EL RESPLANDOR DE LA CULTURA DEL BAZAR

en Revista RyR n˚ 4

Una primera versión de este ensayo fue presentada en las II Jornadas de Estudios e Investigaciones del Instituto de Teoría e Historia del Arte «Julio E. Payró», noviembre 1996.

Por Roberto Amigo (Historiador del arte, Fac. de FyL, UBA)

Buenos Aires no puede quejarse. El año 88 no tiene precedente en sus anales artísticos. Grandes compañías líricas y dramáticas, actuando en los mejores teatros, estrenos ruidosos, artistas dramáticos de primer orden, exposiciones de riquísimas telas y exquisitas obras del arte, una riqueza hasta ahora desconocida y por fin alcanzada, gracias al buen deseo de los empresarios y los mejores pesos del público. El Nacional, 30.06.1888.

1. El mercado de arte en el Buenos Aires decimonónico espera aún un estudio integrador que de cuenta de la compleja red de relaciones que lo constituye; me ocuparé aquí de un aspecto parcial -la venta de pintura europea- en un momento que juzgo clave en el desarrollo del mercado artístico porteño: el «boom» de los últimos años de la década del ochenta[1].

Luego de un sostenido crecimiento de la exhibición en los bazares durante toda la década, los últimos años del ochenta fueron un momento salvaje del mercado de arte en una coyuntura especulativa. Aunque, la compra de obras de arte no se realizaba para tomar ganancia en un mediano plazo por parte del público comprador (burguesía en expansión que, por su enriquecimiento o por su movilidad social, adquiría esos bienes simbólicos en su proceso de legitimación), surgió una extensa variedad de intermediarios que obtenían beneficios de la importación de pintura europea para colocar en el mercado local. La crisis del noventa repercutió en las ventas artísticas, aunque en poco tiempo la recuperación del mercado se produjo acompañada del proceso de institucionalización que definió la autonomía relativa de la esfera artística en el siglo XIX: los salones anuales de arte organizados por El Ateneo, la fundación del Museo Nacional de Bellas Artes, y la galería de arte profesional.

La cultura del bazar fue el resplandor de un brillo propio e irradiación del centro luminoso ubicado material e idealmente en Europa. Restos de aquel esplendor relucen aún hoy en las colecciones oficiales, y en las subastas donde las mismas obras que ingresaron hace más de un siglo comenzaron el camino de retorno, impulsado tanto como por una tardía validación de la pintura de género decimonónica como por la crisis económica de nuestros cercanos ochentas.

Los años ochenta fueron cruciales en la formación del gusto artístico de la burguesía porteña. Se desarrolló una tendencia a la compra de originales contemporáneos en lugar de copias o cuadros de maestros antiguos[2]. El comerciante traía obras para satisfacer el gusto forjado por las reproducciones de las revistas ilustradas, las ávidas miradas a las primeras colecciones, los comentarios periodísticos sobre los salones nacionales europeos, y hasta por la sostenida admiración en el tiempo del pintor lombardo Ignacio Manzoni, activo durante el Estado de Buenos Aires.

La joven burguesía debía pulir su gusto en el viaje iniciático a París, tarea vislumbrada como imposible en Buenos Aires. Sin embargo no era sencillo. Un testimonio expresó la complejidad de la capitalización cultural que implicaba el deseo de convertirse en un amateur:

“Qué arte el de mirar y ver, amigo! Pronto harán 18 años que, con pequeños intervalos, y fuera de otra ruta especial de la que los años pronto me alejaron, no he hecho otra cosa que procurar pulir, dar forma y conciencia a mi gusto artístico. Para uno de nosotros la labor es inmensa; hemos admirado durante la infancia y la primera juventud, época en que las impresiones grabándose fuertemente, determinan hasta cierto punto las corrientes intelectuales, hemos admirado repito, movidos tal vez por un sentimiento patriótico, la pirámide de Mayo o (horrendo referens!) el banco de la Provincia …… mil francos de pasaje y …. al Louvre[3].”

El aficionado al regresar podía detener su mirada, ya algo entendida, ante un escaparate y, con suerte, reconocer una obra artística de calidad entre la multitud de pinturas de medianía internacional. Además, podía participar con mayor soltura en la sociedad de causseries.

