales en la sociedad civil a través de la información y la difusión periodística. Ocupada por la violencia estatal y atenazada su capacidad de reacción, la sociedad civil y la prensa se mostraron, a su vez, muy pronto impotentes para hacer justicia, de manera que la conclusión, a los ojos de Walsh, sólo podía ser radicalmente política. La experiencia concreta de la ausencia de justicia como mediación entre el estado y el ciudadano condujo a Walsh, y a muchos como él, a una de las posibles salidas revolucionarias: la guerrilla, y ello debido a circunstancias históricas, nacionales e internacionales, que hacían difícil resistirse la seducción de un programa que prometía respuestas rápidas, reparadoras y contundentes.
Walsh percibió muy pronto -y por experiencia propia- que los abusos del estado argentino contra sus individuos miembros, no contaban con ninguna instancia vigilante y reguladora. El estado había intentado devorar la sociedad civil como instancia autónoma (incluyendo la independencia relativa de la prensa burguesa) y suprimido también sus propios controles republicanos -el poder judicial, en primer lugar- en una escala inédita. Sucesivos fracasos democrático-parlamentarios, la persistencia del fenómeno peronista entre las masas y unas condiciones internacionales que auspiciaron el vanguardismo armado configuraron el escenario necesario para que la salida al dilema político de Walsh fuese precisamente la que -sin saberlo- anuncia con increíble lucidez la moraleja de «La cólera de un particular». Pero en la realidad la conclusión imaginada por el relato para la tensión entre el simple súbdito mensajero y el poderoso rey de la historia se desvió adoptando una forma cruel e inesperada. En la Argentina de los años setenta, el poder desafiado no retrocedió en señal de respeto ante la dignidad y el coraje del individuo, sino que se abalanzó sobre él para aniquilarlo con la ilusión de borrar todo rastro de lo que fue la cólera de una generación histórica comprometida en el proyecto de alumbrar una sociedad justa. Una parte significativa de esa generación, que incluía a Walsh, se puso a las órdenes de los lugartenientes milicianos de Perón en un intento de unir los reclamos de la justicia a la eficacia de la fuerza armada dotada del respaldo popular que descontaban por su autoproclamada militancia peronista. De ese modo, la justicia se vería salvada del triste rol impotente al que había sido relegada en la Argentina contemporánea; su autonomía ya no iba a ser avasallada porque había hallado los medios para defenderse a sí misma. Por una vez -por primera vez en la historia contemporánea del país- las masas y las armas estarían de su lado. En los años setenta Walsh abandonó toda ilusión democrático-liberal respecto de una tercera parte institucional, neutral en relación a los intereses privados pero no de los valores éticos, mediadora y redentora, que comenzara a cerrar las heridas abiertas por décadas de militarismo. Se lanzó de este modo a la acción, primero en las formaciones de las FAP y luego en Montoneros, donde fue oficial de inteligencia. Como en «La cólera de un particular», Walsh y con él muchos otros, parecieron entender que si el poder es el primero en lanzar la amenaza, dando inequívocas pruebas de su voluntad para usar la fuerza física más allá de toda legalidad, no quedaba sino demostrar, jugándose la vida sin vacilaciones, que un individuo justo no es insignificante.
Notas
[1] Borges, J. L. y Jurado, A., «¿Qué es el budismo?», en Obras completas en colaboración, Bs. As., Emecé, 1979, p. 735.
[2] La referencia se citará in extenso más abajo, en el apartado III.
[3] Sobre Susana «Pirí» Lugones como organizadora cultural clave de la década de 1960 puede consultarse: García, Analía y Fernández Vidal, Marcela, Pirí, Bs. As., Ed. de la Flor – La Maga – Utpba, 1995. Entre los testimonios, cfr. en especial el de R. Piglia (p. 51) que pone a la Lugones en el impulso a las primeras ediciones de autores argentinos hasta entonces inéditos (entre ellos él mismo) al tiempo que la vincula con los discos de grupos de rock como Manal o Almendra. Susana Lugones era hija de un famoso policía torturador, Leopoldo Lugones (h) y nieta del escritor homónimo. Durante la década de 1960 y hasta 1967 aproximadamente fue pareja de Rodolfo Walsh.
[4] Un análisis de Hawthorne, con extensas referencias a «Wakefield», se encuentra en la conferencia que Borges le dedicara a ese autor en 1949, recogida en Otras inquisiciones, Madrid, Alianza – Emecé, 1989, pp. 56-75.
[5] Para el episodio del distanciamiento entre Bianco y Victoria Ocampo sobre el transfondo de un creciente «anti-cubanismo» de Sur, cfr.: King, John, «Sur». Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura, 1931-1970, México, FCE, 1989, trad. J.J. Utrilla, pp. 215 y ss..
