Eduardo Sartelli analiza el movimiento de la sociedad argentina en los últimos 40 años para comprender el proceso que culminó en el Argentinazo y la disyuntiva que ahora se nos plantea.
Eduardo Sartelli (docente de la UBA y militante del Partido Obrero)
Llegué a Plaza de Mayo a poco de empezado el ruido. No había más gente que la que podía cubrir el espacio entre las vallas frente a la Casa Rosada y el monumento a Belgrano. Y sin embargo, ya se veía venir la marea. En menos de media hora la plaza se llenó y Avenida de Mayo se transformó en un río humano cuyo torrente casi no dejaba remontarlo. Los barrios se volcaron al Centro. Era un hecho histórico, lo sabíamos todos los que allí estábamos. ¡Qué boludos, qué boludos, el estado de sitio se lo meten en el culo! era la con-signa. Resultaba milagroso encontrar conocidos en semejante muchedumbre. Pero encontré muchos. Después me di cuenta de la razón: nos habíamos cruzado muchas veces en los últimos años de marchas, huelgas, cortes, piquetes. Había mucha experiencia de lucha en la calle. Nada espontáneo. ¡Fuera Cavallo! fue la consigna que rindió frutos inmediatos. ¡Fuera De la Rúa! ya se asomaba y competía con un ¡Que se vayan todos! que no haría otra cosa que crecer al día siguiente. A eso de las 14 horas del jueves, los docentes universitarios nos concentramos en Plaza Congreso para marchar con los piqueteros. El PTP, la CCC, la FTV y el CTA, ausentes sin aviso. El Polo Obrero, el PO, Izquierda Unida y otros agrupamientos de izquierda armaron columna con algunas seccionales del Suteba y con mi gremio, la AGD de la UBA. No hicimos más de 5 o diez cuadras y allí empezó todo: gases, balas de goma, corridas. Y la juventud obrera maravillosa que protagonizó el combate de Plaza de Mayo, junto con organizaciones de izquierda y gremios combativos, entre ellos, sitial de honor, los motoqueros, verdadera caballería popular. Treinta muertos en todo el país y un presidente inútil que cae miserablemente, tan miserablemente como había llegado al poder. De nada le valió truco publicitario alguno para ocultar la verdad: la Alianza debutó matando y cayó matando. Cuando nos volvíamos por Corrientes, grupos de jóvenes se retiraban caminando por la calle, orgullosos, sin remera, para que se les vieran las marcas de las balas de goma. Confirmé mi impresión del día anterior: había empezado la revolución. Y sin embargo, el asunto no me sorprendía, como no sorprendía a ninguno de los que en los últimos años veníamos sosteniendo, frente al derrotismo interesado de los seudoizquierdistas, que algo poderoso se agitaba en lo profundo del corazón del pueblo. Es necesario, ahora, sacarlo a la luz de la conciencia.
En el número anterior de RyR señalábamos una serie de tendencias que, a nuestro juicio, caracterizaban la situación actual. Tendencias que no han hecho más que desenvolverse por los carriles que allí marcábamos: la crisis mundial no sólo no ha refluido sino todo lo contrario, la Argentina es el eslabón más débil de la cadena y las relaciones sociales rotas por la crisis buscan darse una nueva expresión política. Esa realidad se manifestó en las jornadas revolucionarias del 19/20 de diciembre
Antes del 19/20
Una enumeración superficial de los hechos previos a las jornadas revolucionarias incluiría una consulta popular por un salario de formación y empleo de 380$, una huelga general de acatamiento importante y 2 o 3 días de saqueos a supermercados. En el interín, y acompa-ñando, se pueden puntualizar cortes de rutas y calles varios y rebeliones provinciales de cierta envergadura. Los meses anteriores estuvieron marcados por una elección general (con una amplia derrota para el gobierno y el principal partido de la oposición, alto abstencionismo y voto en blanco y crecimiento de las fuerzas de la izquierda), varias huelgas importantes (en especial, la de la docencia de todos los niveles), la seguidilla de elecciones universitarias en las que el partido de gobierno pierde la hegemonía en la FUBA y las jornadas piqueteras de cortes de rutas nacionales. Estos hechos no tienen la misma magnitud ni importancia, pero señalan puntos de inflexión en el comportamiento de las fracciones sociales pertenecientes a las clases subalternas que se han movilizado en las jornadas del 19/20.