2. En los ochenta aún no existía una especialización comercial indicadora de la existencia de un mercado autónomo con reglas y agentes propios. La fiebre especulativa trastornó de tal manera las relaciones comerciales que la importación de obras de arte era un riesgo que asumía quien quisiera. La venta de pintura pasó rápidamente de ser un negocio aislado a integrar una importación sostenida. Hay casos curiosos indicadores de como Buenos Aires comenzaba a ser visualizada como un lugar de fácil venta de obras de arte: un joven turista apellidado Stevens trajo veinte telas representando paisajes, cabezas y temas históricos -atribuidas algunas a Greuze, Daubigny y Ferdinand Heilbuth- y las expuso en la Casa Burgos[4]. Aunque era preferible un intermediario más confiable como el coleccionista que compraba y vendía para los de su clase, al estilo del joven Manuel Güiraldes, emparentado con los Guerrico, que ocupaba parte de su tiempo en despachar pintura para el mercado porteño. Uno de sus envíos para el importante bazar Repetto y Nocetti, de marzo de 1888, sirve para ejemplificar qué obras adquiría un argentino en París para vender a sus iguales en Buenos Aires. Las obras corresponden a lo que se denominaba arte internacional, no faltando la tela orientalista, la escena de vida cotidiana burguesa, el paisaje costero, la marina, el paisaje boscoso, el estudio de cabezas, las escenas con tipos campesinos y las naturalezas muertas; también figuraba la obra menor de un artista de gran renombre, en este caso Gallinas y patos, de Thomas Couture; en la astuta variedad de géneros para confortar los deseos de la clientela no podía estar ausente la pintura militar: Puñado de valientes de Wilfrid-Constand Beauquesne, siempre presentado con el legitimador «discípulo de Horace Vernet»[5].

Ante la sostenida importación, los lugares de exposición se multiplicaron: Ripamontí y Cía; Casa de Comisiones Casá; Altos del Teatro Nacional; La Granja Nacional; Casa Costa; Oliva y Schnabl; Quesnel; J. P. Hardoy; Lacoste; Jacod; y Laborde y Cía. se sumaban a los más establecidos Casa Burgos -la de mayor importancia al principio de la década-; Casa Galli; Casa Ruggero Bossi; y Repetto Nocetti y Cía. La calle Florida y sus adyacentes era el lugar por excelencia de la «cultura del bazar»: tiendas, casas de óptica, casas de fotografía, bazares, casas de música, y los locales comerciales más diversos se tornaron en puestos de venta de obras de arte. Los cambios comerciales fueron señalados por un cronista de la manera siguiente:

“La casa de Burgos empezó introduciendo bronces originalísimos de Grevin y Barbedienne y exponiendo cuadros de mérito, ya de renombrados pintores europeos, ya de pintores extranjeros y argentinos establecidos en el país. Las bellas y originales telas de Mendilaharzu y de Alfredo Paris fueron expuestas en las vidrieras, donde fueron una verdadera revelación del arte pictórico nacional. Siguió la lujosa casa de Lacoste, estableciéndose enseguida casas especiales de obras de arte en cuyos escaparates no permanecen mucho tiempo las obras de mérito.

Uno de los bazares que más actualmente llaman la atención por la cantidad de bellezas artísticas que encierra, es el de Jacod, atendido hoy con verdadera competencia por sus sucesores Laborde y Ca., calle Florida, donde se ha abierto una exposición digna de ser visitada por nuestra sociedad culta. Allí se encuentran todos los géneros de la pintura y la fundición en bronce representados por ejemplares únicos y de méritos sobresalientes[6].”

Así, «los bazares de lujo han ido convirtiéndose de poco en poco en verdaderas exposiciones de objetos que en otros tiempos nos eran totalmente desconocidos, porque nadie los introducía a consecuencia de su difícil sino imposible salida»[7]. Las casas de remates aprovecharon la situación ascendente incorporando subastas artísticas a las habituales de propiedades, lotes y cabezas de ganado. El remate de Baltar y Quesada de julio de 1883, aunque hubo alguno anterior, fue comprendido en aquel momento como el inicio del comercio de arte en Buenos Aires:

“Hasta ahora el martillo no había invadido el terreno del arte, encerrando su acción vasta y dominadora en los límites de la vida puramente material. Las creaciones del alma artista no se habían ofrecido al mejor postor, disputadas como una mercancía; se había conservado, alrededor de las manifestaciones del arte, un atmósfera respetuosa que alejaba del ánimo toda idea que pudiese traducirse en numeros.

