El desarrollismo criollo – Gonzalo Sanz Cerbino

en El Aromo nº 95/La estrategia PRO

antigua-aplanadora-majorette-70s-D_NQ_NP_519701-MLA20410969970_092015-FEl desarrollismo criollo. Macri y la burguesía argentina

 No es la primera vez que se intenta algo así en la Argentina y los resultados siempre fueron un fracaso. Es la historia de Frondizi, Onganía, Martínez de Hoz y Menem. Esta política tiene por delante varios escollos. El primero, es la propia burguesía argentina, el sujeto al que el presidente interpela.

Gonzalo Sanz Cerbino

(GIBA-CEICS)


Lo que el Gobierno espera de la burguesía es algo que no se cansa de repetirlo a los cuatro vientos: una industria que aumente su productividad y conquiste mercados a fuerza de reducir costos, que deje de depender de la tutela y de la protección estatal. De esa forma, espera que la economía crezca sobre bases “sanas”, y que la industria deje de depender de las transferencias de ingresos (sea de la renta, la deuda o la emisión monetaria) que históricamente sostuvieron la acumulación del sector. Para alcanzar este objetivo ha encarado tres tareas.

La primera, reducir los costos laborales. En ese sentido van las reformas de la legislación sobre accidentes laborales, su campaña para “aggiornar” los convenios colectivos de trabajo (que comenzó por el convenio petrolero) y su “prescindencia” frente a los despidos en el sector privado.1 También el intento de cerrar paritarias a la baja por segundo año consecutivo.

La segunda tarea es la reducción de los impuestos a la burguesía: Mauricio empezó con la reducción de las retenciones al agro, y desde hace unos meses viene prometiendo una reforma impositiva en favor del conjunto de los empresarios. La contracara de ello es la reducción de los gastos estatales, sobre la que Macri viene avanzando a paso firme a fuerza de despidos en la esfera pública, revisión de contratos e incentivando una mayor eficiencia.

La tercera tarea es mejorar la infraestructura: rutas y caminos, generación de energía y puertos. No otra cosa es el “Plan Belgrano”.

Esta estrategia tiene varios costos. En primer lugar, implica desarmar la estructura bonapartista que el kirchnerismo montó para contener la crisis del 2001. El Estado ya no podrá seguir siendo una barrera para contener el desempleo: se acabó la era dorada del empleo público, los planes y los subsidios al capital privado para evitar despidos. A su vez, Macri sabe que no toda la burguesía podrá acoplarse al nuevo esquema. Por eso, no se cansa de repetir que se acabó el “capitalismo de amigos”, y que el empresario que no pueda aumentar su productividad, será barrido de la escena. Como desmontar eso de una vez conllevaría una gigantesca crisis política y social, se apela al endeudamiento externo y a la emisión que permiten aplicar el ajuste en forma gradual. Por eso, cada sector movilizado, a la larga, recibe alguna compensación. Pero en el fondo, la estrategia reducción de los costos laborales y gastos estatales continúa su marcha sin prisa y sin pausa. Macri confía en que el crecimiento de industrias sanas redundará en más y mejor empleo, y que solo es cuestión de tiempo para que el “desarrollo” resuelva las contradicciones sociales.

 Los límites estructurales

Todo esto no es más que una gran ilusión. No es la primera vez que se intenta algo así en la Argentina y los resultados siempre fueron un fracaso. Es la historia de Frondizi, Onganía, Martínez de Hoz y Menem. Esta política tiene por delante varios escollos. El primero, es la propia burguesía argentina, el sujeto al que el presidente interpela. Mauricio confía en que su propuesta solo expulsará de la producción a un puñado de pymes, y que el resto (no solo los grandes, también algunos pequeños con “espíritu de empresa”) logrará adaptarse. De esa forma, el empleo que se pierda durante el “cambio” se recuperará con el “despegue”.

No obstante, a poco de andar descubrió que la resistencia a “competir” no viene de las pequeñas empresas, ya resignadas, sino de los grandes jugadores. En la Conferencia Industrial organizada por la UIA, en noviembre del año pasado, Adrián Kaufmann Brea, presidente de la entidad, recibió a Macri con quejas. Le espetó que el año había sido “muy malo” y, citando las palabras que Blanco Villegas (presidente de la UIA en los ’90 y tío de Mauricio) dirigió a Cavallo, le dijo que “ningún país regala sus mercados”.2 Cabe aclarar que Kaufmann no es el presidente de una pequeña textil, sino de Arcor, una de los capitales de mayor proyección en el mercado mundial. La crítica iba en sintonía con los reclamos de los principales industriales: protección frente a la competencia china y brasileña, a la que ahora se sumaría México, que encontrará dificultades para colocar su producción en EE.UU.3

