Por Marcela María Alejandra Nari
El trabajo a domicilio formó parte, desde sus inicios, de los procesos de industrialización capitalistas. El “moderno” sistema de trabajo domiciliario, sin embargo, no fue una simple prolongación del putting-out system sino que constituyó una importante “rama de explotación del capital” y que, como tal, fue cualitativamente diferente a la de antigua mo-dalidad.[1] En la actualidad, una extensa bibliografía sostiene que el trabajo a domicilio no constituye un “resquicio” de formas precapitalistas tendiente a desaparecer sino que, por el contrario, es continuamente reformulado, recreado y extendido, incluso, más allá de sus límites y sentido originarios.[2]
Una serie de estudios e investigaciones llevados a cabo en la ciudad de Buenos Aires, en la década de 1910, constataron que sólo en algunos establecimientos (denominados “fábricas aglomeradas”) el trabajo se hallaba concentrado local y materialmente. Por el contrario, en las “fábricas dispersas” o “descentralizadas” (dominantes en varias ramas de la producción industrial urbana), existía una concentración económica y comercial, en el sentido de que la dirección del proceso de trabajo correspondía al empresario, pero el trabajo era realizado en la vivienda de los/as obreros/as, fuera de los locales o talleres de aquél. Como sostenía el presidente del Departamento Nacional del Trabajo, este tipo de trabajo no era independiente “(…) desde que el trabajador en vez de ser empresario trabaja por cuenta ajena. Su patrón le entrega la materia prima y recibe el producto, pagando el salario estipulado”[3].
Durante el período escogido para su estudio (1890-1918),[4] el trabajo a domicilio era particularmente importante en ciertas ramas del sector secundario. Hacia fines de la primera década del siglo XX, por cada persona empleada en los talleres de confección de ropa, otras nueve trabajaban a domicilio. En la industria del calzado, la relación era menor aunque no por ello despreciable: un tercio de los/as trabajadores/as eran domiciliarios.[5] Casi la mitad (48,1%) de las casas de confecciones inspeccionadas por el Departamento Nacional de Trabajo (después de la reglamentación del trabajo de mujeres y niños) no disponían de talleres propios, puesto que encargaban los trabajos a personas que los ejecutaban en sus domicilios, directamente o por intermedio de agentes.[6]
Estas ramas industriales presentaban determinadas características que volvían al trabajo domiciliario adecuado para el proceso de trabajo y beneficioso para el empresario. Una cualidad determinante era la fragmentación del proceso de producción y, en consecuencia, la posibilidad de su descentralización. La confección acabada de un producto, realizada por un/a trabajador/a a domicilio, permitía al empresario resolver los cambios imprevisibles de la demanda o integrar sistemáticamente la estructura productiva, disminuyendo los riesgos posibles referidos a los cambios en las dimensiones y características del mercado. La Comisión Interparlamentaria encargada de redactar un proyecto de ley, en nuestro país, sostenía que el interés patronal en dar trabajo a domicilio consistía, precisamente, en las intermitencias de la demanda a las que les convenía ajustar su producción.[7] Por otro lado, la descentralización de determinadas fases de la producción posibilitaba, fundamentalmente, el abaratamiento de costos. Esto podía producirse a través de dos caminos: [1] la renuncia de algunas fases de la producción, con la adquisición de semimanufacturados o encargos con pago por pieza, evitaba los costos internos superiores en la producción específica de estas fases y [2] la descentralización parcial de algunas fases de la producción también evitaba la superación de dimensiones dadas de los costos de capital y del trabajo, y garantizaba un empleo del capital fijo en las épocas de alta y baja demanda, sin sobredimensionar las fases específicas de producción.
En las principales casas y talleres de confección y/o calzado de la ciudad de Buenos Aires, generalmente, hallamos una combinación de ambas vías, con el objetivo tanto de abaratar costos como de adecuarse rápidamente a los cambios de la demanda. Aparentemente, lo más habitual fue mantener un plantel de personal fijo, relativamente pequeño y calificado, para las actividades iniciales de la producción (modelaje y corte) y las finales (empaque, ventas, etc.). El grueso de la elaboración del producto, en cambio, que requería un alto número de personal, se realizaba a través del trabajo a domicilio de costureras, aparadoras, sastres, pantaloneras, etc.[8].