A nadie, o a muy pocos, se les ocurría pensar que un objeto de puro arte pudiese tener precio y estar al alcance de un poco de dinero; así es que esos objetos permanecían expuestos en los escaparates de la casa de Burgos, en el salón de Bossi, adonde concurrían los curiosos a mirarlos, como sí solo para ello hubiesen sido llevados allí, y de donde sus autores se veían forzados a retirarlos, después de esperar inútilmente un interesado que cargase con la galería artística, para aumentar los objetos de un museo de familia. […] El remate de esta noche tiene una gran importancia social: abre al arte una nueva vía, para atacar con ella la indiferencia con que se le acoge, y divulgar por ese medio sus obras, creando el gusto en el profano y el estímulo en el artista […][8].”

Para el fin de la década los remates artísticos eran corrientes, destacándose las casas Héctor Quesada -sucesora de Baltar y Quesada-; Tallaferro y Sánchez; Sánchez y Moreno; Domingo Barceló; Pedro González; Bullrich y Cía.; y Guerrico y Williams. También se realizaron exposiciones comerciales en lugares transitorios, como el antiguo local que ocupó la Sociedad Rural (Perú núm. 23), la Bolsa de Comercio, el Jardín Florida, la Asociación de Prensa o el foyer de teatros.

Entre los comerciantes de otros ramos que ampliaron su actividad de negocios ingresando al mercado de arte se destacaron las librerías de Sommaruga y de Escary. Angelo Sommaruga era el más dedicado a la importación de pintura italiana: «gracias a él se han hecho populares entre nosotros muchos nombres de grandes artistas, que antes eran apenas conocidos por los amateurs, contándose en primera línea el célebre Michetti»[9]. El volumen de pintura importada por este comerciante era extraordinario. Por ejemplo, una exposición de pintura y escultura italianas en su local de la calle de San Martín núm. 245 contó con doscientas cincuenta telas y piezas en mármol, bronce y terracota[10]. Además Sommaruga funcionaba como un verdadero marchante, al mejor estilo europeo imponía viajes y residencias: un artista italiano de nombre Boggiani presentó un paisaje de la pampa, luego de viajar a Choele-Choel enviado por el comerciante. El objeto más preciado por los compradores de bazar eran los «bronces». Una feroz crítica señaló «el ojo inexperto del épivier enrichi» para apreciar la superficie rugosa y áspera de los bronces de calidad traídos por Sommaruga, ya que estaba «acostumbrado a la lisura y acabado de los Barbedienne» y a «la pacotilla fundida en zinc y recubierta de bronce por medio de la pila»[11].

Desde luego, también había compradores entendidos que realizaban sus adquisiciones tanto en sus viajes europeos como en las casas locales. Un ejemplo, entre tantos posibles: la casa Bossi organizó una venta con obras de prestigiosas firmas comerciales del momento, en las que se destacaba la presencia de dos acuarelas Giovanni Signorini, artista especialista en las escenas con trajes y mobiliarios de corte del siglo XVII. Una de las acuarelas que representaba a un marroquí semidesnudo en un minarete fue comprada por Aristóbulo del Valle[12]. A pesar del optimismo reinante que suponía a Buenos Aires como el «mercado a que acudirán las mejores producciones de los más reputados maestros contemporáneos» la duda habitual sobre la verdadera autoría de las obras vendidas asaltó al comentarista de la venta. Esta inquietud ocurría por las dudosas atribuciones en un momento de expansión del mercado, y por la extrañeza ante el movimiento continuo de obras artísticas, estando los escaparates convertidos en una exposición constante de arte europeo a alto precio[13].

