Por Eduardo Sartelli
Historiador y autor de La plaza es nuestra
“Juan Domingo Perón vino al mundo en Lobos, el 8 de octubre de 1895. Hay evidencia suficiente que probaría que sus padres no estaban casados en el momento de su alumbramiento. Una fe de bautismo publicada en 1955 se refiere a él como “hijo natural”. Su certificado de nacimiento, que serviría para establecer su ilegitimidad, no figura en su legajo militar. Ciertos rasgos de resentimiento que Perón mostró más tarde en su vida podrían derivar de las circunstancias de su concepción.”
Joseph Page, Perón
Así empieza una de las tantas biografías dedicadas a un hombre cuya estatura política no cabe, todavía, en ninguna de ellas. Efectivamente, “El General” aún aguarda un biógrafo a la altura de la tarea. Como todas, la obra de Page es rica en detalles por lo general muy conocidos por los especialistas, está llena de moralina y esgrime, como todo arsenal explicativo, un sicologismo de café más propio de Araujo y Macaya Márquez que de un historiador profesional. Cuesta encontrar algo mejor, se trate de autores a favor o en contra del “Coronel de los trabajadores”. Todos coinciden en declararlo un individuo excepcional. Que Perón, como todos, era un individuo social, parece no haber sido siquiera sospechado por quienes se aventuraron a describir los pasos de este personaje singular. Que no se puede descubrir el secreto del individuo sin descubrir el de la sociedad que lo produjo, tampoco. ¿Qué fue Perón? Un gran cuadro político de la burguesía argentina en su etapa de decadencia. Un intelectual, en términos gramscianos, cuya función de dirección se jugó entre los dos polos del reformismo burgués: el que se alinea al borde de las relaciones existentes, cultivando amistades promiscuas con su enemigo de clase y el que se encuentra en el comienzo de la contrarrevolución. Un bonapartista notable.
Los intelectuales y la dirección política
Hace poco escribí sobre Roca, en un libro que todavía no vio la luz, algo que es tan o más válido para “El primer trabajador”: Perón es uno de los pocos (junto con Irigoyen y el General que creó un desierto y lo llamó “Paz y Administración”) que puede postularse como intelectual orgánico completo de la burguesía argentina. Veamos primero qué es un intelectual (y el lector que me conoce sabrá que me estoy repitiendo otra vez).
Cuando se piensa en un intelectual, casi todo el mundo tiene en mente a un señor (casi nunca a una señora) más bien flaco, un tanto fláccido, barba y anteojos. Los anteojos, de Sartre a Mariano Grondona (ese alberdiano tan mediático), constituyen la quintaesencia del intelectual (¿habrá que recordar a ese presidente que intentó ser Sarmiento y Roca al mismo tiempo, conjugando dos almas contradictorias en un solo pecho, el Frondizi adorado por el contornismo y hoy recordado con cierta melancolía como “el último estadista”?). Nadie aceptaría que un militar de fusta en mano y mostachos tipo Onganía o, peor aún, un “gordo” de la CGT, cabría en tal definición. Y sin embargo caben con comodidad. Entonces, ¿qué es un intelectual?
En toda sociedad de clases, lo primero que se separa es la función de dirección de la de ejecución. En eso consiste, en ultimísima instancia, el poder: en dirigir el trabajo ajeno. El poder comienza como una función social, la función de dirección. De allí la supremacía que en todas las sociedades de clase se otorga a las cualidades intelectuales. De allí la supremacía del cerebro (o el corazón) frente a la mano. De allí el desprecio al trabajo manual. Ser intelectual es dirigir. Los intelectuales ejercen la función de dirección. Dirección técnica, dirección política, dirección moral. En un comienzo, todas ellas se encuentran reunidas en la misma persona: el jefe dirige los trabajos de cosecha, irrigación, etc., regula las relaciones entre los miembros y entre la comunidad y el exterior y establece las normas de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, de las jerarquías necesarias que bajan del cielo mismo como tabúes, mitos y dioses. El propio desarrollo social obliga al desdoblamiento de funciones y la incorporación de nuevas capas sociales al cumplimiento de las mismas.