Por el lado de la burguesía, los hechos más importantes son los siguientes: la negativa del FMI a financiar el programa de Cavallo, la renegociación de la deuda con los acreedores locales (el megacanje) y un complejo conjunto de operaciones de prensa por parte de los grandes grupos económicos, la UIA y otras agrupaciones empresarias, a los que se sumaron movimientos en la interna tanto del radicalismo como del peronismo. Todo iba en el camino de atacar al gobierno De la Rúa, sea para desbancar a Cavallo, para imponer una línea devaluacionista o para reforzar la línea pro-convertibilidad. En las jornadas del 19/20 observamos, sobre este fondo, un proceso de unificación general contra el gobierno que expresa, tanto el enorme aislamiento al que se encuentra sometido como la profundidad de la conciencia de las diferentes clases (y sus fracciones) que componen la sociedad argentina, sobre el carácter terminal de la crisis que se vive y, por lo tanto, la urgencia de una acción de carácter excepcional. Frente al gobierno De la Rúa se yergue, entonces, una unidad superficial de la burguesía (expresado como aislamiento, o sea, negación de apoyo político), una movilización autónoma de la pequeña burguesía contra el ministro de economía y una movilización autónoma de la clase obrera contra el Poder Ejecutivo. Aislado internacionalmente, repudiado por su electorado y atacado por su enemigo de clase, el gobierno cayó, víctima de un golpe de estado de tipo parlamentario.
Entender el contenido real de los sucesos revolucionarios del 19/20 exige, sin embargo, ir más allá de la descripción de lo que pasó en esos días, incluso en los meses previos. Exige remontarnos al menos al 24 de marzo de 1976, punto de cierre de una etapa en la lucha de clases en Argentina. Una lectura de ese proceso cree poder interpretarlo como el enfrentamiento entre dos formas de capital, el capital financiero por un lado y el productivo (o industrial) por el otro. El primero habría llegado al poder con el proceso militar, subordinando al segundo. Esa sería la clave de la situación argentina actual: la decadencia de su aparato industrial no sería más que la expresión de la subordinación de la burguesía industrial a la financiera. Se hace difícil explicar de esta manera por qué personajes como Macri, Pérez Companc, Fortabat, Pescarmona y otros, cuyos capitales se ubican en la producción, resultaron beneficiarios directos del Proceso Militar, al punto de constituir los grupos dominantes del período posterior. Sería también difícil de explicar la presencia de capitales financieros en la otra parte (como los bancos privados del interior, la mayoría hoy desaparecidos, o el Credicoop y la banca cooperativa). En realidad, todo capital, llegado a cierta magnitud y diversificación, puede requerir un comando financiero, tanto para reciclar y circular la plusvalía entre diferentes empresas propiedad o controladas del grupo, como para dar salida a sus excedentes líquidos o asegurarse la captura de plusvalía procedente de sus actividades pero que van a parar a manos de otros (como Wall Mart, que quiere ahora ofrecer tarjetas de crédito y servicios bancarios). El camino inverso, de bancos que toman posesión de capitales industriales (se “industrializan”), también es maniobra común y corriente. Además, la financiarización tiene por función crear cercos protectores contra las maniobras de otros capitales, sobre todo en momentos de alta volatilidad y especulación financiera, como la que caracterizó al final del gobierno militar. Alguno objetará que Lenin llamaba a eso mismo “capital financiero”. En efecto, no es con Lenin con quien debatimos sino con los que confunden este proceso con la crítica vulgar (y keynesiana) al capital financiero como capital “parásito” y explican a través de esta concepción un funcionamiento del capitalismo que ya no es reconocible desde El Capital y que constituye, en última instancia, una apología del capital “productivo”. En la perspectiva que manejamos aquí, es el tamaño del capital lo que cuenta y no las funciones que realiza. Aunque una y otra cosa van de la mano, no es la separación financiero/productivo lo que importa, sino grandes versus no tan grandes. Y esta separación es más importante incluso que esa otra que prefiere separar capitales nacionales de extranjeros. Aunque esta división también cuenta, al igual que la división por función, son características subordinadas a la que arbitra según tamaño. Así, lo que vemos confrontar son coaliciones de grandes capitales frente a otros de menor porte. Como la “financiarización” es una posibilidad que otorga el tamaño del capital en juego, y como el capital tiende a acumularse más rápidamente fuera de la Argentina, es lógico que cuando hablamos de “gran capital” nos refiramos a una mezcla en la que tienden a predominar capitales “financiarizados” de origen extranjero, junto con los pocos locales que logran alcanzar los tamaños adecuados y, en algunos casos, replicar esa “financiarización”. También resulta lógico que cuando hablamos de capitales menores o débiles nos refiramos sobre todo a una amalgama de capitales escasa o nulamente “financiarizados” de origen local. Algo similar sucede con los capitales “mercado-internistas” y los exportadores. Los más grandes tenderán a ubicarse, de preferencia, en este último sector en tanto exportar no es algo asequible a cualquier capital, aunque hay grandes capitales ubicados necesariamente de cara al mercado interno (servicios públicos, peajes, etc.). Desde esta base, podemos reinterpretar la historia reciente.
