Los obreros metalúrgicos tras la resistencia peronista (1959-1969)
¿La clase obrera siempre gana? Hay quienes creen que, incluso, en los momentos de mayor avance de la burguesía no debería hablarse de derrota obrera. En este artículo, analizamos los convenios laborales de la etapa que sigue a la llamada “resistencia peronista” para saldar, en parte, esta discusión.
Ianina Harari
GIPT-CEICS
Cuando, de chicos, perdíamos en algún juego o competencia, nuestros padres solían consolarnos diciéndonos que no importaba el resultado de una competencia, sino que nos hayamos divertido (aunque era difícil divertirse si a uno le tocaba perder…). De todas formas, era una estrategia para que podamos recomponernos. No obstante, esta piadosa forma de pensar parece haber quedado grabado en la conciencia de ciertos compañeros que la trasladan a la lucha de clases donde nada es un juego, pocos se divierten y el que pierde, pierde cosas muy valiosas. Esta gente nos dice que no importa el resultado, importa que se haya luchado. Entonces, ¿para qué indagar si la clase obrera conquistó mejores condiciones de vida o perdió derechos adquiridos? Eso parece resultar un problema menor frente a la admiración que genera la acción por sí misma. Con esa clase de prejuicios románticos, ciertos intelectuales de izquierda buscan discutir la evidencia de que, en determinados períodos, la clase obrera fue derrotada. Su argumento es que se mantuvieron acciones de lucha.
La década que siguió a la derrota de la resistencia peronista, en 1959, es escenario de este tipo de interpretaciones. Clásicamente, se había conceptualizado a este período como un momento de reflujo de la lucha de clases. Uno de los autores que sostiene esta tesis es Daniel James, para quien la derrota del proletariado se combina con el avance de la burguesía en dos de sus principales demandas: normas para incrementar la productividad y la delimitación del poder de los sindicatos en los lugares de trabajo.[1] Estas exigencias se habrían plasmado en los convenios firmados en 1960. Si bien hemos encontrado ataques iniciales en los convenios de 1954[2], en la década del ’60 este tipo de cláusulas se generalizaron. A pesar de la evidencia, esta posición ha sido discutida por Alejandro Schneider con argumentaciones endebles y contradictorias.[3] Pasemos a examinar el problema.
¿Un monumento a Vandor?
James planteó, a partir del análisis del convenio metalúrgico de 1960, que la patronal del sector habría conseguido avanzar sobre la racionalización y la implementación de pautas de productividad. En cambio, Schneider, en base a la misma fuente, considera lo opuesto. El artículo en debate es el nº 83, en donde el gremio se compromete a no tomar ninguna medida contra las normas de productividad:
“Los sistemas de premios o cualquier otra forma de incentivación no constituyen materia propia de la convención colectiva. Sin prejuicio de ello, déjese aclarado en forma expresa que la Unión Obrera Metalúrgica de la República Argentina y/o sus delegaciones de los distintos establecimientos no podrán oponerse a la revisión de los sistemas vigentes cuando la incidencia que en ellos puedan ejercer los salarios, los métodos de trabajo, la renovación o modernización de las maquinarias y/o cambios técnicos como así también la variación en la calidad de la materia prima, los haga anti económicos o desnaturalice el superior propósito de incentivar razonablemente la producción que debe presidirlos.”[4]
Mientras James ve en este párrafo un avance patronal, Schneider plantea que este artículo no sólo resulta ambiguo sino que, además, de su redacción no es posible deducir su efectiva aplicación.[5] Schneider duda que se puedan aplicar pautas de productividad y su hipótesis pareciera ser que esto no sucedió de manera generalizada. No obstante, no se ocupa de averiguar qué sucedió en la realidad. Si hubiese indagado, habría podido observar que el premio a la producción existió, en la década del ’60, en importantes fábricas controladas por la UOM, como FIAT (en Córdoba) y Acindar (en Villa Constitución). El artículo en cuestión establece una garantía legal, para la patronal, de que el sindicato no se opondrá a la aplicación de sistemas de incentivos a la productividad y, en ese sentido, no creemos que exista ambigüedad en el mismo. Es llamativo que este artículo desaparezca del convenio de 1975, tras el alza de las luchas obreras.
