Por Pablo Lucero – Hacia la mitad del siglo V a.C. la democracia se extendía en Atenas. Casi la totalidad de los hombres libres gozaba del derecho al voto y la ciudad parecía haber llegado a la perfección. Sin embargo, la muerte de Pericles en el contexto de la Guerra del Peloponeso, da rienda suelta a la descomposición social y comienza a revelarse la debilidad interna de la estructura social ateniense. Como señala Agnes Heller, “El grupo social que no tenía esclavos no tarda en empobrecerse. Los ciudadanos libres no pueden ir a la guerra sencillamente porque no tienen con qué comprarse el equipo. El estamento de los no trabajadores proletarizados se desmoraliza: venden su voto al mejor postor, dejando el terreno libre a los demagogos. Aceptan dinero a condición de ir a la guerra, y de ciudadanos libres se convierten en mercenarios. La aristocracia comienza a enriquecerse con rapidez. Los Treinta Tiranos, salidos de sus filas, aspiran al poder personal y –hecho infrecuente hasta entonces en Atenas– hacen asesinar a sus enemigos políticos […] De un día para otro los hombres libres pueden transformarse en esclavos, oprimidos los poderosos y a la inversa. Los aliados abandonan Atenas y la guerra termina en una derrota catastrófica.”1 Es este contexto de agotamiento de las fuerzas productivas el que determina el futuro político de Atenas2. Es en este contexto donde van a intervenir, primero Platón y, más tarde, Aristóteles.
El naufragio de la vida ante la forma
Platón, como lo caracteriza Agnes Heller, es el “último filósofo de la polis”. En medio de la decadencia griega, clama por la restauración de la comunidad orgánica y la ética comunitaria. Por esa razón, la política y la ética platónicas terminan en una idealización absoluta, subsumiendo el ser por el deber ser, subsumiendo la ética social existente por un compromiso abstracto y subjetivo, inmotivado y carente de justificación científica del mundo tal cual es. Recordemos que, para Platón, el mundo se divide en una parte sensible y una ideal. La sensible es imperfecta, una mera copia del original, que mora en el mundo ideal. El mundo sensible no es objeto de conocimiento, sólo de opinión. El conocimiento real sólo es posible en el mundo de las ideas. Las ideas existen trascendentemente, son sustancias separadas de los objetos que percibimos sensorialmente. Son entidades que poseen existencia real e independiente: cada Idea es una “sustancia” (ousía), algo que existe en sí como realidad trascendente y no inmanente a las cosas. Cada Idea es única, eterna, inmutable y acrónica. Las realidades no son corpóreas ni tampoco pueden ser conocidas por la percepción sensorial. Sólo pueden ser conocidas por la inteligencia o por intuición intelectual (noesis). De esta manera, la relación entre las ideas y los objetos sensibles de nuestra experiencia cotidiana no puede ser de otra manera que de participación o de imitación. El ser humano mismo se compone de esa manera dual: cuerpo y alma. El alma sería la realidad última del hombre. El hombre es su alma. Platón sostiene la eternidad e inmortalidad del alma y su posibilidad de reencarnación. El alma es la esencia humana, el principio y el fundamento del conocimiento humano en cuanto pertenece al mundo de las ideas. El Bien para Platón es una idea, que como todas las ideas, es perfecta y única. Esta idea sólo puede ser conocida por aquellos que tengan la capacidad de la contemplación suprema. Quienes sean capaces de la contemplación de la idea de bien deben disponer de su realización: el conocimiento de la idea obliga a su puesta en práctica. De aquí que su teoría del Estado y de la moral vayan de la mano, ya que la única posibilidad de realización de la idea de bien y, por consiguiente, de la moral, sólo puede esperarse con la realización del Estado. Paradójicamente, Platón pretende devolver su época de oro democrática a la Grecia decadente por medio del gobierno aristocrático de reyes-filósofos, capaces de contemplar las ideas necesarias que, al imitarlas haciéndolas prácticas logren el establecimiento de una comunidad orgánica.3 Como señala Heller aquí radica el fracaso platónico: “El estado y la ética de Platón no presentan más que un criterio axiológico: la mímesis de ideas inexistentes, la imitación de un no sé qué absoluto que los hombres no conocen de ninguna de las maneras y que sólo unos cuantos especímenes excepcionales pueden conocer […] El bien como cosa en sí, como entidad independiente del hombre y la sociedad es la gran (y falsa) idea filosófica creada por Platón.”4 Queda claro que para Platón la ética no corresponde a un tipo de relación social específica. La ética posee, en su concepción, una existencia objetiva, que a su vez está fuera del orden de los individuos. Esta objetividad del bien no tiene nada de material, es más bien, conceptual o espiritual. La critica de esta concepción “en sí” la retomará Aristóteles.