Dijimos que el 24 de marzo de 1976 es un punto de llegada. En una exposición por fuerza muy estilizada, podemos ver que allí se enfrentaban dos alianzas burguesas en medio de la emergencia de una alternativa revolucionaria (corporizada en una fracción de la clase obrera aliada a una fracción de la pequeña burguesía). Una de dichas alianzas logró hegemonizar el proceso de destrucción de esa fuerza revolucionaria al mismo tiempo (y por ello mismo) que se imponía a la otra. Las tres alianzas enfrentadas eran: 1) la que tenía como personal político a las fuerzas armadas, que por comodidad llamaremos “alianza militar”; 2) la que tenía como personal político al peronismo (y por ello la llamaremos “alianza populista”); 3) la que pugnaba por una salida revolucionaria. En la primera militaban también partidos de derecha y el radicalismo, siendo su base de masas pasiva (como “opinión pública”) la mayor parte de la pequeña burguesía. La conducción de esta alianza la expresaban sectores de gran burguesía nacional y extranjera. En la segunda se expresaban partidos de izquierda y nacionalistas y su base de masas activa era la mayor parte de la clase obrera, que disputaba la conducción de la alianza con su fracción burguesa, la más débil de la burguesía. Por fuera de ambas alianzas, se extendía la otra, formada por los sectores más radicalizados, pero minoritarios, de la clase obrera y la pequeña burguesía, con conducción de la primera, expresándose en partidos de izquierda y agrupaciones político-militares. Dicha conducción, sin embargo, se hallaba repartida en una enorme variedad de partidos nominales. Esta falta de conducción es la que se señala como debilidad central cuando se dice que en los ’70 “faltó el partido”. La progresión de esta última alianza (desatada por el Cordobazo y producto de la crisis de la pequeña burguesía con el radicalismo y el desarrollismo y de la clase obrera con las conducciones “vandoristas” bajo el gobierno de Onganía) llevó a la reconstitución de la alternativa populista como modo de desviar las tendencias revolucionarias. Así, la experiencia del último gobierno peronista (1973-76) mostró las características abiertamente contrarrevolucionarias de los gobiernos de estilo “frente popular”. Es el fracaso de esta experiencia tanto en encausar la crisis económica como la emergencia revolucionaria, la que fortalece a la alianza “militar”.
El gobierno de la alianza “militar” se caracterizó por iniciar el mecanismo de “salto hacia delante” vía deuda que ha caracterizado a la burguesía argentina (y no sólo argentina) desde ese momento (y tal vez, desde mucho antes). En efecto, atacada por burguesías más poderosas, la burguesía argentina recurre a una feroz concentración y centralización del capital, con la liquidación consecuente de pequeños y medianos capitales, y al endeudamiento permanente. Por ambas vías esperaba alcanzar algún lugar en el mercado mundial. El resultado es la conformación de una cúpula burguesa extremadamente reducida, que progresa en la misma medida en que se expropia al resto de la burguesía local y crece la deuda. Cada tanto el sistema estalla como resultado de la inviabilidad de largo plazo de esa estrategia y su debilidad financiera de corto plazo (1982, 1989, 2001), dejando la secuela de mayores quebrantos de capitales más débiles, privatización de activos públicos, licuación de pasivos y estatización de deudas. Con estos mecanismos, la burguesía local transfiere sus pérdidas al conjunto de la sociedad, socializando su bancarrota. En el camino, algunos grandes grupos, como Techint o Pérez Companc, o sectores enteros, como el agrícola, logran condiciones para operar en el mercado mundial, condiciones que se traducen en innovaciones productivas y escalas de producción que son destructoras de empleo. El resto de las actividades sufre las transformaciones que el proceso mundial de concentración, centralización y desregionalización del capital le impone, provocando nuevas destrucciones de empleos por la vía del aumento de la productividad del trabajo o por la desaparición de ramas enteras de la producción como resultado de su relocalización a escala mundial. Superficialmente (o sea, nacionalmente) puede aparecer como “desindustrialización” y estancamiento de las fuerzas productivas. A escala mundial, no es más que la consecuencia lógica del desarrollo de las fuerzas productivas.