Por otro lado, el trabajo a domicilio tendió a desarrollarse en actividades de baja densidad tecnológica. En un primer momento, la confección se realizaba con la ayuda exclusiva de la aguja y el hilo. De esta manera, para coser una camisa a mano una costurera requería un tiempo de trabajo de 14 horas 17 minutos.[9] Las primeras máquinas de coser a pedal, importadas en la década de 1850, modificaron sustancialmente la productividad del trabajo de las costureras: el tiempo necesario para la confección de una camisa pasó a ser de 1 hora 14 minutos; es decir, disminuyó más de 11 veces. Hacia fines del siglo, la importación de máquinas de coser era muy importante, y permitió la existencia, en cada barrio, de una casa de venta de las mismas[10]. La compra de una máquina requería del ahorro de varios meses de trabajo con extensas jornadas a destajo y, lo que era quizás más difícil de conseguir, un garante, puesto que la mayor parte de las compras eran a crédito. Hacia mediados de la década de 1910, las grandes casas de confección comenzaron a introducir máquinas movidas a electricidad o por pequeños motores a vapor, desplazando las antiguas máquinas a pedal. La depreciación del precio de estas últimas facilitó su generalización entre los/as trabajadores/as a domicilio.[11] De todas maneras, no era extraño encontrar máquinas de coser empeñadas. Todos los 25 de mayo, el Intendente Municipal de la ciudad de Buenos Aires ordenaba a la Tesorería General entregar al Banco Municipal de Préstamos $1.500 para el rescate de las máquinas empeñadas por las familias pobres.[12]
La tercera característica fundamental de las tareas realizadas a domicilio era su alta intensidad de trabajo. El/la trabajador/a a domicilio debía adaptarse al nivel de productividad impuesto por las condiciones del mercado mundial y al tiempo de trabajo socialmente necesario dominante en él. El pago a destajo actuaba, precisamente, como “indicador” de dicho tiempo de trabajo, puesto que el único mecanismo que les permitía mantenerse en el mercado era prolongar la jornada laboral.[13] En el trabajo pagado a destajo, el valor de cada pieza no se mide por el tiempo de trabajo materializado en cada una de ellas sino al revés: el trabajo invertido por el obrero se mide por el número de piezas que produce.[14] Por otro lado, el pago a destajo permitía a la empresa fiscalizar la calidad del trabajo a través de multas o descuentos, cuando el trabajo no era presentado en la modalidad o tiempo establecidos. Finalmente, el aislamiento espacial de los/as trabajadores/as a domicilio dificultaba su agremiación, al mismo tiempo que permitía a los empleadores sustraerse de las leyes sobre el trabajo fabril de mujeres y niños que regían en la Capital Federal desde 1908.
Las obreras a domicilio
Es difícil precisar el número total de los/as trabajadores/as a domicilio existentes en esta época en la ciudad de Buenos Aires. Los censos y estadísticas, salvo excepciones, no distinguían entre trabajadores industriales en establecimientos y fuera de ellos. De acuerdo con el Censo Nacional de 1908, levantado por el “Ministerio de Agricultura, División de Comercio e Industria”, que distinguía entre población industrial “en fábrica” y población industrial “afuera”, el 38,44% de la población industrial de todo el país trabajaba fuera de los talleres.[15]
Desde 1908, las fábricas o talleres debían llevar obligatoriamente un “registro de menores” que trabajaran a domicilio para aquéllos (decreto reglamentario de la Ley 5291) y, a partir de 1913, se incluyeron a las mujeres mayores de edad. Los artículos 2 y 3 de la Ley de Trabajo a Domicilio, sancionada el 27 de septiembre de 1918, contenían la obligatoriedad, por parte de los patronos, de llevar un registro -con nombre y apellido de obreros/as, domicilios, calidad y naturaleza de trabajo encomendado y salario- y de entregar al/a obrero/a, junto a las cosas que debían ser trabajadas, una libreta que incluyera la naturaleza y calidad del trabajo, la fecha de entrega, salario y valor de las cosas entregadas.[16] A pesar de todos estos decretos y leyes, no todas las fábricas, talleres o comercios llevaban los registros, ni éstos incluían la totalidad de los/as obreros/as que trabajaban para ellos.
Por otra parte, las investigaciones emprendidas por el DNT[17] fueron realizadas sobre una “muestra” del total de casos. De todas maneras, el D.N.T. consideraba que en la Capital Federal (o fuera de ella, pero al servicio de empresas allí radicadas) trabajaban en su domicilio un porcentaje importante de obreros/as. Sólo las 17 principales casas de confección, el arsenal de guerra y el de marina daban trabajo a domicilio a 11.000 obreras aproximadamente.[18] Es decir, el 27% del total de la población industrial femenina de Capital Federal, según datos del Censo Nacional de Población de 1914. El legislador socialista, Enrique del Valle Iberlucea, sostenía que existían en Buenos Aires alrededor de 60.000 costureras,[19] lo que superaba ampliamente la PEA femenina industrial registrada en el citado censo (41.004 mujeres).
Si bien hasta ahora nos hemos referido a los/as trabajadores/as a domicilio independientemente de su sexo, es necesario destacar que este “nuevo trabajo a domicilio” constituyó (y constituye actualmente) una actividad mayoritariamente ejercida por mujeres. Junto al servicio doméstico, fue quizás la ocupación que más mujeres incorporó al mercado capitalista de trabajo. Por lo tanto, a partir de este momento, utilizaremos el género gramatical femenino puesto que, aunque existían trabajadores varones, la amplia proporción de mujeres lo justifica plenamente.
