Sobre el documental de Ken Loach, el reformismo y la nacionalización de servicios públicos
Ken Loach no se quedó en el ’45. No es ingenuo respecto a las mutaciones del laborismo. Sin embargo, procura con su documental que los sectores que salieron a luchar bajo el movimiento Occupy retomen el programa con el cual el laborismo ganó las elecciones de ese año. El examen de esta excelente pieza fílmica nos permite discutir los juicios de su creador.
Por Marina Kabat (Grupo de Investigación de la Historia de la Clase obrera argentina-CEICS)
No importa cuánto disienta con las caracterizaciones políticas de Ken Loach. Nunca dejará de sorprenderme su enorme capacidad para transmitir con una fuerza conmovedora a través de hechos y sucesos cotidianos la explotación del hombre y su profunda injusticia. El espíritu del ‘45 no es la excepción.
Este documental (Film4, Sixteen Films, Fly Film Company, 2013, 94 minutos) combina sutilmente imágenes de archivo con entrevistas a analistas y trabajadores. En una de ellas, un obrero veterano explica cómo vivían en los años ’30 las familias de los suburbios de Liverpool. Hacinados, sin agua, cinco niños en una misma cama, donde debían procurar dormir pese a estar plagadas de insectos. En la escuela, los maestros castigaban con la vara a esos mismos niños por tener las rodillas sucias.
La alegría de la labor organizativa, de la propaganda nos llega a través del relato de una anciana que, con inconfundible orgullo, narra cómo acompañaba a su padre a los mítines de los estibadores. Su voz trasluce el respeto, la admiración y camaradería con la que estos obreros portuarios se referían a su padre. Esa sola entrevista es en sí misma un canto a la militancia. Ojalá un día mi hijo recuerde sus tempranos trajines políticos con semejante dicha.
El regreso de los hombres de la Segunda Guerra, la esperanza de un cambio trascendente, el desenfado, la alegría, el entusiasmo, la búsqueda de una sociedad nueva. La rebeldía. Una imagen inédita de un desorientado Winston Churchill cuando una multitud le impide hablar, reclamando en cambio por el líder laborista, Clement Attlee. El discurso de éste, ya como primer ministro, donde recalca que es la primera vez en la historia de Gran Bretaña que llega al gobierno un partido laborista con una política socialista. La sola mención de esta palabra en este acto provoca la espontánea irrupción de aplausos que lo interrumpen. Esta escena se repetirá varias veces en el documental, así como aparecen fragmentos del programa laborista original y su mención del socialismo.
El espíritu del ‘45. Ese clima social y político que Ken Loach retrata tan bien, pero que es parte de un proceso que parece no comprender. No sospecha siquiera que el laborismo, incluso en su versión más radical, a través de sus mejores y más consecuentes cuadros, en vez de canalizar y concretar esas esperanzas y energías, las contiene y hace divergir de sus verdaderos intereses. Para Loach, el programa laborista del ‘45 era un programa socialista. Y Clement Attlee en el poder lo habría llevado a la práctica, al menos en gran medida, a través del programa de nacionalizaciones y la construcción del estado de bienestar.
Ken Loach, no es un simple nostálgico. No se quedó en el ‘45. Mira al pasado para orientar las luchas actuales. Por eso, el valor de discutir su obra. El film que se estrena en 2013 explícitamente busca dialogar con el movimiento Occupy. La tesis del director es que en las aspiraciones de ese movimiento está de nuevo en juego “el espíritu del 45”, aunque sea inconscientemente se plantea otra vez el socialismo. De ahí la necesidad de recordar el ‘45, para levantar nuevamente su programa.
Las nacionalizaciones: ¿una política socialista?
El punto central a discutir con Loach es, entonces, qué es el socialismo o, mejor dicho, qué no es el socialismo. De acuerdo a esto, ¿las nacionalizaciones son socialistas? ¿Nos acercan a esa orientación? Discutamos esta tesis con datos de Gran Bretaña aportados por el mismo film y otros de Latinoamérica (ver recuadros). Una de las virtudes del film de Ken Loach es que, tanto por el fuerte trabajo de archivo fílmico y las entrevistas presentadas, como por su honestidad como director, su propia película nos brinda elementos para discutir sus juicios personales.