El capital extranjero, socio tutelar de la alianza “militar”, opera a través de la pugna interimperialista. La Argentina cae políticamente dentro de la órbita del capital americano, por lo cual la burguesía local pierde permanentemente posiciones en beneficio de su par yanqui, algo que quedó evidenciado en la venta general de empresas locales a manos de sus competidores y que ha transformado a buena parte de la ex burguesía argentina en nuevos rentistas internacionales. Sin embargo, en la última década, el capital europeo ha realizado una penetración profunda en la economía argentina, sobre todo a partir de las privatizaciones. Es esta la razón por la cual Cavallo creyó en su momento que podía realizar una especie de “bonapartismo” internacional, una función de arbitraje que sería corporizada en la frustrada tentativa de anclar el peso no sólo al dólar sino también al euro. Movida que no hizo más que acelerar su caída. Algo que muestra también la debilidad relativa del capital europeo frente al americano. Una situación parecida se vive en relación al Mercosur, en el cual algún sector de la burguesía argentina creyó encontrar un socio que le permitiera incrementar su capacidad de negociación frente al capital europeo y/o norteamericano. Es la debilidad de la burguesía brasileña la que impide esta operación, en tanto ella misma, aún siendo mucho más poderosa que su par argentina, es incapaz de darse un lugar propio en el mercado mundial. Argentina es, entonces, el terreno de batalla de las dos expresiones más poderosas del imperialismo mundial. Si los europeos parecieron tomar ventaja durante la década pasada, en tanto se hicieron con los activos más importantes, se trató de una obligada victoria a lo Pirro. Obligada porque la única forma para los capitales más débiles de ocupar posiciones es arriesgarse a las operaciones más inseguras. Esa es la razón por la cual el más débil de todos los capitalismos europeos, el español, se embarcó en una agresiva política latinoamericana de compra de activos a cualquier precio. Quizás la operación más riesgosa fue la compra de YPF, para lo cual Repsol debió endeudarse en 15.000 millones de dólares. La leyenda quiere que los americanos quedaron fuera de las operaciones más jugosas porque carecían de la posibilidad de “coimear” que tienen sus contrapartes españolas, cuyas leyes serían más laxas a ese respecto. Pero el affaire IBM-Banco Nación demostró que ese no era el problema. En realidad, los españoles se arriesgaron más de la cuenta para ocupar posiciones en el mercado mundial, a sabiendas de que, de no hacerlo, la oleada mundial de fusiones y adquisiones amenazaba con llevárselos puestos. El desbarranque actual de la Argentina, con su secuela de pérdidas para los grandes bancos españoles controlantes de las privatizadas (el Santander y el Bilbao Vizcaya), demuestra que la operación “reconquista” puede terminar llevándolos allí donde no querían ir, es decir, a su absorción por capitales americanos. Al mismo tiempo, el conjunto del capital extranjero busca la privatización de los bancos estatales a fin de apoderarse de la cartera de deudores incobrables, lo que dejaría en sus manos entre otras cosas millones de hectáreas de la pampa húmeda y del resto de país.
La “alianza militar” impulsa esta política cuasi suicida por su propia debilidad. Incapaz de garantizar la reproducción a escala ampliada, es decir, de reconquistar posiciones en el mercado mundial, se contenta con ser socia menor del imperialismo americano, aunque ello signifique dormir con el enemigo, algo que hizo con placer durante la década menemista. Ahora se encuentra en condiciones de desorganización extrema, razón por la cual la crisis pareció revivir la “alianza populista”, ya sea por la vía del Frepaso-CTA-Alianza o por la de Duhalde. Pero la debilidad de esta alianza es mayor que en los ’70, por la simple razón que las magnitudes inferiores de capital que representa son aún menos capaces de sostener el desarrollo de las fuerzas productivas y reconquistar posiciones en el mercado mundial. De Mendiguren es la expresión más cabal de esta debilidad insalvable. Por eso, su política se limitó a conseguir la devaluación en espera que ésta mejorara sus posibilidades, política que comparte con otros sectores del gran capital (como Techint) y con el mundo agropecuario. La política populista se limitó a descargar sobre las espaldas de las grandes masas la licuación de pasivos y la mejora de la “competitividad”, a costa de una completa desestructuración de las relaciones sociales. Ya sea por la vía “militar” como por la “populista” la burguesía argentina demuestra, en su conjunto, la desaparición de su necesidad de existencia y su transformación en parásito destructor de toda relación social. Que las masas explotadas hayan enarbolado como grito de guerra el Que se vayan todos es una expresión de su conciencia del agotamiento de toda función social del conjunto de la clase propietaria, por ahora evidenciado en la crisis definitiva de los partidos políticos que encarnaron todas y cada una de las variantes de la política burguesa. Es este agotamiento el que crea la posibilidad del surgimiento de una nueva alianza revolucionaria, posibilidad que se expresó en las jornadas del 19 y 20 de diciembre del año pasado.
19/20: Lo nuevo y lo viejo, espontaneidad y organización
¿Qué es lo nuevo en el proceso en curso? Piquetes y cacerolas, por un lado. Aislamiento de la alianza “militar”, por otro. Ya señalamos en el artículo anterior que tanto la clase obrera como la pequeña burguesía, como resultado de la reestructuración de la sociedad a la que procedió la alianza militar luego de su victoria en los ’70, habían quedado desgajadas de su relación con las fracciones de la burguesía que habían orientado sus respectivas alianzas. Quedaban en disposición, entonces, de iniciar acciones históricas independientes. Al mismo tiempo, la alianza “militar”, que había doblegado el intento del alfonsinismo de reconstituir la alianza populista y había logrado arrastrar nuevamente a la pequeña burguesía y a sectores de la clase obrera como base de masas bajo el menemismo, queda desprovista de su caudal político. El 19/20 no es más que la culminación de dicho proceso. Veámoslo más de cerca.