Ante el problema de la falsificación y el engaño un importador llamado Cahen, asociado con la casa Lambert, Levi y Ca. de la calle Chacabuco núm. 6, para mayor garantía de autenticidad se proveyó de certificados de los artistas, con firmas legalizadas en París por las autoridades francesas y argentinas. Ya en la famosa exposición de pintura francesa del Jardín Florida se había apuntado a la autenticidad de las piezas, aunque el rotundo fracaso comercial, en las conocidas palabras de Schiaffino, demuestra que no era una garantía de éxito. Basta con recorrer los diarios para encontrar distintos avisos de remates, durante largo tiempo, de obras expuestas a la venta en aquel momento como iniciativa de la sociedad formada por los propios artistas participantes, muchos de ellos firmas de prestigio académico. Schiaffino anotó que, sin embargo, los compradores en la subasta improvisada ante el fracaso de las transacciones prefirieron la compra de pinturas de flores hechas por señoritas[14]. Sin embargo, el comercio de arte a fines de la década del ochenta resultó, posiblemente, un negocio más próspero que la subasta de la exposición francesa. Por ejemplo, un cronista señaló:

“Casi diariamente tenemos que anunciar la apertura de una nueva exposición de cuadros, lo que demuestra que las exhibiciones artísticas, muy raras aquí hasta hace pocos años, han concluido por ser un excelente y lucrativo ramo de comercio, encontrando fácil y rápida colocación entre nosotros los productos de arte europeo.

Entre esas colecciones que cada vapor transporta a Buenos Aires tiene que venir y viene necesariamente de todo: pero así como hay apreciadores inteligentes que se disputan todo lo bueno que en materia de arte nos envía la Europa, la modesta pacotilla artística encuentra también sus consumidores, de lo que resulta que todas esas exposiciones liquidan generalmente con resultados más satisfactorios[15].”

Señal de las ventajas de abrir un puesto de venta de pintura para la salida de las vasta producción de los talleres europeos es que se hayan afincado en Buenos Aires hermanos de artistas para promover las ventas, como el de José Gallegos y Arnosa. En la sala de Artes 210 puso a la venta los lotes de pintura española remitidos por el conocido artista. Entre ellos el destacado cuadro de asunto oriental Botín de guerra del propio Gallegos (tercera medalla en la exposición de Madrid de 1884), además de obras pictóricas de otros artistas españoles de renombre en su época[16]. También surgieron mecanismos de comercialización indicadores de un público consumidor ampliado y en crecimiento: la Casa de pinturas Mondelli, sita en Perú núm. 162, comenzó con una política de precios accesibles ofreciendo por cincuenta pesos pequeños cuadros de firmas conocidas con paspartú y marco, ya preparados para el ambiente pequeño burgués.

El mercado de arte formó el gusto de los coleccionistas porteños. La «pintura de bazar» se convirtió en un juicio peyorativo para mencionar una obra de baja calidad realizada para el mercado, aunque en algunos casos la tela estuviera legitimada con una prestigiosa firma. La ciudad era un mercado de «mala pintura» como sostuvo con agudeza un crítico en la época: «Sobre Buenos Aires había caído una avalancha de mala pintura, de mamarrachos pretenciosos, de chafarrinones de color con pretensiones de colorido, de ejecuciones lamidas que semejan cromos, de toda esa triste medianía que más aleja al comprador, que lo invita a gastar dinero[17]. Un año más tarde el comentario se convirtió en una crítica a los coleccionistas que adquirían «albardones del arte». Llamados así por que en «nuestro horizonte artístico domina la misma uniformidad que en la Pampa» y el valor de un libro o un lienzo era exagerado en nuestro panorama cultural de la misma manera que se hace con la altura y la belleza de un albardón visualizado en la llanura. Los «albardones del arte» eran

“… producciones chatas, frías y sin expresión de que nos están inundando los pintorzuelos europeos desde hace algunos años. Qué diluvio de malas acuarelas representando rubicundas aldeanas vestidas con sus trajes domingueros! qué cantidad de barbudos monjes pintados con carmín y negro de humo! qué verdadera epidemia de valencianos en alpargatas, de románticas pastoras y de viejos fumadores de nariz roma y rugosas manos![18].”

Se temía que el predominio de la calidad mercantil de las producciones artísticas terminara por afectar el progreso del gusto local, ya que

“El mal gusto es contagioso como la risa, como el miedo, como el cólera, como las ganas de bailar. Ese mal gusto que desde hace siete u ocho años está enriqueciendo a los introductores de malos cuadros, principia a hacerse sentir hasta en muchos de nuestros distinguidos aficionados que guardan verdaderas joyas en sus galerías […]  Nosotros aconsejaríamos a los ocho o diez amateurs de Buenos Aires, que  desternerasen las malas de las buenas telas e hicieran un auto de fe con ellas[19].”

De esta manera, entre símiles camperos, el crítico (¿L. R. de Velasco?) realizó un demoledor análisis del gusto artístico en un Buenos Aires integrado como consumidor al mercado artístico internacional pagando precios sobrevaluados.