El primer caso a analizar son las minas de carbón. Estas constituían, ya en 1945, una industria en crisis. La nacionalización salva en gran medida a los capitalistas de la ruina previsible. A nivel obrero, si bien mejoran las condiciones que rodean el trabajo en la mina, (la vivienda, los servicios sociales y los espacios recreativos en los pueblos mineros), pronto se observa que el trabajo continúa igual. A excepción de algunas cuestiones de seguridad, las condiciones laborales se mantienen. Los obreros, que habían seguido las elecciones incluso desde adentro de la mina a través de notas que sus compañeros enviaban en los vagones -esos mineros que lloraban ante la elección de Atlee y que festejaron la nacionalización de las minas-, se veían ahora defraudados. Capataces que hacía tiempo habían sido denunciados por tiranos por el sindicato eran promovidos a administradores. Más aún, pronto se llama a los viejos nobles dueños de las minas para gerenciar la Junta Nacional del Carbón a cargo de Lord Indley.
Los obreros de los ferrocarriles tienen en gran medida mejor suerte: obtienen licencias por enfermedad que no tenían antes del ‘45 y convenios colectivos más favorables. Pero la situación es peor para los estibadores. La administración nacional de los puertos, en un principio, no introduce mejoras significativas para los obreros. Pese a la nacionalización de la administración portuaria, los estibadores siguen al final del gobierno de Clememnt Attlee trabajando por jornal sin ninguna garantía de continuidad en su empleo. Recién en 1967 –con el segundo gobierno laborista-, obtienen un sistema que garantiza el empleo permanente de los estibadores. Este derecho rige por poco más de dos décadas, pues se pierde en 1989. Su período de vigencia es tan corto que no llega a cubrir por entero la vida laboral de ningún estibador.
A lo largo de todo el film y en todos los ejemplos, el Estado aparece como un ente neutral (a excepción de cuando éste es colonizado por los “neoliberales”). Por eso, las nacionalizaciones son vistas como socialistas. Ken Loach no ve ni por un minuto al Estado como el representante del conjunto de la burguesía. Cree que las nacionalizaciones implican que minas, puertos y ferrocarriles pasen a ser propiedad colectiva del “pueblo”. No entiende que, ya sea en manos privadas o ya sea concentradas en la propiedad del Estado, estas empresas siguen perteneciendo a la burguesía que las administra en su propio beneficio. La mayor eficiencia del comando unificado de servicios que constituyen monopolios naturales como los trenes, la red de gas o agua es algo que beneficia al conjunto de la burguesía y no una medida tendiente a eliminarla como clase.
Bienestar de patas cortas
Fuera de las nacionalizaciones, la otra prueba de la tendencia socialista del laborismo del 45 sería el sistema nacional de salud y los avances en política habitacional. En conjunto, de la mano de otras medidas como la mejora de la educación, este sistema aseguraría a cada uno la protección a lo largo de toda su vida, objetivo resumido en la gráfica consigna inglesa “desde la cuna hasta la tumba”.
Tanto el sistema Nacional de Salud como el plan de vivienda representan un gigantesco avance, sobre todo medidos contra los paupérrimos estándares del período de entreguerras. Sin embargo, mirados en el largo plazo no lograron establecer esta seguridad de por vida que el laborismo se proponía. Lo cierto es que al que le tocó la cuna no le tocó la tumba. Quién disfrutó este relativo bienestar en su niñez no alcanzó a vivirlo en su vejez cuando el sistema en gran medida ya estaba deteriorado. Si bien, el sistema de salud ha resultado el más duradero de las instituciones creadas por el laborismo del 45, fue parcialmente desmantelado. Se quitó la cobertura odontológica, se tercerizaron sectores reduciendo la calidad del servicio, se lo desfinanció y otros etcéteras.