La crisis del capitalismo iba, dijimos ya hace siete años (véase RyR 3), a enterrar al reformismo y a ofrecer una oportunidad histórica a la izquierda. La base de tal oportunidad era, a partir de la clase obrera, el agotamiento de la alianza populista, con el consiguiente deterioro de la fracción burguesa que la había impulsado y el pasaje de su personal político, el peronismo, a las filas de la alianza vencedora, la militar. Algo similar sucede con una de las expresiones políticas de la alianza militar, el radicalismo. Ambos partidos, radicalismo y peronismo ven erosionarse sus bases políticas al mismo ritmo con el cual su personal dirigente se pasa a las filas de la alianza victoriosa. En el medio, se producen desgarramientos que llevan a intentos de reconstitución de las fuerzas originales a partir de personal político disidente al que suelen sumarse sectores de izquierda. Es la matriz de nacimiento del alfonsinismo, del Partido Intransigente, del Grupo de los 8, del Frente Grande, del Frente del Sur, del Frepaso, de la Alianza, del Polo Social y del ARI. La viabilidad de estos reagrupamientos está descartada tanto por la magnitud de la crisis en curso como por la naturaleza del ciclo actual del capital, que limita cualquier tentativa reformista. Su efímera duración confirma esta apreciación.
La alianza militar logra consolidar su victoria de los ‘70 sobre dos bases distintas pero estrechamente relacionadas: la que justifica su nombre, es decir, la victoria en el momento militar de la lucha de clases (el “Proceso”), y la “compra” de bases políticas (tanto obreras como pequeñoburguesas) por medio de la deuda y las privatizaciones, utilizando como instrumento distribuidor el anclaje del tipo de cambio. La violenta destrucción de la alianza revolucionaria (los “desaparecidos”) constituye la clave de la historia. Pero ello no hubiera bastado sin la neutralización de las fuerzas que la compusieron o que podrían haberle insuflado nueva vida, la pequeña burguesía y la clase obrera. Dicha neutralización tomó varias formas (la “plata dulce” bajo Martínez de Hoz, el “voto licuadora” con Menem) pero consistió siempre en propiciar un poder de compra elevado en términos internacionales (“deme dos”, Miami, Punta del Este) a las grandes masas por la vía de sostener un peso sobrevaluado. El precio de esa estrategia era el endeudamiento externo a tasas elevadas (“tablita”, Plan Austral, Convertibilidad) y la venta de activos públicos (las privatizaciones, “las joyas de la abuela”). Consecuencia necesaria de dicha política era la creación de condiciones negativas para la acumulación de capital local, en un principio favoreciendo a las grandes empresas locales y extranjeras al permitir la caída de costos de los insumos importados y al depurar el mercado de capitales débiles, tanto por la competencia interna como por la importación subsidiada. Pero el correr del tiempo lleva a afectar a todos, sobre todo a esa base coyuntural a la que diezma la desocupación. Esto no quiere decir que la raíz del problema sea el atraso cambiario y que se resuelva (ya está visto que no) con una devaluación. El atraso cambiario mismo es la expresión de un problema más profundo: la incapacidad de la reestructuración capitalista para recuperar posiciones en el mercado mundial (la “competi-tividad”) en una magnitud suficiente como para ocupar a una parte sustantiva de la mano de obra local e incrementar las exportaciones a fin de asegurar el repago de la deuda. Este es un problema que la Argentina arrastra desde hace décadas. De hecho, forma parte de la historia misma de la Argentina y de todo capitalismo débil (es decir, chico) porque la devaluación de la moneda es la manera por la cual los pequeños capitales (a escala mundial) se defienden de los grandes. Las devaluaciones monetarias son, entonces, reconocimiento del retraso permanente de la productividad del trabajo en los capitalismos más débiles, retraso que sólo puede limitarse por esa vía. Pero eso no resuelve el problema, sino que lo traslada hacia el futuro y a una escala mayor. El ciclo podría describirse de la siguiente manera: retraso de la productividad del trabajo, tensiones en la balanza de pagos y presión sobre el tipo de cambio, crisis, depuración de capitales más débiles, concentración y centralización del capital, sobrevivencia de los grupos económicos más alineados con la productividad mundial, penetración del capital extranjero, nuevas condiciones de estabilidad, nuevo plan económico. Todos los “planes económicos”, por lo tanto, no son más que la expresión de la paz entre dos guerras de capitales en las cuales pierden los más chicos y, como tendencia, se imponen los grandes y dentro de estos, ganan espacio los extranjeros. La devaluación viene a facilitar esta resolución renovando el aire para los grandes locales que sobreviven. Por eso, todo plan económico comienza con un dólar “recontra alto” (Krieger Vasena, 1966; Martínez de Hoz, 1976; Cavallo, 1991, ¿Duhalde, 2002?). Casi todos comienzan también con una violenta confiscación de depósitos, lo que no es más que parte del proceso general de confiscación que sella el nuevo pacto entre los “grandes” nacionales y extranjeros. Un pacto que dura lo que el retraso permanente de la productividad del trabajo nacional tarde en hacerse notar, hecho que depende de la coyuntura financiera internacional y/o de la posibilidad de rematar activos estatales o disminuir el déficit público. Tampoco hay que descartar los éxitos, bien que parciales, de la reestructuración productiva.