3. En el afán de señalar la presencia de la pintura francesa, española e italiana en el Buenos Aires del tardío siglo diecinueve, se olvida la enorme variedad de escuelas pictóricas ofrecidas a la venta a los aficionados porteños. Por ejemplo en la calle Florida se exhibieron, aproximadamente, ciento cincuenta cuadros originales de pintores ingleses de la «escuela moderna». Desde luego la mayoría eran paisajes, pero entre ellos se exhibió uno de pintura de historia, La sacerdotisa Hero esperando a Leandro en lo alto de la torre al pie del Helesponto de Edgar Hayes, aconsejando su adquisición ya que «se exhibe con mayores pretensiones a la expectación y al bolsillo»[20].

En el foyer del Teatro Colón se realizó una exposición de pintura belga contemporánea, emprendimiento mercantil que el dibujante F. B. de Carvahlo, comentarista de El Nacional, calificó de mediocre. En la exposición predominaron las escenas de costumbres, paisajes y naturalezas muertas, asuntos estimulados por el mantenimiento de cierta tradición de la pintura nórdica fuerte en el siglo XIX; y muy del gusto de los primeros coleccionistas locales como Leonardo Pereyra o Juan Benito Sosa. Se exhibieron más ciento veinte telas, de todos los géneros, de prácticamente las mejores firmas del arte académico belga[21]. El resultado de la venta fue satisfactorio a pesar de estar sujetos los cuadros introducidos del extranjero a un cuarenta y ocho por ciento de derechos de importación.

Un mes después de la exposición de arte belga, expresión de la importancia de Buenos Aires como nueva boca de expendio del arte internacional, se realizó en el salón de la casa Burgos, sobre la calle Florida, una exposición que comprendió más de setenta telas. F. B. de Carvalho remarcó el papel fundamental del conocimiento artístico del marchante para la selección de las piezas ofrecidas en venta en un mercado periférico:

“Conocíamos al señor Henri Cocqueteaux como aficionado distinguido; suponíamos de antemano, fiados en su buen gusto y en sus conocimientos artísticos, que una colección de cuadros por el reunidos en ese gran foco de arte moderno que se llama París, como es la que nos ocupa, sería necesariamente una colección de mérito, y nuestras esperanzas no han sido defraudadas. Sin pretensiones de presentar extraordinarios chef-d’ouvres de esos cuya adquisición cuesta una fortuna, manteniéndose dentro de los límites de los precios abordables, hay en la colección de Cocqueteaux bueno, muy bueno, y acaso menos bueno, pero nada que no quepa bajo el calificativo general de bueno, y el que a ojos cerrados pretendiese adquirir toda la colección en bloc podría hacerlo sin temor de poseer una sola tela indigna de figurar al lado de sus compañeras[22].”

La pieza clave era El juramento de amor de Fragonard, procedente de la galería de Georges Petit, que no integraba la colección estando en venta en remate o en licitación a sobre cerrado sobre la base de 3.000 pesos oro. Luego se destacaba para el gusto decimonónico una obra Paul Sinibaldi, presentado como discípulo de Cabanel y de Stevens, La muerte de Temístocles. Este cuadro había sido recompensado con el segundo gran premio en el concurso de 1887 de la escuela de Bellas Artes de París (Prix de Rome).  Además, en el salón Burgos no podían estar ausentes los asuntos militares, de gran presencia en el mercado internacional como producto de la fascinación burguesa por el militarismo. Henri Cocqueteaux seleccionó buenas firmas de especialistas en ese subgénero como las de Beauquesne, Dupaty, Du Pray y Bellangé entre otras de igual de renombre. A. Miquis cansado ya de ver en Buenos Aires tanta pintura similar sobre la guerra franco-prusiana no ahorró el comentario siguiente ante otro Beauquesne a la venta en Repetto y Nocetti:

“… cuadro pintado con bitumo y tierra de Sena en que unos cuantos dragones franceses destrozan heroicamente  unos desgraciados coraceros prusianos. Esas patrioterías francesas, que a fuerza de cuadros y leyendas acabaron por convencerse de que fueron los vencedores de Sedán, pueden disculparse cuando están hechas con mucho talento, y el pintor Beauquesne no demuestra mucho en este cuadro, en el que ni dibujo, ni color, ni composición pueden elogiarse[23].”