De acuerdo a las investigaciones del DNT, hacia el año 1913, en Buenos Aires más del 80% de las personas ocupadas en el trabajo domiciliario eran mujeres.[20] La totalidad de los menores empleados (10,2%) también eran del mismo sexo. De las mujeres encuestadas adultas el 39,2% eran solteras y el resto (60,8%) eran casadas, de las cuales 13,1% eran viudas. Dentro de este último grupo es posible que muchas de ellas hayan sido jefas de hogar. En cuanto a las nacionalidades, en su mayoría eran extranjeras (57,7%). En su gran mayoría quienes trabajaban en sus viviendas mantenían algún vínculo de familia con otros habitantes del domicilio. Existían, aunque en mucha menor proporción, casos de “personas extrañas” a la familia que trabajaban en la misma unidad doméstica (no sabemos si eran contratadas salarialmente), personas que vivían solas y trabajaban a domicilio, y, finalmente, personas no relacionadas entre sí por ningún vínculo de parentesco que trabajaban, por cuenta ajena, en un local (aunque tampoco queda claro a quien pertenecía el local).[21] Casi la mitad de las personas que trabajaban a domicilio, y estaban relacionadas por algún vínculo de familia en dicho domicilio, eran “esposas” y “madres”. Otra proporción significativa se hallaba representada por las “hijas” solteras. Sólo un 10% de las mujeres declararon ser ayudadas por sus hijos/as.[22]
Con respecto a la presencia de intermediarios, las fuentes son contradictorias. Las investigaciones del DNT no indagaron acerca de este fenómeno, aparentemente, porque el “contratista”, el “empresario de sweating” o el “sweater”, que sólo se ocupaba de hacer trabajar a otros en su domicilio, no existía aún en Buenos Aires. Sin embargo, alertaba acerca de su incipiente desarrollo. Muchas de las “casas de modistas” o “de peinados” inspeccionadas podían ser consideradas empresas de “sweating”. Los establecimientos eran, por lo general, pequeños y sus dueños/as trabajaban junto a varias modistas y aprendices, en extensísimas jornadas de trabajo.[23]
La existencia de subcontratistas era alentada por los fabricantes puesto que permitía disminuir, aún más, los costos de producción. En los talleres de “sweating” trabajaban, por lo general, 5 o 6 obreras al mando de una jefa de taller, la cual se hallaba relacionada al empleador a través del recibo, por parte de éste, de la mayor parte de las materias primas, y la entrega, por parte de aquélla, del producto finalizado. El empleador remuneraba el artículo al precio convenido y, en la mayor parte de los casos, el salario llegaba a las obreras considerablemente disminuído, a causa de la intermediación.[24] Es de suponer que quienes aceptaban estas condiciones de trabajo lo hacían porque no podían acceder a los instrumentos mínimamente necesarios para producir para el mercado, o a un espacio físico indispensable.
El trabajo a domicilio como trabajo femenino
De acuerdo con Martha Roldán, la razón fundamental de la concentración de mujeres en el trabajo domiciliario deriva de su rol en la reproducción social y de la construcción social genérica que asigna a las mujeres la responsabilidad principal en el cuidado de los niños y en el trabajo doméstico no remunerado.[25] La división sexual del trabajo en el hogar, entonces, limita sus alternativas y opciones de trabajo en el mercado. Las actividades compatibles con la reproducción, en especial con el cuidado de los niños, suponen escasa movilidad física.[26] En un ensayo de la época se sostenía que “(H)ay infinidad de personas, que se ven realmente imposibilitadas de abandonar sus hogares, principalmente las mujeres, quienes deben atender los quehaceres domésticos”.[27] El trabajo a domicilio ofrecía a las mujeres que debían buscar un jornal suplementario-” para la ayuda de la existencia doméstica”-, permanecer en el “seno tranquilo de la familia”, sin los “(…) peligros y promiscuidades del taller, con la mayor facilidad para la atención de los hijos y la compatibilidad de los quehaceres domésticos (…)”[28]