Peor suerte tuvo la política de viviendas. En pocas décadas se reprodujo el déficit preexistente. En una de sus primeras películas (Cathy come home, 1966), Ken Loach se ocupa precisamente de este tema. El film muestra la situación de los sin techo en el contexto del segundo gobierno laborista (Harold Wilson, 1964-70). Las escenas que allí aparecen no distan demasiado de las que uno podía ver en los 30. La diferencia es que la familia sin techo tiene innumerables reuniones con burócratas laboristas en su intento de procurarse una casa. Finalmente, cuando todo falla, el sistema social inglés, que ha sido incapaz de proporcionarles una vivienda a los padres, les quita a éstos sus hijos por no tener un hogar. Joyas del estado de bienestar europeo. Y no crea que esto es porque los británicos hacen las cosas a medias. Si quiere ver qué ocurre por entonces en Suecia, apriete las muelas y vea El nuevo hombre, de Klaus Härö.
Sería injusto decir que la nostalgia del ‘45 hace olvidar al Loach los déficits del laborismo. Loach es muy crítico del laborismo. Muestra entrevistados que cuestionan su transformación en un partido neoliberal o en un partido de la clase media: no más un partido de los trabajadores. Cuestiona que todos los cambios, sea en los servicios nacionalizados o en la seguridad social, fueron hechos de arriba hacia abajo. Es decir, se cuestiona, por un lado, el burocratismo y la falta de participación de los trabajadores y, por otro lado, el desplazamiento a la derecha del laborismo. Sin embargo, Loach no entiende que este movimiento estaba contenido en su programa inicial, al cual sí defiende incondicionalmente. Sin abolir el capitalismo, el laborismo necesariamente debería adaptarse a las necesidades permanentes y coyunturales de este sistema. Por eso, el laborismo no podría ofrecer seguridad social de la cuna a la tumba. Desperdicia un momento de fortaleza política de la clase obrera en meras reformas. Reformas que serían revertidas ni bien cambiara la marea.
¿Y si Luis Gay le ganaba a Perón?
Los historiadores gustan de comparar los orígenes del peronismo con el laborismo británico. Juan Carlos Torre ha probado definitivamente que la vieja guardia sindical, aquellos sindicatos fuertes, preexistentes, que constituían la CGT y se suman al peronismo como un sector crucial, actúan racionalmente y buscan construir un proyecto político de largo plazo. En todo el proceso que culmina con la emergencia del peronismo esta vieja guardia habría sido muy cauta y muy recelosa de su independencia. Tras el 17 de octubre, al conformar el Partido Laborista, pensaban al mismo como un proyecto de largo aliento. Por eso, el cuidado en la redacción de sus estatutos y, de ahí también, la preocupación por acotar el lugar de Perón que tendría solo el título honorífico de primer afiliado, mientras que Luis Gay sería su presidente. De alguna manera, se ve el fracaso de este proyecto, cuando Perón decreta su disolución, como el punto de inflexión donde el movimiento obrero se quiebra y pierde autonomía. El laborismo criollo había sucumbido. Queda en el aire la idea de que algo hubiera sido mejor de ocurrir las cosas de otro modo.1
No obstante, la trayectoria del laborismo en el Reino Unido muestra que el movimiento obrero británico no era más independiente que el argentino. Porque el problema no es la dependencia o independencia respecto a una figura particular, sino la independencia de clase. El movimiento obrero británico era tan dependiente de la burguesía como el argentino. Al aceptar los límites del capitalismo –o ilusoriamente creer que lo trascendía con el proceso de nacionalizaciones- ataba su suerte a la de este sistema y se obligaba a -en tiempos de vacas flacas- hacer por mano propia los ajustes necesarios.