El imperio de la virtud
“El escolasticismo y el clericalismo tomaron lo que había de muerto en Aristóteles, pero no lo que había vivo: las investigaciones, las búsquedas, el laberinto, en el cual el hombre perdió el camino.”5 Lenin El punto central para desarrollar la ética aristotélica es su ruptura definitiva con la trascendencia platónica. Aristóteles sostiene que la moral tiene sentido sólo en relación con el hombre y no puede existir independientemente de él. El bien, entonces, es un bien “para nosotros”. Aristóteles apoya su ética en el carácter inmanente del ser social. El bien, es tal en tanto el hombre lo considere: es el hombre la medida del bien. Es el bien subjetivo y particular, en cuanto fin del individuo, el verdadero bien. El objeto de la ética aristotélica no es el sabio, sino el hombre medio en toda su complejidad y particularidad, ya sea en sus virtudes, como en sus vicios. De esta manera se abre paso al concepto de particularidad. La particularidad corresponde a las necesidades específicas de una polis, de un hombre, etc. Esta búsqueda de lo particular es la peculiaridad del método de investigación de Aristóteles. De esta manera relativiza el bien y, en consecuencia, la moral. El bien se refiere a la actividad humana y la actividad humana tiende al bien. Así, se expresa como un télos. Para comprender la ética de Aristóteles es fundamental remarcar que se trata de una ética teleológica, es decir que posee un fin último, que es el que determina la totalidad de los otros fines. El télos o fin último del hombre es, para Aristóteles, la felicidad (eudaimonía). Es querido por sí mismo y es el fundamento de todos los demás. En este sentido, el télos aristotélico se distingue del télos platónico en la medida que Aristóteles analiza la acción humana de acuerdo con la dialéctica particularidad- universalidad. Lo bueno para Aristóteles reside en lo bueno según la particularidad de cada hombre. No quiere decir que no existe ningún tipo de objetividad, ya que de no haberla, jamás podría argüir el autor que el fin último del hombre es la felicidad. El patrón de medida de Aristóteles va a ser el hombre social, esto es, la mayoría. El carácter del bien es objetivamente relativo. Como ya hemos dicho, la felicidad es el fin último de los hombres. Según el relato de Aristóteles, para unos, la felicidad se alcanza con riquezas; para otros con honores y fama; para otros se encuentra en los placeres. Sin embargo, dice Aristóteles, todos estos no son más que bienes externos que no son perseguidos por sí mismos, sino por ser medios para alcanzar la felicidad. Es ésta la única que se basta a sí misma para ser: es autárquica y perfecta. Los demás bienes externos se buscan porque pueden acercarnos más a la felicidad, aunque su posesión no implica que seamos felices. Resta ver, entonces, qué bienes constituyen la vía regia a la felicidad y cuáles no. Según Aristóteles, podemos dividirlos en tres tipos: el primero corresponde a los bienes externos (riqueza, honores, fama, poder, etc.); el segundo a bienes del cuerpo (salud, placer, integridad, etc.); y, por último se encuentran los bienes del alma (la contemplación, la sabiduría, etc.). Para Aristóteles hay dos formas de vivir que llevan con certeza hacia la felicidad: la vida política o el hombre prudente; y la vida contemplativa o el sabio (sophós). Sin embargo, no toda virtud es prudencia, sólo es prudencia la virtud ética conforme a la recta razón, según la que el hombre es llamado “bueno”. Aristóteles define la prudencia como la capacidad para buscar lo bueno para uno mismo, aunque nos aclara también que es imposible el “bien para uno mismo sin administración domestica ni régimen político”. Esta concepción de prudencia, entonces, está estrechamente ligada a la concepción de deliberación, específicamente, a la concepción de buena deliberación. La recta acción, que se forjó con la buena deliberación debe siempre de apuntar a un término medio, la única acción que es verdaderamente moral. De esto último se desprende que la razón es la guía de toda acción moral y medio para arribar a la felicidad. El mayor bien para un hombre será el pleno desarrollo de aquello que le es más esencial: la inteligencia; la actividad contemplativa. Será la virtud de la sabiduría la que le procure al hombre la verdadera felicidad, aunque deba conjugarla con otras virtudes y con los bienes exteriores. La capacidad más elevada del hombre es la contemplación de la verdad y su acto o ejercicio es la suma felicidad. La vida contemplativa es, más que la vida política, la mayor felicidad.
Dos filósofos de la decadencia
Usualmente se sostiene que con Platón y Aristóteles llega a su culminación la filosofía clásica, lo que es casi lo mismo que decir toda la filosofía anterior al Renacimiento. Ciertamente, ambos construyeron edificios difíciles de ignorar. Sin embargo, o tal vez por eso, ambos fueron los filósofos de la decadencia de una experiencia política: la de la polis independiente. Las respuestas que dieron a esa crisis, no parecen, a la distancia, haber resultado muy alentadoras. Platón, con la búsqueda absurda de un mundo inexistente en el cual hallar remedio al mundo real, un escape místico y totalitario. Aristóteles, con el retiro de la vida política como máximo bien posible y la vaga esperanza en la prudencia de algún gobernante sabio. Prisioneros de las relaciones de clase que hicieron posible su existencia, a ninguno de los dos le pareció necesario cuestionar radicalmente ese orden como medio para encontrar respuestas mejores.
Notas
1Heller, Agnes: Aristóteles y el Mundo Antiguo, Península, Barcelona, 1998, cap. I, pp. 8-9
2Véase Ste. Croix, Geoffrey Ernest Maurice: La Lucha de Clases en el Mundo Griego Antiguo, Crítica, Barcelona, 1988, cap. V.
3Platón: República, Eudeba, Buenos Aires, 503 b, p. 362.
4Idem, pp. 113-114.
5Lenin, Vladimir Illich: Cuadernos Filosóficos, Ediciones Estudio, Buenos Aires, 1972, p. 338.