Otro punto del convenio sobre el que se debate es la reglamentación de la organización gremial en los lugares de trabajo. Mientras que James considera a esta reglamentación la consecución de una vieja demanda empresaria, Schneider las interpreta como una conquista obrera. Según este último autor, las cláusulas en torno a la regulación de las comisiones internas y cuerpos de delegados aparecen en el convenio metalúrgico de 1960. Es decir que, en ese año, se habría conseguido el reconocimiento de estos organismos.[6] Sin embargo, gran parte de las cláusulas ya estaba presente en el convenio de 1951(que Schneider debería haber leído). Lo realmente novedoso en el convenio del ’60 es que se agregan artículos desfavorables a los obreros. Por ejemplo, se determina que si el representante sindical debía ausentarse, en horario laboral, para atender asuntos gremiales, tenía la obligación de informar a su inmediato superior y obtener la autorización de este (CCT n º55/60, art. 82). También se reglamentó la cantidad de delegados y la composición numérica de la Comisión Interna, según la cantidad de obreros del establecimiento. En cuanto a los requisitos para ser delegado, quedó asentado que era necesario contar con un año de antigüedad en la industria, seis meses en el establecimiento y tener un mínimo de 22 años. Es decir, el reconocimiento de la comisión interna es previo al convenio del ’60 y ese año se agrega cierta reglamentación desfavorable, a excepción de la periodicidad en las reuniones entre la comisión interna y la patronal.
Por fuera de estos puntos, hay otros problemas que deben ser tenidos en cuenta a la hora de analizar el convenio del ’60. Por ejemplo, la cuestión del horario de trabajo y el ausentismo. Este último era uno de los puntos sobre los cuales el sector empresario reclamaba una solución desde el gobierno peronista. En este sentido, se incluyeron una serie de restricciones para gozar de licencia pagas por enfermedad e, incluso, para el pedido de licencias sin goce de sueldo. Por ejemplo, se establece que el obrero que faltase, por enfermedad o accidente inculpables, debía comunicarlo en el lapso de la primera mitad de su jornada laboral. A su vez, la empresa tenía derecho a verificar el estado de salud, por medio de su servicio médico, y el trabajador la obligación de facilitar dicha verificación. En caso que el empleador no realizara el chequeo, el empleado debía presentar un certificado médico (art. 81). En este caso, también vemos que en 1975 este punto es modificado de manera favorable a los trabajadores. Otra restricción que se impone es un límite temporal a las licencias por enfermedad de un familiar. También se dificulta el pedido de licencias sin goce de sueldo, que debían ser solicitadas con un mínimo de 10 días de antelación.