La exposición de bellas artes de la Cámara de Comercio Española, fundada a iniciativa de Juan Durán y Cuerbo, fue el exponente oficial del arte español en Buenos Aires y su comprensión como rama del comercio entre España y Argentina. La exposición fue llevada a cabo en el local de la calle Victoria destinado a ofrecer exhibiciones de manufacturas y de productos industriales[24]. El objetivo de la muestra era dar impulso a la formación de un mercado artístico en Buenos aires para dar salida a numerosos trabajos de artistas españoles, activos en talleres de Madrid, Sevilla, París y Roma. Parte de la búsqueda de nuevos mercados, como Buenos Aires, fue producto de la explosión burguesa del arte europeo: gran cantidad de artistas, y una sobreproducción que saturaba las posibilidades del circuito comercial europeo. En Buenos Aires ya existían importantes coleccionistas de pintura española moderna como Parmenio Piñero. En el consumidor proyectado se tenía en cuenta al inmigrante  español enriquecido. Carlos Zuberbühler, al comentar la propuesta, señaló cómo la identificación nacional con el lugar de origen favorecía la venta de pinturas:

“Muchas de las telas expuestas serán adquiridas, sin duda alguna, por los mismos miembros de la colonia española. El patriotismo será, en algunos casos, la única causa determinante, pero en casi todos se unirá a ésta una verdadera afición innata, desconocida quizá hasta la fecha. En todo español hay, en efecto, un pintor latente, como en todo italiano un músico, en todo alemán un filósofo, en todo criollo un sportman o un haragán[25].”

Desde luego la iniciativa de abrir un mercado estable estaba potenciada por el reconocimiento internacional adquirido por la pintura española en la segunda mitad del siglo. Zuberbühler consideró que los altos precios obtenidos por la apertura de un mercado en Buenos Aires produciría una revolución en los talleres de España, y que, inevitablemente, se abrirían continuas muestras de arte español en la ciudad capital de la Argentina. El coleccionismo se había desarrollado considerablemente y permitió organizar la exposición de la Bolsa de Comercio para afirmar el grado de cultura europea adquirido en Buenos Aires a partir de esos objetos simbólicos. La exposición fue el lugar por excelencia de encuentro de la sociabilidad burguesa[26].

Termino estos apuntes con dos breves notas finales. La colección de Andrés Lamas fue rematada a principios de los noventa, la mayoría de los cuadros que la integraban eran atribuidos a los grandes maestros antiguos italianos, españoles, franceses, holandeses y flamencos[27]. La reseña de la subasta tuvo un comentario humorístico: «objetos más antiguos que Calzadilla»[28]. Esta referencia despectiva al autor de Las beldades de mi tiempo era una expresión del reciente «gusto moderno».

La segunda nota relata un hecho que devela el lado trágico del mercado de arte porteño en su primavera capitalista:

“En la proximidad del Arroyo Seco, en medio del campo, fue hallado el cadáver del pintor italiano Carlo Murzi que se había suicidado, pegándose un tiro de revólver. Se ignora la causa del suicidio. Se hallaron encima del cadáver 6 pesos y 91 centavos, un certificado de depósito en el Banco de Italia, por valor de 200 ps. y seis cartas y un retrato de su esposa residente en Livorno con dos hijos[29].”

Poco antes, el artista suicida había expuesto con mediana repercusión y alguna venta en un bazar de Buenos Aires.


Notas

[1] A pesar de su carácter general, es una referencia de utilidad el conocido ensayo de Francisco Palomar donde se señala el contexto de especulación de la época. Véase Francisco Palomar. Primeros salones de arte en Buenos Aires. Reseña histórica de algunas exposiciones desde 1829. Cuadernos de Buenos Aires núm. 18. Buenos Aires, Municipalidad de Buenos Aires, 1972, pp. 57-64.

[2] En los setenta la comercialización de las obras de arte tenía su fuerte en los remates organizados por los Varela, en ellos algunos coleccionistas como Juan Benito Sosa adquirieron parte de su colección. Un ejemplo interesante es el caso de la empresa Jacobsen y Cía., importadora de bebida sueca, que organizó en 1877 en el salón de música de Domon (Florida núm. 132) una exposición de ciento veintiún cuadros y objetos de artes. A diferencia de lo ocurrido en los años siguientes la mayoría de las obras eran copias de pinturas modernas europeas. La entrada costó cinco pesos y se realizaba una rifa semanal. La Libertad, 07.12.1877, p. 1, c. 6.