Loach ofrece una lúcida reflexión. Al analizar cómo Thatcher revierte las conquistas laboristas, se señala que esas mismas regulaciones sobre la acción sindical instauradas por el laborismo maniataron al movimiento obrero inglés. Regulaciones contra las huelgas en solidaridad y las huelgas políticas, que el mismo laborismo impuso, hunden sus raíces en el pacifismo e institucionalismo del movimiento socialdemócrata europeo. Partidos como sindicatos socialdemócratas a fines de siglo XIX e inicios del XX condenaban a la huelga general como la “locura general” y concebían en los mismos o peores términos a las huelgas en solidaridad. Contra estas corrientes, Rosa de Luxemburgo escribe Huelga de masas, partido y sindicatos.2
Sin huelgas de solidaridad, los mineros, ferroviarios, portuarios, uno a uno, a su turno, lucharon y fueron derrotados. Sin la posibilidad legal de una huelga general política, la clase trabajadora no pudo emprender una lucha común contra el conjunto de reformas.
En definitiva, tanto por su programa como por sus tácticas el laborismo nunca fue otra cosa que simple reformismo. Es válida la apelación a la organización y a la discusión consciente de un programa por parte del movimiento Occupy. Más allá de las contradicciones, es cierto que, de ser consecuentes, la realización de algunas de las demandas allí planteadas conducen a la discusión sobre el Socialismo. Pero es falso que el programa del laborismo del ‘45 deba ser recuperado. Pese a sus ambigüedades y contradicciones, una ventaja del movimiento Occupy es el desencanto de sus protagonistas con la vieja socialdemocracia. Esto despeja el camino para el desarrollo de tendencias verdaderamente revolucionarias.
Un film concebido para que los jóvenes de hoy se enamoren de viejos programas reformistas es políticamente contraproducente. El nuevo ascenso de las luchas sociales debe proponerse un programa revolucionario y no conformarse con reformas que duran apenas un par de décadas. Las nuevas energías de la clase obrera no deben ser desperdiciadas en tan efímeras perspectivas. El futuro es amplio y debe ser nuestro.
Notas
1 Torre, Juan Carlos: La vieja guardia sindical y Perón: sobre los orígenes del peronismo. Buenos Aires: Ediciones ryr, 2014.
2 Luxemburgo, Rosa: Huelga de masas, partido y sindicato, Ediciones ryr, Buenos Aires, (en prensa).
Cárdenas, la nacionalización del petróleo en México y la situación de los trabajadores*
Los mineros y estibadores británicos no han sido los únicos obreros del mundo en desengañarse acerca de las implicancias de las nacionalizaciones en su vida laboral. Un caso especialmente ilustrativo es el de los trabajadores petroleros bajo el gobierno de Cárdenas en México.
Cárdenas aprovechó la movilización obrera contra las compañías extranjeras para nacionalizarlas. Los obreros habían iniciado un movimiento en demanda de acuerdos colectivos de trabajo. Inicialmente, el gobierno de Cárdenas intentó frenarlo declarando ilegal la huelga de los petroleros de mayo de 1936. Los trabajadores abandonaron entonces la acción directa. Por la vía institucional lograron un fallo favorable a sus demandas de mejores condiciones laborales por parte de la Junta de Conciliación y Arbitraje, luego avalado por la Suprema Corte de Justicia. Sin embargo, las compañías petroleras incumplieron el fallo. En respuesta, los trabajadores organizaron marchas y una gigantesca campaña pública. Pero en ella, progresivamente, las demandas específicas de los obreros fueron quedando relegadas frente a los reclamos nacionalistas de cara a las compañías extranjeras. Cárdenas se montó sobre esta campaña para nacionalizar las compañías petroleras con un apoyo cuasi unánime de las opinión pública en marzo de 1938.
Sin embargo, una vez nacionalizado el petróleo la empresa estatal continuó negándoles a los trabajadores petroleros los derechos laborales básicos que habían originado todo el conflicto. El nuevo fallo de la junta de conciliación y arbitraje fue desfavorable a los obreros, quienes desde entonces tuvieron peores condiciones de negociación que antes de la nacionalización. Esto es así pues el sistema laboral mexicano construido por Cárdenas se basó en gran medida en la separación de trabajadores privados y públicos, urbanos y rurales. Los trabajadores públicos se vieron imposibilitados de firmar acuerdos colectivos y tuvieron condiciones laborales por debajo de otros obreros, incluso en ocupaciones que en otros países se encuentran entre las de mejores condiciones laborales, (petróleo, ferroviarios, trabajadores de la banca pública). La actual emergencia en Venezuela de un sindicalismo opositor al chavismo en el seno de los trabajadores petroleros se encuentra sin duda emparentada a este factor. El petróleo es una de las fuentes de riqueza principales de estos países y la burguesía nacional no deja que mengüen sus ganancias, mejorando significativamente las condiciones laborales de los trabajadores del sector, estén estos bajo la órbita pública o privada.
