Romina De Luca *
De triunfar Javier Milei en las próximas elecciones presidenciales, una nueva reforma educativa nos espera: el sistema de escuelas vouchers. No se trata de ideas nuevas, sino del desembarco en Argentina de las ideas esbozadas por los liberales Milton y Rosa Friedman en 1955, 1962, 1980, 1995 en adelante en obras como Capitalismo y libertad y Libertad para elegir.
Simplificando, estos autores entendían que el monopolio estatal en materia educativa, en el largo plazo, destruía la educación. Se trataba de una “magnífica idea” inicial que derivó en un espanto. La idea inicial: que todos recibieran alfabetización. En sus orígenes, las familias participaban de esa actividad siendo organizadores, administradores, patrocinadores. Sin embargo, la actividad estatal generó un cuasi monopolio que terminó funcionando como “una industria socialista”: hipercentralizada, administrada por funcionarios que no conocen las necesidades de las familias y regulada por el interés mezquino de los sindicatos docentes. En otras palabras: la “casta”. Para mejorar la educación había que liberarla a la lógica del mercado. Solo la demanda, es decir, las familias conocen las necesidades de su prole: qué quieren aprender, cómo, con quiénes, para hacer qué. Para que el sector privado conquistara la educación, los Friedman propusieron un esquema intermedio: el sistema de vales (vouchers). Así, el Estado deriva recursos para que las familias lo gasten en educación de acuerdo con sus intereses, proceso que mejora el gasto al eliminar a las ineficientes y las duplicidades. Un esquema presentado en clave de “justicia social”: los pobres ya no financian educación gratuita para los “ricos”. Que paguen por ella. Prometen una mejora de la calidad que el esquema voucher tampoco garantizó. Chile y Suecia aportan pruebas de ello.
Nuestro país tiene su Milton Friedman y es quien Milei postuló como futuro secretario de educación: Martín Krause, quien explicó hace décadas las bondades de ese esquema. Lo hizo, en el contexto de los debates por la Ley Federal de Educación, en 1994, junto a Alberto Benegas Lynch en El derecho a enseñar y aprender. Según los autores, si se quiere avanzar en mejorar la calidad se debe instaurar un sistema de elección por parte de la demanda. Así, aparecen los “incentivos para incorporar nuevos métodos y tecnologías”, porque las escuelas van a “competir para atraer alumnos”. Directivos y docentes tendrían que pasar a administrar las escuelas y decidir, por ejemplo, su propio salario, el currículum y los métodos pedagógicos. No extraña que Milei tenga en su agenda la desregulación de la actividad: reforma del estatuto docente y del régimen previsional. Cada trabajador ahora negocia con las familias.
Entienden que no hay forma de que el Estado conozca las preferencias individuales. El autoritarismo centralizador se impuso en el diseño educativo. Si no se puede conocer, la planificación estatal es inexistente, se imponen las preferencias individuales del planificador a toda la población. Por eso, concluyen: “Lo único que podemos hacer es dejar que cada uno decida por sí mismo qué tipo de educación quiere para sí y para sus hijos”.
Solidario con estos argumentos, el currículum único y homogéneo desaparece. La obligatoriedad de la educación, decían, no puede definir un contenido también obligatorio. Coherente con lo anterior: “Los contenidos de la educación y sus correspondientes valores deben ser elegidos por los educandos o por sus padres. La imposición de contenidos educativos constituye una falta de respeto a la persona a quien se somete a esa “educación”. La conclusión lógica de esta forma de razonar es simple: una atomización completa. La escuela renunciará a cualquier vocación colectiva y universal y consolidará en las chicas y chicos los prejuicios e ideas de sus propias familias de origen. Una libertad fundada en la tiranía de las familias.
Que la obligatoriedad de la educación no era deseable ya lo anticipó Krause: “el “derecho” a aprender es la libertad de hacerlo o no, y de hacerlo del modo que el ciudadano estime más conveniente”. Una vez más, la forma de vida en sociedad más asocial que pueda proyectarse. Por eso, se promueve que la educación, guiada por las familias, se circunscriba a su mínima expresión: la “familiarización” o “homeschooling” y, de ser posible, el uso de tutores uno a uno. De no ser posible, cada escuela debe ser una unidad autogestionada por las familias.
De la provincialización educativa a la familiarización. Un verdadero genocidio educativo si se trata de implementar esta receta en un país como la Argentina con el 40% de la población pobre (según números oficiales), con seis de cada diez chicas y chicos pobres y un tercio de sus familias con secundario incompleto. Con ese capital cultural cuentan para tomar sus decisiones. Cómo los empresarios argentinos encontrarán un negocio para educar a trabajadores a los que hoy no les interesa educar ni calificar –con el 25% de desocupación, un tercio de los trabajadores en negro, para empleos como Rappi– es un misterio.
Las implicancias de este proceso abarcarían al 72% de la educación estatal del país. De la noche a la mañana, más de 40 mil escuelas estatales pasarían a ser administradas por las familias para hacerse cargo de la educación de 8.386.402 estudiantes estatales. Cómo este esquema realizará en Argentina lo que no logró en el resto del mundo no lo sabemos. Lo que sí está claro es que este “igualitarismo bestial” promete acabar con el único vínculo institucional que aún conservaban las fracciones de la clase obrera más desinstitucionalizadas: la escuela.
Tal vez no lo sepa, pero Milei culminará con un proceso iniciado por el kirchnerismo: la conversión de la escuela en una ficción consolidando un sistema hiperclasista. Ellos lo hicieron incorporando políticas que destruyeron la escuela. Milei lo hará eliminando el último reducto de universalidad –la escuela pública– para que cada quien se las arregle como pueda.
* Publicado en Perfil.com, 26/08/2023