Las ventajas que implicaba el trabajo a domicilio para las mujeres, no impedían que algunos alertaran ante las nefastas consecuencias que este tipo de trabajo podía traer sobre la salud de la obrera y, a través suyo, sobre la de sus hijos. Si bien la mayoría afirmaba que las mujeres mismas deseaban este tipo de trabajo, no sólo porque les permitía quedarse en sus hogares sino porque el taller o la fábrica era percibido como incompatible con la “constitución espiritual” de la mujer;[29] algunos (pocos) sostenían que, si les fuera posible, estas mismas obreras concurrirían a una fábrica. Obviamente, el mayor impedimento para realizar ésto era la existencia de responsabilidades familiares que no podían ser relegadas en otras mujeres. En la fundamentación del proyecto de ley, del Valle Iberlucea sostenía que, aparentemente, el trabajo a domicilio era preferible al trabajo de la usina o del taller, puesto que “(…) el trabajo realizado en la casa parece tener algo de más libre, de más digno, de menos duro que aquél que se ejecuta entre los cuatro muros de la prisión industrial…”. Sin embargo, atendiendo a las condiciones de trabajo de las costureras de Buenos Aires, reconocía que “… en muchas mujeres se despierta el anhelo de salir del ambiente lóbrego del hogar para ir a los grandes talleres donde se gana más con menores dificultades”.[30]
Entre quienes comenzaban a ver los perjuicios que el trabajo a domicilio traía aparejado, la mayoría temía precisamente por aquéllo que se había presentado como su principal virtud: preservar la “cohesión del hogar” manteniendo a la mujer en él. Las largas jornadas de trabajo a domicilio reducían el tiempo para realizar las tareas domésticas y el cuidado de los niños, trastocando, de esta manera, “la paz del hogar” y “descuidando la crianza de los niños”.[31]
La mayor parte de los trabajos retribuídos, realizados por mujeres, constituían extensiones de sus actividades domésticas. Esto es fácilmente comprobable si se analiza el perfil de la población económicamente activa (PEA) femenina registrada en los censos de la época; y es particularmente cierto si analizamos específicamente el trabajo a domicilio: “… no hay nada más natural que una mujer se emplee para la confección de ropa…”[32]
Como se afirmaba en la época, una específica “constitución espiritual y biológica”, pretendidamente inherente a la mujer, la destinaba a determinadas actividades ligadas al campo de la reproducción (cuidado de niños y trabajo doméstico). En consecuencia, la capacitación necesaria para realizar esas tareas, entretejida en su socialización desde la infancia, no fue considerada una “calificación específica” que la mujer podía o no adquirir. Iba de hecho con su “femineidad” y, por lo tanto, no fue considerada una cualificación para el mercado de trabajo. Las mujeres se incorporaron a la producción de mercancías, aparentemente, sin haber aprendido un “oficio”. Toda su educación se había basado en enseñarles a ser mujeres, pero sin reconocer que ésto era una capacitación específica.[33]No sucedía lo mismo con los trabajadores a domicilio varones. Los sastres, por ejemplo, debían aprender su oficio, generalmente, comenzando como “aprendiz” en talleres. Y su trabajo como sastre lo ligaba, exclusivamente, con la esfera del trabajo y no con su “masculinidad”.
Si partimos que todo conocimiento está determinado por el contexto social en que surge, la posición que la mujer ocupa dentro de la sociedad determina el conocimiento que ella posee. Algunas autoras hablan de conocimiento subyugado[34] para designar al conocimiento “por excelencia femenino” que se deriva del status tradicional que las mujeres tienen en la sociedad: “(…) un conocimiento que ha sido definido como menos importante, de menor estimación, principalmente debido al bajo status que se le asignara a la reproducción social, a las tareas domésticas y al cuidado de los niños dentro de la sociedad”.
Ahora bien, ¿realmente cualquier mujer que hubiera aprendido a coser con su madre podía trabajar como costurera a domicilio? No fue esta la experiencia de Milagros de Soria, por ejemplo, una de las pocas obreras a domicilio que nos ha dejado su historia de vida.[35] Aquéllo que ella había aprendido de costura en su infancia y adolescencia sólo le permitía confeccionar prendas de baja calidad (y, en consecuencia, peor remuneradas) o trabajar como “remendona” para una casa de familia. Finalmente, debió pedir prestado dinero a su hermano para poder aprender el oficio en un taller de confección. Es decir, entre la costura “casera” para la familia y la costura para el mercado existía un salto importante de calificación no reconocido.