Es así, entonces, que la amplia coalición coyuntural que generó la convertibilidad comenzó a hacer sentir sus consecuencias. La devaluación se imponía como una necesidad para devolver competitividad a la economía rebajando abrupta y masivamente los salarios reales, hecho estimulado también por la hiperinflación en marcha. Pero la devaluación al mismo tiempo constituía un remedio capaz de matar al enfermo. Por eso no alcanzaba. Al igual que en el ’82 y en el ‘89-90, se imponía enfrentar dicha situación salvando a los bancos de la quiebra (Corralito) y a las empresas con deudas internas (licuación de pasivos con la devaluación) y externas (nacionalización de las deudas privadas). Todo eso debería ser pagado por alguien: la confiscación de los depósitos (Plan Bónex, Corralito) y el cese de pagos de la deuda, que afecta centralmente a los bancos y a las AFJP, en última instancia, a los asalariados, ahorristas y futuros jubilados. El costo de esta estrategia es una fenomenal crisis política y social (’82, ’89, ’01). Pero estas medidas extremas fueron precedidas en los últimos tres años con ajustes permanentes, caídas salariales y crecimiento de la desocupación. Todo ello había ya erosionado esa base de masas coyuntural de la alianza militar, expresándose en el crecimiento del voto de la izquierda, el abstencionismo y el voto en blanco, en la ruptura de las estructuras sindicales, en la victoria de la Alianza, etc., etc.. Aunque estas medidas no han sido completadas todavía, su desigual desarrollo ya ha provocado la definitiva pérdida de su base de masas, condenada a ser el pato de la nueva boda entre el imperialismo y la burguesía local. Esto abre un nuevo horizonte para la alianza militar ahora sin bases: un golpe de estado de tipo militar, algo de lo que ya se está hablando, habida cuenta de la escasas posibilidades para una fujimorización.
Desgajadas de sus alianzas históricas tanto como de las coyunturales, la clase obrera y la pequeña burguesía han emprendido un movimiento histórico independiente. Eso era lo que señalábamos en el artículo anterior y los sucesos del 19/20 lo han confirmado. No se trata de un pase de magia o adivinación, sino de haber interpretado correctamente una tendencia histórica. Pero la existencia esa tendencia demuestra que el Argentinazo no fue un rayo en un cielo sereno, un “acontecimiento” espontáneo, sino el resultado de un proceso preparado por más de una década de lucha de clases. En esa década, los participantes fueron experimentando, sacando conclusiones y, por lo tanto, aprendiendo. Ese aprendizaje mostró su calidad en las jornadas del 19/20. Y, por supuesto, también mostró sus límites. Para entender una y otros es necesario revisar las experiencias de los participantes en esas jornadas.
La clase obrera protagonizó hechos de diferente calidad pero todos concurrentes en un punto: la tendencia a desbordar a las conducciones oficiales, a privilegiar la acción directa y la lucha callejera. Eso no quiere decir que las huelgas no existieran y que algunas no asumieran proporciones importantes. Quiere decir que la lucha de la clase obrera comienza a tomar otras formas. Es necesario, para entender esto, despejar una falsa imagen: aquella que sostiene que los obreros ocupados están ausentes de la lucha. Sobre todo porque no es cierto: sus acciones son tan o más numerosas que las de los obreros desocupados. Hay varias circunstancias que impiden ver esta realidad: a) los obreros ocupados realizan otro tipo de acciones (huelgas por tiempo determinado, “batucadas”, huelgas de “brazos caídos”, trabajo “a reglamento”, etc.), en general, menos espectaculares que las de otras fracciones de la clase; b) realizan actividades que se confunden con las de los desocupados (cortes de ruta, movilizaciones, piquetes, etc.); c) se mantienen, en general, en los marcos de las conducciones sindicales tradicionales; d) muchos de ellos no son percibidos como obreros (docentes, empleados estatales, médicos, etc.); e) sólo realizan acciones más radicales cuando la situación llega al extremo de cierre de plantas o abandono por sus patrones; f) las acciones de los desocupados tienen una espectacularidad y “novedad” que los coloca en primer plano opacando todo lo demás, en parte como una maniobra burguesa de colocarlos como “demonio” a exorcisar.