Dijimos que existen diversas formas de dirección. Dirección técnica: toda clase requiere especialistas en sus diferentes funciones, desde las militares a las industriales. Es la primera dirección que se desglosa y da lugar a las figuras del guerrero, el ingeniero y el escriba. La segunda es la dirección política: un cuerpo especializado que ejerce la dirección de las relaciones que vertebran el poder a lo largo de toda la sociedad, pero en particular entre la clase dominante y la dominada: el político, el tribuno, el sindicalista. Entran aquí desde el presidente de los Estados Unidos hasta la manzanera duhaldista, desde el santo rey de Francia hasta Hugo Moyano. El último desdoblamiento construye aquellas figuras más cercanas al sentido común sobre el intelectual y que corresponden a la dirección moral: el cura, el periodista, el filósofo. Si la primera es una dirección de personas a través de cosas, si la segunda es la dirección de personas a través de personas, la tercera es la dirección de personas a través de ideas. Se cierra allí el ciclo de relaciones entre fuerzas productivas, relaciones de producción y superestructuras, demostrando que la función intelectual se reparte a lo largo de todo el edificio social y no sólo en las alturas. Así como se distribuyen las funciones de dirección, los intelectuales se ordenan en jerarquías, desde aquellos que parecen más descolgados del mundo material (filósofos, jerarquías religiosas) hasta los que habitan los lugares más prosaicos (maestros, punteros de barrio, gerentes de local de McDonald’s). Lo que caracteriza a los más encumbrados, a los que Gramsci llama “orgánicos”, es su capacidad para “pensar” (dirigir) los problemas más generales de una clase. Son “la reserva moral”, como Ernesto Sábato. O los que “realmente saben”, como Cavallo. O los que “tienen la manija verdadera”, como Duhalde. Cuando todas esas cualidades se juntan en un sólo individuo, estamos frente a un portento histórico, un verdadero “padre de la patria”. Cualidades que en la Argentina pocos pudieron ejercer indiscutidamente: Rosas, Irigoyen, Perón, Roca. Efectivamente, Perón ejerció a lo largo de su vida una función de dirección de la sociedad argentina. En algunos momentos, completa: era su dirección técnica, su dirección política y su dirección moral. La primera ha quedado plasmada en su rol de estadista, que el “Primer Agricultor” se tomaba muy en serio, al punto de copiar superficialmente la planificación soviética con sus “planes quinquenales” a fin de demostrar cabalmente que llevaba todas y cada una de las riendas del Estado. La dirección política se estructuró en eso que dio en llamarse “peronismo” y que nunca tuvo un organigrama claro más que en la mente del “Conductor”, remarcando su portentosa capacidad de tejer y destejer alianzas. Su influencia en el campo de lo “moral y espiritual” ha dado pie a decenas de libros, desde anécdotas personales, chistes y proverbios, hasta análisis de los manuales escolares, la iconografía y la ideología “peronistas”. Como no podía ser de otra manera, a un personaje tal se le otorgó la capacidad de crear la historia, de manejarla a su antojo, incluso desde lejos.
El papel del individuo en la historia
Una polémica en el seno del marxismo remite a la discusión sobre el lugar del individuo en los procesos sociales. Ignoro si alguna vez se enfrentaron en torno a esto, pero Plejanov y Trotsky divergían fuertemente en relación al grado de causalidad que podía adjudicarse a un individuo en los grandes procesos históricos: con Robespierre o sin Robespierre habría habido revolución francesa igual (Plejanov); sin Lenin no habría habido revolución rusa (Trotsky). En realidad, ambos tienen razón: ningún individuo tiene el poder de alterar profundamente el curso de la historia por sí mismo; todos los individuos cuentan en el proceso histórico. Todo el asunto es de qué procesos y de qué individuos hablemos. La sociedad es una totalidad estructurada. Esas estructuras tienen jerarquías. Esas jerarquías se diferencian por la magnitud de relaciones sociales que vertebran. Quienes ocupan esas jerarquías, esos individuos, son los que mayor cantidad y calidad de relaciones sociales tienen, mantienen y desarrollan. De allí que el individuo que ocupa en la estructura de la sociedad un lugar subalterno, sólo puede trazar pocas y superficiales (en relación a la sociedad) relaciones. No tendrá, en consecuencia, mayor influencia en el decurso de su historia. Contará, para la sociedad, sólo como elemento de la masa. En cambio, aquel individuo que ocupe los más elevados lugares jerárquicos, estructurará la mayor cantidad y calidad de relaciones sociales y, por ende, tendrá una influencia importante.
