Ya son numerosos los casos de violencia escolar. Se tratan de hechos que rompen con las relaciones escolares en todo sentido, abarcando casos de violencia física, simbólica, verbal o psicológica. Algunos estudios focalizados en escuelas de la provincia de Buenos Aires demuestran que, desde mitad de los años ’90 para esta parte, estos hechos fueron aumentando en gravedad y frecuencia. La violencia escolar involucra, por otra parte, tanto a alumnos como a docentes, familias y personal directivo.
Podemos pensar en aquellos casos que salen en los diarios con cierta frecuencia, para darnos cuenta que es un problema en crecimiento. Sin embargo, hay que decir que la mayor parte de ellos no salen en ningún lado. Tan solo conocemos los más graves, sin poder medir la cantidad de hechos violentos que ocurren cotidianamente en nuestras escuelas.
El asunto se agrava porque el Estado minimiza el problema. Cuando los docentes, alumnos o padres vivimos esta problemática cotidianamente, el Estado y sus gobiernos se han encargado de hablar de casos “aislados” o de responsabilizar a los docentes por una supuesta “falta de diálogo”. Así, el Estado dibuja soluciones ridículas: todo se acabaría si se “recrean” los vínculos de autoridad entre docentes y alumnos, confundiendo el síntoma con la enfermedad.
Incluso los recientes marcos normativos que bajaron del Estado apenas apuntaron generalidades sobre el problema, sin dar precisiones de cómo actuar ante casos semejantes. Ejemplos de ellos fueron la “Ley para la promoción de la convivencia y el abordaje de la conflictividad social en las instituciones educativas” (N° 26.892 / 2013) y la “Guía federal de orientaciones para la intervención en situaciones complejas relacionadas con la vida escolar” (Res. N° 217/14 del Consejo Federal de Educación), ambos escritos del kirchnerismo que no tenían conexión alguna con la realidad. Para colmo, los sindicatos tampoco pasaron la prueba. Por caso, en junio del 2014, la CTERA organizó eventos orientados a discutir la problemática, con una línea completamente adaptada a la del por entonces gobierno de Cristina. De ese modo, le decían a los mismos docentes –a los que supuestamente debían defender– que “cambien” sus prácticas y se pusieran “creativos”. El macrismo en sus dos años al frente del gobierno nacional y otros diez al frente de la Ciudad, tampoco ha ofrecido nada superador al respecto.
Una explicación (y luego, una solución) razonable no puede caer en este tipo de argumentaciones. Debe partir por reconocer que la violencia escolar es tan solo otra de las expresiones de la degradación educativa y la descomposición de la sociedad capitalista.
De la degradación educativa, porque las relaciones escolares ya no están mediadas por el saber. El Estado solo quiere las escuelas para mostrar buenas estadísticas, y los pibes van allí a obtener un papelito que les permitirá, con mucha suerte, conseguir un empleo miserable. Educación degradada para trabajos degradados. Eso es lo que está detrás de la violencia entre alumnos y docentes, alumnos y alumnos, padres y docentes…
Y de la descomposición social, porque la violencia escolar es el resultado de un proceso que lleva a millones a una vida de precariedad y miseria. ¿Por qué los muros de la escuela iban a detener la expansión de la violencia, el alcoholismo, la drogadicción, el narcotráfico, o la falta de objetivos de vida a la que condena este sistema? La escuela no es una isla, es el reflejo de la sociedad de la que forma parte. Una sociedad que se degrada, genera una educación degradada, tanto en contenidos como en las condiciones de vida de quienes forman parte de la comunidad educativa.
Si queremos una solución definitiva a estos problemas, tenemos que devolverle a la escuela su rol verdaderamente educador. Y para hacer eso posible tenemos que devolvernos a nosotros mismos la posibilidad de una vida verdaderamente humana, donde se realicen todas nuestras necesidades, incluidas las de poder razonar y conocer. Un horizonte completamente nuevo: el Socialismo.