* Este recuadro se basa en: Hobart Spalding jr.: Organized labor in Latin America, Harper y Row, Nueva York, 1977.
La nacionalización de los ferrocarriles: ¿triunfo del pueblo argentino?*
Si en Gran Bretaña el significado político de las nacionalizaciones es magnificado, más aun en países latinoamericanos donde se estatizan firmas de capital extranjero. En ese sentido, las nacionalizaciones son vistas como actos de soberanía nacional. A la luz de los documentos de la diplomacia británica (informes de embajada, telegramas del cuerpo diplomático, etc., recolectados por Carlos Escudé), veremos que la nacionalización de los ferrocarriles en Argentina difícilmente pueda conceptualizarse así.
Al finalizar la Segunda Guerra, Inglaterra le debía 150 millones de libras a Argentina. No podía pagar, pero debía ordenar de alguna forma sus cuentas para asegurarse nuevos suministros. Para el gobierno inglés la venta del activo británico más importante, los ferrocarriles, era una solución ideal, pero utópica.
En junio de 1945, Perón, en calidad de vicepresidente, se reunió con el director de los ferrocarriles y afirmó, categóricamente, que el Gobierno argentino no estaba interesado en comprar los ferrocarriles. Dado que la Argentina necesitaba capital para desarrollar su industria, sería una locura invertir en algo que ya estaba en el país, que funcionaba y no era redituable.
Inglaterra insistió. Miranda, ministro de Economía de Perón, le hizo saber a la representación británica que no se iba a comprar los ferrocarriles. No obstante, los ingleses planearon una estrategia de venta. Eady, jefe de la delegación comercial inglesa, se reunió con los empresarios y les planteó que no podrían sacar más que 150 millones de libras, la mitad en efectivo y el resto en 10 años. Mientras tanto, tanto Gran Bretaña como Estados unidos presionaban forzando la compra. Gran Bretaña amenazó con retirar su representación diplomática. Finalmente, en septiembre de 1946 se firma el tratado Eady-Miranda. Inmediatamente, Eady mandó un telegrama a Londres: “lo logramos”. El acuerdo planteaba que las libras bloqueadas solo se utilizarían para repatriar deudas nacionalizaciones. El resto devengaría un interés del 0,5% anual. Además -y esto fue el señuelo para que el Gobierno argentino- firmara, las libras futuras serías de libre convertibilidad: se preparaba una sociedad mixta (joint venture) para los ferrocarriles.
Probablemente, Perón firmara el acuerdo para asegurarse cobrar en libras de libre disponibilidad las nuevas exportaciones. Pero, posteriormente, Gran Bretaña acordó con EE.UU. la inconvertibilidad de la libra. Si bien el Gobierno argentino en vista de esta violación al Pacto Eady- Miranda podría no haberlo ratificado, se abstuvo de toda medida de vuelta atrás. La nacionalización ya había sido anunciada con bombos y platillos y resultaba difícil retroceder ante la opinión pública. La opción del joint venture se desestimó y los ferrocarriles fueron comprados por un valor superior al que inicialmente Eady creía posible. Obligado a gerenciar un sector hace tiempo en crisis, el Estado argentino buscó rápidamente flexibilizar las condiciones laborales del sector. **
*Este recuadro se basa en: Escudé, Carlos: Escudé, Carlos: Gran Bretaña, Estados Unidos y la declinación argentina: 1942-1949, Ed. de Belgrano, Buenos Aires, 1983.
**Véase Marina Kabat: “Yo te daré, te daré patria hermosa… Los convenios del 54 y la flexibilidad laboral”, en El Aromo n. 73, julio-agosto del 2013.