Creemos, entonces, que los límites entre el trabajo calificado y el descalificado no siempre atienden a la capacitación del trabajador.[36] A esta aparente descalificación de las mujeres en el mundo del trabajo retribuído debe agregársele la descalificación aparente de los trabajos realizados a domicilio. En estos últimos años, muchas investigaciones han comenzado a analizar el significado de las categorías de “femenino” y “masculino” como productos de una construcción social en conexión con el proceso de trabajo y con la división entre trabajo calificado y descalificado. Así como la división sexual del trabajo se explica a partir de una distribución desigual del poder entre los sexos, la calificación podría ser pensada como una categoría impuesta a determinado tipo de trabajo en virtud de la edad, el sexo, la raza y el poder del trabajador.[37] Ciertas calificaciones “masculinas”, como la fuerza física o el manejo de máquinas, eran mejor remuneradas que las calificaciones femeninas: destreza y habilidad manual. Las mujeres no realizaban ninguna tarea de puesta a punto de las máquinas y sólo manejaban máquinas de coser, de aparado y telares que “no requerían ningún tipo de esfuerzos físicos”. Sin embargo, los mismos inspectores del DNT reconocían que las trabajadoras a domicilio debía emplear su fuerza física para manejar máquinas más antiguas. El aparado del zapato, por ejemplo, se hacía mecánicamente en las fábricas pero, a domicilio, la trabajadora debía mover ella misma la pesada máquina. De más está decir que esta fuerza física femenina no era reconocida como una calificación sino, en todo caso, como castigo.[38]
Como no se reconocía ningún tipo de capacitación específica incorporada, las trabajadoras a domicilio sólo podían ser más o menos diestras, más o menos ligeras, pero nunca alcanzar algún grado de calificación (y, en consecuencia, mayor salario): “El trabajo a domicilio de la mujer, en general, lejos de mejorar en sus condiciones, tiende a empeorarse a medida que ella se hace más diestra, porque se emplean sus habilidades, en general, para elaborar artículos baratos, no pudiendo regir en ella el principio aplicado al trabajo industrial de fábrica: de que de una mayor habilidad de ejecución se sigue elevación de salario”[39]
La “destreza manual”, la “paciencia”, la “obediencia”, etc., son algunos de los rasgos genéricos, asignados a las mujeres, utilizados por una estructura productiva jerárquica, para ubicarlas y segregarlas en trabajos asociados a menores salarios, descalificación, precarios, etc.[40]Dichos rasgos genéricos, considerados como productos de una “esencia” femenina y no de un aprendizaje cultural, actúan sobre las modalidades de inserción de las mujeres en el trabajo asalariado al mismo tiempo que son reforzados por éste. Proveen, precisamente, una justificación o racionalización del enclaustramiento laboral femenino y reflejan el aprovechamiento en el mismo proceso de trabajo de estereotipos culturales genéricos.
Si comparamos los salarios de las trabajadoras a domicilio con los de las trabajadoras de taller o planta, veremos que los primeros eran inferiores a los segundos. De la misma manera, percibiremos grandes diferencias salariales entre hombres y mujeres que trabajaban a domicilio, tanto porque éstas se concentraban en tareas peor pagas -segregación ocupacional- como porque obtenían un salario menor por igual tarea -discriminación salarial.
El salario de la trabajadora a domicilio oscilaba entre la mitad y las tres cuartas partes del sueldo de una obrera en el taller.[41] Sólo a través de una jornada muy extensa de trabajo podía ganar lo mismo que la obrera fabril. Por otro lado, aquéllas debían pagar, al menos durante los primeros tiempos, una “garantía” equivalente al costo de las mercaderías que se les entregaba, además de tener que presentar, como requisito de ingreso, “condiciones de moralidad”.[42] Muchos “gastos” de trabajo disminuían el salario nominal de las trabajadoras a domicilio. Las costureras, por ejemplo, debían comprar el hilo, las agujas, corrían con los gastos de transporte para ir a buscar y llevar la ropa, de combustible para plancharla, sin contar con aquéllos ocasionados por el desgaste de la máquina. De acuerdo a la investigación efectuada por Carolina Muzilli, entre un 14% y un 17% del salario de una costurera se gastaba en materiales de trabajo.[43] Cabe destacar que el “tiempo” empleado en ir al registro a llevar y/o buscar las mercaderías no era retribuído y, en algunos casos, podía incrementar considerablemente la jornada de trabajo. Finalmente, las “multas” mermaban también, de manera importante, el salario de las trabajadoras a domicilio. Se aplicaban tanto “por imperfecciones” en el trabajo, en el momento del pago de las mercaderías, como para “mantener la disciplina” (forma más usada con obreras de taller).