Un aspecto más que hay que tener en cuenta es cuándo y en qué situación puede un individuo ejercer su mayor influencia sobre los sucesos históricos. Es probable que en los inicios de un proceso, cuando ese individuo no ha desarrollado todavía el máximo de su potencial como dirección, porque no ha logrado todavía vertebrar el mayor número posible de relaciones sociales a los que su papel en el proceso da lugar, su poder sea menor. Por el contrario, cuando ha llegado al máximo de relaciones posibles, es dable creer que su poder sea decisivo.
Para que esto último se produzca, es necesario también que la coyuntura en la que opere sea particularmente aguda en lo que a lucha de clases se refiere. Señala Gramsci que el momento inmediatamente militar de la lucha de clases es aquel en el cual se han formado ya las fuerzas en disputa y el enfrentamiento es inevitable e inminente. Cuando este momento se alcanza, cualquier movimiento erróneo puede ser fatal, en particular cuando las fuerzas que se enfrentan tienen una relativa paridad. Un golpe de mano exitoso contra la dirección de una de las fuerzas, contra su Estado Mayor, puede resultar crucial. De la calidad de los cuadros de esa dirección dependerá, entonces, el resultado de la lucha. A los efectos del proceso abierto con el Cordobazo, Perón resultó un cuadro de excepcional calidad.
Bonapartista y asesino
Dijimos que Perón era un bonapartista. Lo que quiere decir que se constituye en dirección relativamente autónoma de un proceso que expresa una paridad de fuerzas entre clases. Así, el bonapartista se apoya en la “izquierda” del proceso para enfrentar a las fuerzas de la “derecha”; cuando ha logrado cierto control del aparato del Estado, se inclinará hacia su ex contrincante para limitar el poder de su, ahora, ex socio. Como todos saben, el concepto fue acuñado en relación al análisis que Marx realiza de Luis Bonaparte, emperador de Francia durante los más o menos veinte años que siguieron a la revolución de 1848. Perón llegó al poder en medio de la ola de ascenso mundial de la clase obrera que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Igual que el laborismo británico y la socialdemocracia sueca, expresó el máximo desarrollo del reformismo obrero, es decir, la culminación lógica de la lucha democrática del proletariado, esa que arranca con la huelga contra éste patrón, continúa con la confrontación con todos los patrones de una rama, de una ciudad y la huelga general nacional. Llegado cierto momento del desarrollo de su fuerza política dentro del sistema capitalista, la clase entiende que su estrategia reformista no puede completarse sin participar del gobierno del estado.