La burguesía a la que Macri apela para liderar la cruzada por la reducción de costos y el aumento de la competitividad internacional se niega a competir. Se queja de los gastos del Estado, pero no quiere que le retiren una protección que cuesta muchísimo dinero. Por eso, en cada reunión, Macri saca a relucir “retos”, amenazas y súplicas: que no invierten, que confíen, que si no mejoran la productividad les abre la importación… Pero no se trata solo de los industriales que tenemos, sino también de los que podrían venir. En este contexto, ni los empresarios invierten, ni llegan inversiones nuevas. ¿Cuál es el problema? Existe un límite estructural que convierte al Plan Macri en una quimera. La industria argentina nunca alcanzará el nivel de productividad requerido para competir sin protección en el mercado mundial. Su inserción en el mercado mundial fue tardía, y la brecha existente con los líderes mundiales en cada rama no se recupera así nomás. Si la industria argentina da un paso adelante, las industrias japonesas, alemanas o yanquis dan tres. Argentina tampoco tiene un mercado interno grande que justifique grandes escalas, ni ventajas naturales más allá de la pampa húmeda. Por eso no fue nunca una plataforma exportadora para nadie ni puede trascender su base agraria. La burguesía local acepta de buena gana la reducción de los costos laborales y la baja de impuestos: ello redunda en más ganancias. Los grandes incluso promueven que se eliminen los mecanismos de protección generalizada, para que quiebren los pelagatos y poder captar mayores cuotas del mercado. Pero esas capas no pueden prescindir de la protección selectiva que los beneficia, porque se fundirían también. Con lo cual, todo el esfuerzo, el empeoramiento de las condiciones de vida de las masas, cae en saco roto. Otra ilusión desarrollista. El único camino para alcanzar el objetivo de Macri es reducir abismalmente el costo de la mano de obra: con salarios de hambre como los de China o el sudeste asiático, quizás se alcance alguna victoria para la industria argentina en el mercado mundial. Pero acá aparece el último y definitivo escollo a los planes de Mauricio…

El límite político

Todo aumento de la productividad laboral redundará en menos trabajo. Si se puede producir más con menos obreros, miles se quedarán en la calle. El aumento de la población sobrante será aún mayor por las empresas que quiebran. Pero, sobre todo, porque nunca aparecerán las inversiones capaces de incrementar el empleo. Por una razón sencilla: no hay grandes negocios que hacer en la Argentina. Al problema del empleo se suma el del salario. Para que la industria argentina despegue se necesitan salarios de miseria para todos. La conjunción de ambas variables nos pone frente a una situación social explosiva. Más aún: Macri pretende reducir los gastos improductivos del Estado. Un Estado que se ha dedicado, en los últimos 50 años, a contener la población sobrante. A tapar con empleo estatal y subsidios aquello que no genera el mercado. Si se avanza en este sentido, la desocupación abierta y la miseria se agravarán. Y es aquí donde aparece el límite político. Los primeros avances de Macri contra las condiciones de vida de las masas han generado múltiples conflictos. Ministerios ocupados, fábricas tomadas, movilizaciones todos los días y paros por aquí y por allá. A cada conflicto se respondió dando (parcialmente) marcha atrás. Claro que el presidente nunca volvió al punto de partida, y así el ajuste va pasando gradualmente. Pero aun así estamos lejos de la meta presidencial. Estamos muy lejos de los salarios chinos, única receta que podría sacar a la industria argentina del pozo. Si un ajuste gradual genera resistencias tales que obligan a retroceder, ¿qué se puede esperar cuando Macri pise el acelerador? Tamaño ajuste no podrá hacerse en democracia, porque con esas medidas no se ganan elecciones. A su vez, se necesita una represión que difícilmente pueda desatarse sin una prensa amordazada, o con el Congreso y la Justicia funcionando. El plan de Macri demanda una dictadura y una masacre. Mayor aún que la de 1976: no olvidemos que ni Martínez de Hoz pudo avanzar lo suficiente para resolver las contradicciones estructurales del capitalismo argentino. Pero actualmente estamos muy lejos de una dictadura, no existe margen político para ello. Por lo tanto, tampoco lo hay para avanzar en un ajuste de la magnitud que necesita la industria argentina para ser finalmente rentable. El Plan Macri, entonces, es pura ilusión. Avanzará sí, como han hecho sus predecesores, sobre nuestras condiciones de vida. La burguesía aplaudirá, beneficiándose de mayores niveles de exportación, de las mayores cuotas de mercado por la concentración y de la posibilidad de importar maquinarias baratas para capitalizarse y seguir en pie. Pero nunca resignará el núcleo de la protección: las tarifas que protegen a Techint, Arcor o Fiat de la competencia china, brasilera o de cualquier otro lado. Darán pelea contra las políticas “aperturistas”, esperando que un nuevo ascenso de los precios agrarios o un nuevo ciclo de endeudamiento traigan el aire fresco que algún nuevo bonaparte sepa aprovechar (y repartir). Cuando choque abruptamente con los límites, la crisis estallará por los aires. Y así, la calesita argentina dará una nueva vuelta, en la que nosotros, los trabajadores, estaremos un poco peor que ayer y un poco mejor que mañana. Macri y Cristina son dos caras de la misma moneda, enfrentan los mismos límites y no tienen nada que ofrecernos. Es hora de dejar de apostar nuestra suerte a cara o ceca, y tomar el destino en nuestras manos.

Notas

1Ver Egan, Julia: “La flexibilización sin fin”, en El Aromo, nº 94, enero-febrero de 2017 y Gutiérrez Vargas, María Alejandra: “(In)Seguros”, en El Aromo, nº 93, noviembre-diciembre de 2016.

2Clarín, 22/11/2016.

3Ver Peloche, Nahuel: “Protegeme que me gusta”, El Aromo, nº 92, septiembre-octubre de 2016.

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