[6] «La literatura argentina del siglo XX», reportaje colectivo de Mario Benedetti a Paco Urondo, Rodolfo Walsh y Juan Carlos Portantiero, en: Casa de las Américas, (La Habana), 1969, p. 196.
[7] Borges, J. L. y Ferrari, Osvaldo, Diálogos, Bs. As., Seix Barral, 1992, p. 148
[8] Historia universal de la infamia fue publicado por capítulos en el diario Crítica. En los años `50 y `60 Walsh -además de notas periodísticas y de las investigaciones que lo hicieron famoso, Operación masacre y Caso Satanowsky– publicó numerosos relatos, traducciones y notas culturales en medios masivos como ls revistas Leoplán y Vea y Lea. En cuanto al carácter «borgiano» de Walsh, particularmente evidente en sus comienzos como escritor, Cfr. Fernández Vega, José, «Literatura y legitimidad en «Operación Masacre de Rodolfo Walsh», en: VV. AA. Cultura y política en los años `60, Bs. As., Facultad de Cs. Sociales – Oficina de Publicaciones del CBC, UBA, 1997, p. 159 y ss..
[9] Margoulies, G., Anthologie raisonnée de la littérature chinoise, Paris, Payot, 1948, p. 106. Fuera del título de la obra y de su compilador Walsh no ofrece ningún otro dato bibliográfico. Me complace agradecer aquí a mi amigo Florian Nelle por haber confirmado la existencia de este libro desde Berlín y haber ubicado en él el pasaje citado.
[10] Walsh, Rodolfo, Ese hombre y otros papeles personales, Bs. As., Seix Barral, 1996, (ed. Daniel Link), p. 47 y ss.. (y n. 28). Este volumen es la fuente actual más accesible para leer el texto de «La cólera de un particular» y la nota con que Walsh lo presenta (reproducida aquí a continuación del relato y no precediéndolo, como en El libro de los autores). En nota al pie, Daniel Link señala correctamente que el texto ya había aparecido el 3. 6. 1964 en la columna titulada «Gregorio» que Miguel Brascó preparaba para la revista Leoplán (Nº 715, p. 76). Como en El libro de los autores, en Leoplán también se atribuye el relato a un «autor chino anónimo», pero, a diferencia del libro, no se consigna en la revista la fuente original de donde fue tomado, aclarándose, en cambio, que la versión castellana corresponde a Walsh.
[11] Reportaje de María Seoane a Ricardo Piglia titulado «La mejor tradición argentina de la militancia intelectual», en: Caras y caretas, año 85, Nº 2210, mayo de 1984, suplemento «Cara a Cara», p. 9 (reproducido textualmente en: Fin de siglo, Nº 10, abril de 1988, p. 51).
[12] Covarrubias, Ignacio, «Unas preguntas a Rodolfo J. Walsh sobre la novela policial» en: Leoplán, XX, 488, 20. 10. 1954 (ahora en: Baschetti, R. (comp.), Rodolfo Walsh, vivo, Bs. As., Ed. de la Flor, 1994, p. 29).
[13] Diez cuentos policiales argentinos, Bs. As., Hachette, 1953, selección y noticia previa de R. J. Walsh.
[14] Cfr. nota 11 ut supra.
[15] Sobre el reconocimiento obtenido de inmediato por los dos libros de relatos de Walsh y por el estreno de una de sus dos obras de teatro, así como para la reseña y el análisis de la presión crítica sobre el autor para que escribiera una novela, cfr.: Fernández Vega, José, «Una década de transiciones», en: Tramas, (Córdoba), Vol. 1, Nº1, 1995, pp. 89-10. Los diarios de Walsh publicados con posterioridad en Ese hombre (cit.) dieron sin duda una nueva dimensión a los argumentos discutidos en ese artículo. En cuanto a la «vuelta» literaria de Walsh en los últimos momentos previos a su secuestro por un destacamento de la ESMA, cfr. el testimonio de su última compañera: Ferreyra, Lilia, «Los caballos de Walsh», en Radar, suplemento de Página/12 del 23. 3. 1997, pp. 4-7.
[16] Cfr. las declaraciones del propio Walsh sobre su evolución política en un reportaje (firmado E. L. F.) en Primera Plana, Nº 489, 13. 6. 1972, p. 38-39.
[17] Una serie de reportajes aprecidos a lo largo de 1968 en el periódico CGT-A dio origen al libro, ¿Quién mató a Rosendo?, aparecido en 1969, y en el cual Walsh puso en evidencia los métodos gansteriles de la burocracia sindical. El periódico CGT-A fue clausurado por la dictadura en julio de 1969, tras haber editado 49 números.
[18] Un oscuro día de justicia, Bs. As., Siglo XXI, 1973.