Traza alianzas con fracciones de la burguesía afines a la satisfacción de sus intereses secundarios (el valor de la fuerza de trabajo) y logra formar un personal político cuya principal preocupación consiste en la mejora paulatina de las condiciones generales de existencia de la clase obrera, en el marco de la continuidad de la expansión ampliada de la acumulación de capital. Desde el punto de vista de la política económica, esa alianza ha recibido varios nombres: keynesianismo, cepalismo, mercado- internismo, intervencionismo. Desde el punto de vista de la estructura del aparato del Estado: Estado de bienestar, corporativismo, Estado social, capitalismo administrado, fordismo. Desde la ideología: reformismo, populismo, socialismo. El peronismo es, entonces, hijo de este proceso. De allí que el lugar de Perón en el nacimiento del que iba a ser su movimiento, fue probablemente muy limitado. Desde al menos dos décadas atrás, las fuerzas que culminaron en el 17 de octubre ya estaban en marcha e incluso varios personales políticos se disputaban su conducción (el Partido Socialista, el Partido Comunista y algunas corrientes internas del radicalismo). Todos los relatos serios del 17 de octubre y todas las historias bien contadas del Partido Laborista y de la vieja guardia sindical, permiten ver esta situación paradójica: Perón no es nadie, está vencido y son sus aliados en el mundo obrero los que vienen en su rescate. Aliados que le prestan incluso la estructura política nacional necesaria para enfrentar las elecciones posteriores. Aliados que, conscientes de su poder no tienen ningún interés en entregar a Perón la dirección completa del proceso. Es más, el propio Perón debe batallar con ese personal político para alcanzar la dirección indiscutida, dejando en el camino el tendal de sindicalistas remisos a plegarse a sus órdenes (de los cuales Cipriano Reyes es el más conspicuo y conocido). Es por eso que, con Perón o sin Perón, el 17 de octubre (es decir, el ascenso de la clase obrera al gobierno del estado con una política burguesa), se habría producido igual. Durante el exilio, “el Tirano prófugo” pierde la dirección técnica del proceso histórico y encuentra cuestionada su dirección política y moral. Debe batallar duro para mantenerse en un lugar expectante. Será otra vez la clase obrera, en un movimiento en el que comienza a romper con la estrategia reformista y a conformar una estrategia revolucionaria, la que volverá a colocar a Perón en el lugar de Bonaparte. Consciente de esa situación, el “Que te jedi”, alentará a la “juventud maravillosa”, a la que, una vez ya camino seguro al poder no dudará en fusilar (en Ezeiza), torturar y matar (con la Triple A). Precisamente, en este momento del nuevo proceso en marcha, Perón tiene el máximo poder de arbitraje y lo usa para frenar el desarrollo de las fuerzas revolucionarias. Ese papel fascistoide que no pudo cumplir en su primer gobierno, arrastrado hacia la izquierda por un poder que no controlaba totalmente y que le valió la inquina de las fracciones más poderosas de la burguesía, lo ejecutó con precisión militar en su último paso por la Rosada. Paradojas de la historia, acusado de fascista, se transformó en el personal político de una fuerza de centro-izquierda; reputado como revolucionario, fue el brazo ejecutor de la primera etapa de la contrarrevolución. Precisamente, su llegada desarmó a los revolucionarios y creó un impasse durante el cual la burguesía, golpeada por las insurrecciones que siguieron al Cordobazo, pudo recomponerse y reagruparse. Nadie podría haber cumplido mejor ese papel que él mismo: sin Perón (tal vez) no habría habido contrarrevolución. Lo que es lo mismo que decir que el “líder de la Tercera Posición” salvó al capitalismo argentino de una derrota probable. Plejanov no hubiera aceptado esta conclusión; Trotsky, casi con seguridad.
Ya Marx se había opuesto a Víctor Hugo y su caracterización de Luis Bonaparte como “El Pequeño”. Era obvio que un personaje de tan pobre personalidad no podría haber llegado donde llegó. Que lo hiciera no demostraba su grandeza, sino que imponía el desafío de explicar cómo una figura tal, un lumpen en toda la regla, podía haber desempeñado un papel tan relevante. De ese interrogante nació El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, uno de los mejores análisis sociales que se hayan escrito jamás. Perón, el hombre de los mil nombres, tantos como relaciones trazó con todos y cada uno de los seres humanos que componían la sociedad que dirigió durante tanto tiempo, está esperando su “dieciocho” que explique cómo un hijo de la pampa gringa, militar de segundo orden, autoritario y de escasa formación intelectual, se convirtió, sucesivamente, en redentor de las masas y asesino de su propio pueblo. Cómo logró su derecho, merecido, a ser Juan Domingo, el Grande. Una biografía tal ayudaría, quizás, a entender a otro personaje singular, probablemente destinado a una historia diferente: Néstor, el pequeño.