Estas circunstancias explican no sólo la invisibilidad de las acciones de los obreros ocupados (disminuyendo su importancia real en la lucha) sino que también explican el por qué de su incapacidad (hasta el momento) para convertirse en vanguardia del proletariado. En efecto, fuera de algunas acciones de particular envergadura pero escasa repercusión política sostenida (Aerolíneas, Atlántida, Zanón, Brukman, Río Santiago, TDO, las huelgas automotrices de los ’90, etc.), el proletariado ocupado sólo ha dado espacio a un desarrollo político importante entre los docentes y empleados estatales de diferentes provincias. Y, de hecho, la suerte de experiencias como el sindicato del pescado de Mar del Plata, Zanón, Brukman y, tal vez ahora, Río Santiago, depende crucialmente del movimiento piquetero, de su apoyo y su movilización. La ausencia de dicho movimiento selló la suerte de Atlántida y las huelgas automotrices de los ’90, que cayeron como producto del aislamiento. Hay una explicación para ello y tiene dos partes: la primera, es la desocupación; la segunda, el poder de las burocracias sindicales en dichas ramas de la producción. Donde la desocupación se hizo sentir menos, hasta las burocracias sindicales se han dado el lujo de ser “combativas” (al menos hasta conseguir posiciones de poder en la estructura sindical) como es el caso del ascenso de Moyano. Esto explica que la lucha se hiciera fuerte allí donde la estabilidad en el empleo y su peso político son más importantes, como entre los empleados estatales y los docentes (también empleados estatales), mucho más protegidos de las consecuencias de una huelga fracasada. No es extraño que la vanguardia se ubique entre los empleados estatales y los desocupados. La masa de los obreros ocupados de la economía privada sólo se va a hacer presente en la vanguardia del proceso de lucha cuando el derrumbe de la economía en su conjunto no les deje otro remedio, precedido de una licuación de salarios por hiperinflación y la disparada de la desocupación en cuanto se libere la posibilidad de efectuar despidos en las grandes empresas.
Si ahora vemos a la pequeña burguesía, observaremos un panorama similar. Sus acciones se remontan al ’83, cuando son punta de lanza de la “reconquista” de la democracia, sobre todo después de la desilusión de Malvinas. Pero es el agotamiento del menemismo el que la llama a la lucha. No hay más que recordar que es su última ilusión política importante, el Frepaso, el que inventa los cacerolazos contra Yabrán, parte de la lucha contra la corrupción y el gatillo fácil. Entre los movimientos de la pequeña burguesía hay que incluir también el Movimiento de Mujeres en Lucha junto con otras acciones similares de la pequeña y no tan pequeña burguesía rural, como los tractorazos, cortes, etc.. También hay que contar la lucha por los derechos humanos (en tanto buena parte de sus organizaciones reclutan sus militantes en el seno de la pequeña burguesía), las movilizaciones contra el problema de las inundaciones en la Capital, contra los cortes de luz de Edesur y el desplazamiento de Franja Morada de la conducción universitaria. Pero lo más espectacular se produce en Buenos Aires en la noche del miércoles 19: es la pequeña burguesía movilizada la que inicia la caída de su propio gobierno, a quien no le permite que la use como masa de maniobras contra los piqueteros y el resto de la clase obrera. En efecto, contra todo lo que dicen quienes critican a la pequeña burguesía por “economicista” (“salieron cuando les tocaron el bolsillo”), la pueblada que inicia el Argentinazo se hizo contra el estado de sitio decretado por su propio gobierno para aislarla y separarla de la clase obrera, utilizando el fantasma de los saqueos. Y por esta vía, y al revés que en el ’89, le dio la razón a los saqueadores contra su propio gobierno. La movilización de la pequeña burguesía no es más que el resultado de dos décadas de desposesión de sus condiciones de vida por parte del gran capital: expropiación de su capital de trabajo, sí, de los ahorros de toda la vida, también, pero además la pérdida de derechos educativos y de salud, la decadencia de sus derechos políticos, la indefención jurídica, la ausencia de perspectivas para sus hijos y sus consecuencias (drogadicción, desocupación, delincuencia juvenil), la inseguridad, etc., etc..
Como resultado de todo este desarrollo, han surgido las novedades políticas más importantes de los últimos ’20 años, el movimiento piquetero y las asambleas populares. Son ellos los que vienen a ocupar el lugar vacío dejado por la desaparición del peronismo y el radicalismo como alianzas de masas. Ambos movimientos buscan darse una comprensión del fenómeno que están protagonizando, razón por la cual se produce en cada uno de ellos un intenso debate político ideológico. En este aspecto, el movimiento piquetero ha avanzado mucho más, en tanto no sólo se ha dado ya una conducción visible (aunque dividida y en disputa) sino un programa que lo proyecta como vanguardia del conjunto de los oprimidos y explotados. Ha avanzado también en el plano organizativo, como lo demuestran las asambleas piqueteras nacionales. Pero, visto en su conjunto, las mayores debilidades de esta alianza revolucionaria en formación yacen en la dificultad con que sus componentes se plantean el problema de la construcción del partido revolucionario, sobre todo en el macartismo “libertario” que suele pulular en muchas asambleas barriales.