Las mujeres que trabajaban a domicilio ganaban menos que los varones que también trabajaban en sus casas. En la mayor parte de los casos, ésto ocurría por la concentración de las mujeres en determinadas actividades consideradas descalificadas. De acuerdo a los datos brindados por el D.N.T. en el año 1914, una costurera o una pantalonera podía ganar entre un 40% y un 77% del salario de un sastre. Pero si comparamos los salarios de hombres y mujeres de igual profesión, comprobamos cómo éstas también eran discriminadas salarialmente: entre los sastres, alcanzaban a ganar alrededor de un 85% del salario masculino; y en el aparado de los zapatos, un 53%.[44] Este último dato es más confiable porque incluía un número mayor de mujeres en la muestra y, además, se acerca más a la diferencia salarial promedio entre hombres y mujeres. Para el año 1914, las mujeres obtenían un 54,3% del salario masculino; y, tres años más tarde, un 43,9%.[45]
La justificacion ideológica de la inferioridad salarial femenina se basaba en el extendido supuesto de la “innaturalidad” del trabajo asalariado para las mujeres.[46]La incorporación de la mujer al mercado de trabajo sólo se comprendía en caso de necesidad económica extrema. En consecuencia, su salario era suplementario al de algún varón (padre-hermano-marido), cuya existencia al interior del grupo familiar se suponía “normal” e “universal”. Asi, por ejemplo, encontramos que algunas de las tiendas preferían explícitamente no buscar obreras aisladas, que debían sobrevivir con su trabajo, sino emplear como trabajadoras a domicilio a las esposas de sus propios obreros o empleados, menos exigentes en el precio.[47]
Si bien, durante este período, la intermitencia laboral caracterizaba a amplios sectores del mercado de trabajo, prácticamente todos los trabajos remunerados realizados por mujeres se concentraban en aquéllos sectores. La Comisión Interparlamentaria -formada para el estudio del proyecto de ley sobre el trabajo a domicilio- reconocía que la intermitencia del trabajo a domicilio, más pronunciada que entre los obreros fabriles, era una de sus desventajas más graves.[48] En épocas críticas los talleres o casas de confecciones implantaban un “sistema de turno” o “rotación alternativa de los trabajadores”.[49] Cuando Carolina Muzilli realizó su investigación sobre el trabajo femenino, sólo el 20% de las mujeres empleadas en la industria a domicilio declararon tener trabajo.[50]
De acuerdo a las investigaciones del Depto. Nacional de Trabajo, la época de mayor escasez de trabajo era durante el invierno.[51]De acuerdo con los datos publicados en 1914, sólo el 44% de las obreras tenía trabajo todo el año; el 29,1% durante 9 meses; y el 26,7% durante 6 meses. Inexplicablemente, al año siguiente, las proporciones varían abruptamente: el 71,7% declaró tener trabajo todo el año y el resto (28,3%) durante 9 meses. Aparentemente, habría existido una mejora en el año 1915, pero, de todas maneras, también debemos tener en cuenta la “cantidad” de días por mes que declaraban trabajabar. El promedio de ocupación mensual, para las que trabajaron todo el año en 1915, fue de 18 días; y para las que trabajaron 9 meses, de 19,1 días.[52] De más está agregar que, dadas las características que tuvo el trabajo femenino en la época (limitado y condicionado por la división sexual del trabajo en el hogar, descalificado, segregado, discriminado salarialmente y con un alto nivel de intermitencia), las mujeres trabajadoras ocuparon los últimos peldaños de la escala jerárquica laboral. Sólo fueron “jefas” de otras mujeres, como vimos cuando analizamos el “sweating system”.
A modo de conclusión
1. El trabajo a domicilio no es una “forma” o tipo de producción arcaica, tendiente a desaparecer, sino que constituye una parte fundamental de determinadas ramas y/o etapas del proceso de indus-trialización capitalista que presentan las siguientes características: posibilidad de fragmentación del proceso de producción, baja densidad tecnológica y alta intensidad de trabajo. El trabajo a do-micilio es, además, una actividad mucho más extendida de lo que las estadísticas permiten aseg-urar. Esto es tan cierto para nuestros días como para la ciudad de Buenos Aires entre 1890 y 1918.
2. El trabajo a domicilio articulado a la producción capitalista es desempeñado mayoritariamente por mujeres. Esto se debe, en parte, a la posibilidad de compatibilizarlo con las responsabilidades reproductivas que, cultural y casi excluyentemente, recaen sobre ellas. En la ciudad de Buenos Aires, durante el período estudiado, la mayor parte de las mujeres que trabajaban a domicilio eran casadas, muchas de ellas viudas, presumiblemente con una carga doméstica de 4 o 5 niños (de acuerdo a los promedios brindados por los censos de 1895 y 1914 para la Capital Federal). El trabajo a domiclio se presentaba, entonces, como una “elección forzada” para aquellas mujeres que no podían optar por otro tipo de trabajo que las alejara largas horas de la vivienda.
3. La feminización del trabajo a domicilio implicó una serie de procesos que, en las sociedades patriarcales, típicamente conllevan los trabajos realizados por mujeres. Los trabajos a domicilio realizados por mujeres eran considerados “descalificados”. Al ser, aparentemente, meras extensiones de sus actividades domésticas, no se reconoció necesaria ninguna capacitación específica, ni cualificación para realizarlos. Esta descalificación se mantuvo a través de la educación dada a las mujeres, aún la de tipo profesional, que solo pretendía formarlas como mujeres y, accidentalmente, fomentar sus destrezas naturales para algún trabajo ocasional en el mercado. Esta calificación femenina, “descalificada” para el mercado, sirvió para justificar su segregación de otros ámbitos ocupacionales mejor remunerados. Los bajos salarios femeninos se mantuvieron, además, a través de la discriminación salarial ante iguales tareas realizadas por los varones. La segregación ocupacional en los empleos peor pagos, la discriminación salarial y el alto grado de intermitencia laboral respondían a una concepción del trabajo y salario femenino como “complementarios” de otros realizados por los miembros varones de la familia.