Otro logro de los empresarios en el convenio del ’60 parece ser una curiosa cláusula que refiere a la obligatoriedad de cumplimentar la jornada de trabajo: “La jornada de trabajo será cumplida íntegramente, respetando en su totalidad la hora de inicio y finalización”.[7] Esta cláusula, al igual que las que ya hemos analizado, tiende a buscar la imposición de una mayor disciplina laboral, lo cual fue aceptado por el sindicato dirigido por Augusto Vandor (que, de acuerdo con el razonamiento de Schneider, habría sido un verdadero héroe). La colaboración sindical quedó plasmada en el mismo convenio donde se puede leer: “La representación sindical puso de relieve un amplio ánimo de cooperación, para lograr un acuerdo que permitirá una mayor productividad fabril, con el ordenamiento interno de las empresas, tanto disciplinaria como técnicamente, única salida que posibilitará el mejoramiento económico de los trabajadores”.[8] La CGT, entonces, asegura la “mayor productividad” y la “disciplina”. Sobran las palabras…
La punta del iceberg
Schneider acepta que los convenios que, en este período, se firman en la rama textil y en los frigoríficos son desfavorables a los obreros, pero plantea que no puede generalizarse esta situación al conjunto de la clase. A los convenios de la industria textil y de los frigoríficos contrapone el convenio metalúrgico. Pero, como vimos, el convenio firmado por la UOM resulta perjudicial a los trabajadores y estas cláusulas negativas, en principio, se aplicaron en algunos sectores como en las automotrices (donde tenía representación la UOM) y en el sector siderúrgico. Es decir, lo que en realidad sucede es que el convenio metalúrgico implica un avance empresarial hacia la racionalización, en un contexto en que las condiciones en otras ramas son aún peores.[9] Pero, que el avance en otras ramas sea mayor, no quiere decir que los metalúrgicos no hayan retrocedido. Siempre hay disparidades, pero estamos hablando de diferentes grados de retroceso.
El convenio metalúrgico no es el único argumento planteado por Schneider para intentar cuestionar la idea de que no sobrevino un reflujo luego de 1959. También señala la existencia de una continua conflictividad gremial. Como Schneider no se toma el trabajo de cuantificar su hipótesis, no sabemos si en el período estudiado hay más o menos conflictos que en el anterior y que en el posterior. Como tampoco se toma el trabajo de analizar el resultado de todos esos conflictos, tampoco sabemos si la clase obrera avanzó o retrocedió.
Pues bien, dejemos de lado la cuestión cuantitativa y concentrémonos en la cualitativa: si tomamos su propio relato de los hechos, podemos ver que se trata de conflictos defensivos. Es decir, la clase obrera no lucha para conseguir mejoras, sino para evitar que le quiten lo que ya tiene. En algún momento, Schneider se sincera: la burguesía avanzó en la racionalización laboral. Ahora bien, ¿cómo es que esas conquistas se obtienen sin que medie una derrota del proletariado? Como en cualquier enfrentamiento, en la lucha de clases, para que uno avance otro debe retroceder.
“Y sin embargo se mueve”, dirán muchos compañeros preocupados por demostrar que los obreros argentinos tienen sangre en las venas y salen a enfrentarse a sus patrones. Claro, es bueno luchar, pero mejor es ganar. Y estamos para eso. Por más noble que sea el combate, quien se preocupa por tomar el poder para cambiar la sociedad, no puede conformarse simplemente con salir a la arena. Hay que hacer algo más. Para eso, hay que comprender las leyes de la lucha de clases. Eso implica, mínimamente, preocuparse por entender la diferencia entre una victoria y una derrota. Para alcanzar el triunfo, primero hay que saber reconocerlo.
1James, Daniel: Resistencia e Integración: el peronismo y la clase trabajadora argentina: 1946-1976, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1990.
2Véase Kabat, Marina: “Yo te daré, te daré patria hermosa… Los convenios de 1954 y la flexibilidad laboral”, El Aromo, nº 73, septiembre-octubre de 2013.
3Schneider, Alejandro: Los compañeros. Trabajadores, izquierda y peronismo 1955-1973, Imago Mundi, Buenos Aire, 2005.
4CCT nº 55/60, art. 83.
5Schneider, Alejandro: op. cit, p. 148.
6Ibídem, p. 149. Cabe aclarar que el convenio inmediato anterior es el de 1958, pero que tiene un carácter salarial.
7CCT nº 55/60, Art. 85
8CCT n º55/60.
9Véase Marina Kabat, Ianina Harari, Julia Egan, Rocío Fernández, Ezequiel Murmis: “La flexibilidad laboral en la historia: una mirada de largo plazo de la ofensiva sobre las condiciones de trabajo 1954-2012”, en VII Jornadas de Sociología de la UNLP, La Plata, 2012.