[3] El Nacional, 02.08.1887, p. 1, c. 2-3.

[4] El Nacional, 02.12.1886, p. 1, c. 6.

[5] El Nacional, 08.03.1888, p. 1; 01.05.1888, p. 1.

[6] El Nacional, 14.09.1887, p. 1, c. 1-2.

[7] Ibidem.

[8] El Nacional, 03.07.1883, p. 1, c. 3-4.

[9] El Nacional, 21.03.1888, p. 1. El artículo está firmado «JP» posiblemente las iniciales de Julio Piquet.

[10] Ibidem

[11] Ibidem

[12] El estudio de Oliveira Cézar no menciona esta obra. Véase Lucrecia de Oliveira Cézar, Aristóbulo Del Valle, Bs As, Inst. Bonaerense de Numismática y Antigüedades, Gaglianone, 1993. Una cardenal con una sentencia inquisitorial es el motivo de la otra acuarela.

[13] El Nacional, 14.04.1888, p. 1, c. 5.

[14] Eduardo Schiaffino, La pintura y la escultura en la Argentina, Buenos Aires, ed. del autor, 1933, p. 285. Uno de los cuadros vendidos fue un cartón histórico de Fernand Cormon Los vencedores de Salamina. Estudio para la gran tela expuesta en el salón de París de 1887. El corresponsal de El Nacional, en esa ocasión, la mencionó como expresión de la decadencia del género histórico en un paralelo reaccionario: «Imaginaos una cuadrilla de comunistas de los deportados a Numea, haciendo su entrada triunfal en un barrio obrero de París, por en medio de una turba de petroleras que blanden en alto sus escobas y tiran sus bonetes por encima de todos los molinos del arrabal, y tendréis una idea cabal de aquella página histórica». «Cartas a El Nacional por Junio Paiba». El Nacional, 17.06.1887, p. 1, c. 3-4

[15] El Nacional, 07.06.1888, p. 1, c. 6.

[16] El Nacional, 09.10.1889, p. 1, c. 1-2.

[17] El Nacional, 02.08.1889, p. 1, c. 1-2.

[18] El Nacional, 08.12.1890, p. 1, c. 5.

[19] Ibidem.

[20] El Nacional, 18.03.1886, p. 1, c. 2-3.

[21] Los asuntos de los cuadros de género histórico expuestos denotaban cierta variedad temática, correspondiente a los patrones internacionales: historia antigua pagana, historia bíblica e historia nacional belga. Xavier Mellery presentó Cornelia, madre de los Gracos, definido por Carvahlo como veinte metros cuadrados de borroneo, tal vez el crítico no haya aceptado ni la recatada innovación plástica ni el idealismo del autor belga; Alexandre Thomas expuso El prólogo del juicio de Salomón, dentro de la temática bíblica característica del premiado pintor de Judas errante y Barrabás al pie del calvario; y Emile Wauters, discípulo de Gérome y figura académica del arte belga, presentó en Buenos Aires Los habitantes de Bruselas clamando por privilegios al duque Juan IV, realizado «con soltura y maestría». El Nacional, 13.10.1887, p. 1. La muestra cerró el 1? de noviembre de 1887, entregando los últimos días entradas para la caridad. El Nacional, 28.10.1887, p. 1, c. 6.

[22] El Nacional, 09.12.1887, p. 1, c. 1-2.

[23] El Nacional, 02.08.1889, p. 1, c. 1/2.

[24] C. E. Z[uberbühler], El Nacional, 11.09.88, p. 1

[25] Ibidem

[26] Una vez lograda la legitimación local como nación civilizada, el paso siguiente sería el Pabellón Argentino de la Exposición Universal de París en 1889; pero su análisis excede los límites de estos apuntes.

[27] Breve reseña histórica de las diversas escuelas de pintura y noticias sobre la vida de los autores de los cuadros auténticos que pertenecieron a la renombrada colección del Dr. D. Andrés Lamas cuyo catálogo se acompaña, Buenos Aires, Argos, 1894.

[28] La Nación, 20.04.1895, p. 3, c. 3-5.

[29] El Nacional, 12.01.1889, p. 3. c. 5.

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