Después del 19/20 y más allá
Decíamos más arriba que se había consumado un golpe de estado parlamentario que expresa la unidad de la burguesía contra De la Rúa, unidad que escondía un abanico de intereses divergentes. Esta coalición momentánea iba a estallar al otro día del golpe, iniciando un período aún no concluido de feroz lucha política entre diferentes fracciones de la burguesía. El carácter completamente heterogéneo de dicha coalición se evidencia en la fugaz aventura de Rodríguez Saá, que sin tomar ninguna medida real, más que anunciar el default pero sin ponerlo en práctica, se reúne con todo el arco político y a cada uno le promete lo que cada uno quiere. Es por eso que, en el seno del golpe de estado parlamentario se produce un audaz golpe de mano de las fracciones más débiles de la burguesía local y con el auxilio de algunos grupos locales poderosos, unidos bajo la expresión “bloque productivo”, que tiene por función descargar la crisis sobre los sectores financieros locales y extranjeros. La vía por la cual lo realizan es el cese de pagos de la deuda externa, la devaluación y la pesificación. El capital extranjero, sobre todo el yanqui, cuyo jefe político es el FMI, pasa a la oposición porque la devaluación y el cese de pagos la beneficia sólo si tiene vía libre para liquidar empresas locales y europeas. La pelea pasa a desarrollarse ahora en torno a dos leyes, la de subversión económica y la de quiebras. El imperialismo se muestra unido a este respecto, entre otras cosas, por la debilidad relativa del capitalismo europeo en relación al yanqui. La resolución de este conflicto va a relanzar a las masas a la calle en tanto lleva a completar el proceso de expropiación social en marcha.
Este proceso ha sido vivido de manera distinta por la alianza revolucionaria con hege-monía obrera en gestación. La pequeña burguesía, sospechando que la inclusión de personajes claramente pertenecientes a la conducción anterior del bloque financiero significa, por debajo de las promesas demagógicas de Rodríguez Saá, un retorno del menemismo, colabora en su derro-camiento. En el seno de la clase obrera se produce una progresiva desmovilización producto de la tregua en la que se embarcan las grandes centrales sindicales (CGT, MTA, CTA) y la fracción piquetera que les corresponde (FTV-CCC). Esto acentúa la ruptura del movimiento piquetero en un ala conciliadora (D’elía–Alderete) y un ala radicalizada (el Bloque Piquetero Nacional y una creciente cantidad de organizaciones independientes o desprendidas de las anteriores).
¿Qué hacer?
Las alternativas que se ofrecen a la sociedad argentina, fuera de las que encabezan los sectores más poderosos del capitalismo local e internacional (con todas sus contradicciones internas) van desde una renovación del keynesianismo más trasnochado (el Plan Fénix) hasta una supuesta construcción “alternativa” de relaciones humanas (Club del Trueque). El Plan Fénix es un rejunte de buenas intenciones completamente contradictorias entre sí, basadas en una encubierta mayor explotación de los trabajadores. El Club del Trueque (al margen de las denuncias de corrupción y punterismo que ya ha originado) no es la expresión de ninguna salida ni de posibles “micro emprendimientos” para la etapa “post crisis” como señala alguno de sus apologistas, sino todo lo contrario, la prueba palmaria de la descomposición de las relaciones sociales y la ausencia de alternativas bajo este régimen social que todo lo corrompe (como la propia “moneda” del sistema “solidario”, que ha pasado a ser, junto con “quebrachos”, “lecops” y “patacones”, una de las tantas monedas del sistema capitalista).
Algunos compañeros de izquierda, nucleados tras la sigla EDI (Economistas de Izquierda), creen que es necesario elaborar un programa “de izquierda”, para mostrarle a la gente que “hay una salida”. Más allá de las buenas intenciones, la experiencia puede dar pie a dos actitudes perjudiciales: el incentivo a la creencia de que pueden resolverse todos los problemas sin cambiar las relaciones sociales (reformismo distractivo) o la desviación de las energías inte-lectuales de la crítica de la realidad a la construcción de “soluciones” completamente utópicas, ya que desconocemos el marco post-revolucionario en el deberían ser aplicadas. El programa ya existe, es el Programa de Transición, cuya necesidad ha sido reflotada por la crisis. Se trata, simplemente, de demostrar su necesidad a los ojos de las masas.
Dijimos que está en marcha un proceso revolucionario. La evolución de la situación argentina depende de la coyuntura mundial. Un capitalismo tan chico como el argentino bien puede ser rescatado a último momento. Ese proceso revolucionario, entonces, bien puede abortar y los viejos partidos volver a dominar la escena. Pero para que algo aborte, tiene que haber comenzado a existir. La única forma de que llegue a buen puerto es construir el partido de la revolución, la tarea urgente de la hora. Quien no reconozca que el momento de actuar ha llegado, estará colaborando con el fracaso.