Notas
[1] Marx, C.: El Capital, México, Fondo de Cultura Económica, Tomo I, p. 389.
[2] Prates, Susana: “Nada se pierde, algo se transforma, algo sigue igual: la mujer en el trabajo manufacturero domiciliario”, en: GRECMU: Mujer y trabajo en america Latina, Montevideo, 1986, p. 22.
[3] Cámara de Senadores de la Nación: Diario de Sesiones, 23/7/1918 , pp. 220-221.
[4] En 1918, se promulgó la ley nº 10.505 de trabajo a domicilio, la cual rigió exclusivamente para Capital Federal y territorios nacionales.
[5] Estos datos fueron extraídos de las inspecciones a fabricas realizadas por Boletín del Departamento Nacional de Trabajo (en adelante BDNT) nº 3, 1907, pp. 323 a 329; y nº 15, 1910, pp. 806 a 815. Véase también BDNT, nº 30, abril 1914, p. 84.
[6] BDNT, nº 7, 1908, pp. 607-609.
[7] Cámara de Senadores de la Nación: Diario de Sesiones, 23-7-1918, p. 207.
[8] De acuerdo a las inspecciones realizadas a los talleres de Confección de ropa, el 99,25% del personal empleado se encargaba de la confección; el marcado y el cortado sólo ocupaban un 0,15% y 0,08%, respectivamente del personal. Ver BDNT nº 3, 1907, pp. 323 a 329; y nº 7, 1908, pp. 588 a 599 y 607 a 609
[9] Astesano, E.: Historia de la independencia económica, Buenos Aires, 1949, p. 201.
[10] Sábato, H. y L. A. Romero: “Artesanos, oficiales, operarios: trabajo calificado en Buenos Aires, 1854-1887”, [Armuns, D. (comp.): Mundo urbano y cultura popular, Buenos Aires, Sudamericana, 1990].
[11] BDNT, nº 29, diciembre 1914, p. 43.
[12] BDNT, nº 19, diciembre de 1911, p. 789. Los socialistas destaron las características desventajosas de estas compras a crédito para los compradores ver :La Vanguardia, 11-5-1906, p. 2
[13] De acuerdo a una investigación llevada a cabo por el DNT, las jornadas promedios, dentro de los talleres o fabricas, variaban entre 8 y 9 horas de labor. El promedio de las horas de labor para los obreros/as a domicilio era: para los hombres 11 horas y para las mujeres, 9 horas y media. Ver BDNT, nº 25, diciembre de 1913, pp. 878, 896 y 901.
[14] Marx, Carlos: El Capital, Mexico, Fondo de Cultura Económica, 1986, Tomo I, p. 462.
[15] BDNT, nº 16, marzo 1911, pp. 32 y ss.
[16] Cámara de Diputados de la Nación: Diario de Sesiones, 27-9-1918, p. 531.
[17] El DNT comenzó a relevar datos sobre el trabajo a domicilio en la ciudad de Buenos Aires hacia año 1913. Estos datos fueron los utilizados -y únicos disponibles- para los estudios, fundamentaciones e informes de los proyectos que culminaron, finalmente, con la Ley de Trabajo a Domicilio del año 1918. Para ver la forma y la metología con la que se realizaron, ver BDNT, nº 30, abril 1915, pp. 75 y 77; BDNT, nº 25, diciembre de 1913 y BDNT, nº 33, enero 1916.
[18] BDNT, nº 30, abril de 1914, p. 83.
[19] Cámara de Senadores de la Nación: Diario de Sesiones, 20-9-1913.
[20] BDNT, nº 25, diciembre de 1913, p. 876 La investigación se realizó sobre un total de 1088 trabajadores a domicilio, de los cuales el 83% eran mujeres.
[21] Ver BDNT, nº 30, abril de 1914, p. 89 y BDNT, nº 33, enero de 1916.
[22] BDNT, nro, 33, enero 1916, p. 193.
[23] BDNT, nº 30, abril 1915, pp. 80-81.
[24] BDNT, nº 3, diciembre 1907.
[25] Roldán, M.: “Trabajo industrial domiciliario, subcontratación y dinámica hogareña en la ciudad de México”, en VVAA: Condiciones de trabajo en América Latina, Buenos Aires, Clacso, 1987, p. 127.
[26] 26Benería, L.: Reproducción, producción y división sexual del trabajo, Santo Somingo, CIPAF, 1984, p. 26 a 28.
[27] Fernández, Carlos: El Trabajo a Domicilio, Buenos Aires, 1919.
[28] Ruiz Guiñazu, E.: “EL trabajo de la mujer. El sweating system”, La Nación, 19-8-12, p. 5.
[29] “Cuantas mujeres prefieren pasar grandes privaciones, que acudir a un taller, porque les averguenza el que las vean salir de él; (…)” [Carrera de Bastos, L.: Feminismo cristiano, 1906, p. 21].
[30] Cámara de Senadores de la Nación: Diario de Senadores, 20-9-1913, p. 1064 y p. 1066.
[31] BDNT, nº 19, diciembre de 1911, p. 789 (Informe de Celia La Palma de Emery).
[32] Fernández, C.: Op. cit.
[33] Existían “talleres-escuelas”, por lo general confesionales, que enseñaban a las niñas costura, bordados, etc. Sin embargo, dicho aprendizaje era considerado parte fundamental de su formación como mujer -antes que una capacitación formal- y, sólo en caso de necesidad, como salida laboral. Acerca de estas escuelas-talleres, con alumnas externas y/o internas, gratuitas y/o pagas, dentro del radio de Capital Federal, ver: Coni, Emilio R.: “Protección de la mujer, de la joven y de los niños escolares de ambos sexos, escuelas-talleres, talleres, woman’s exchange, intituciones de regeneración y corrección”, Asistencia y Previsión Social. Buenos Aires Caritativo y Previsor, Buenos Aires, 1917.
[34] Oxman, V.: “El conocimiento subyugado de las mujeres”, en Notas sobre una intervención educativa, CEM, Santiago de Chile, 1988, pp. 112-113.
[35] Milagros R. de Soria: Historia de mi vida,
[36] “La diferencia entre el trabajo complejo y el trabajo simple (…) descansa, en parte, en simples ilusiones, o al menos en diferencias que hace ya largo tiempo han dejado de ser reales, aunque perduren en el terreno del convencionalismo tradicional; en parte, descansa tambien en la situacion desesperada de ciertos sectores de la clase trabajadora que les impide, más todavía que a los otros, imponer por la fuerza el valor de su fuerza de trabajo” ver Marx, C.: Op. cit., Tomo 1, p. 148, nota 19.
[37] Phillips, Anne y Barbara Taylor: “Sex and skills: notes towards a feminist economics”, Feminist Review, 6, 1980, p. 85; Godelier, M.: “Language and History. Work and its representations: a research proposal”, History Workshop Journal, 10, 1980. Otros estudios que relaciones feminización de un trabajo con descalificación del mismo: Guilbert, M.: Les fonctions des femmes dans l’industrie, Paris, La Haye, Mouton, 1966; y Madeira, F. y P. Singer: Estrutura do emprego e trabalho feminino no Brasil, 1920-1970, Cuadernos Cebrap, nº 13, 1975.
[38] BDNT, nº 15, 1910, pp. 806.
[39] BDNT, nº 19, diciembre de 1911, p. 795 Informe de C. La Palma de Emery.
[40] Roldán, M.: Op. cit., p. 139.
[41] Tomamos como base la investigación llevada a cabo por el DNT en 1913, sobre una muestra de 17 establecimientos BDNT, nº 25, diciembre de 1913, pp. 894-896. Las mismas proporciones, aproximadamente, se mantienen en otras investigaciones del Departamento y en investigaciones sobre los trabajadores, como la de Adrián Patroni ver García Costa, V.: Adrián Patroni y Los Trabajadores en la Argentina, Buenos Aires, CEAL,1990, vol. 2,p. 143.
[42] BDNT, nº 3, diciembre 1907, p. 328.
[43] BDNT, nº 42, Anuario Estadístico del año 1917, pp. 116, 117, 219 y 220
[44] BDNT, nº 30, abril de 1914, p. 102].
[45] Datos para 1914: salarios promedios masculinos (SPM) $3,59; salarios promedios femeninos (SPF) $1,95 BDNT, nº 30, abril de 1914, p. 81. Datos para 1917: SPM, $4,01; SPF, $1,76 BDNT, nº 42, 1917, p. 115.
[46] Ver, por ejemplo: Wainerman y Navarro: El trabajo de la mujer en la Argentina: un estudio preliminar de las ideas dominantes en las primeras décadas del siglo XX, Buenos Aires, CENEP, 1979.
[47] Fernández, C. Op. Cit.
[48] Cámara de Senadores de la Nación: Diario de Sesiones, 23-7-1918, p. 207.
[49] BDNT, nº 25, diciembre de 1913, pp. 900-901.
[50] Muzilli, Carolina: El Trabajo Femenino, Buenos Aires, 1916, pp. 11-12.
[51] BDNT, nº 25, diciembre de 1913, pp. 878 y 902.
[52] Datos utilizados por la Comisión Interparlamentaria encargada del proyecto de ley ver Cámara de Senadores de la Nación: Diario de Sesiones, 23-7-1918, p. 207.