Sebastián Cominiello
Editor responsable
El 4 de diciembre hubo elecciones en Rusia. Primaron en ellas irregularidades que hasta los observadores internacionales denunciaron. Un día después, miles de personas salieron a la calle a manifestarse en Moscú contra el partido gubernamental y contra los fraudes. Los manifestantes trataron de llegar a la plaza de la Liublianka. Las fuerzas policiales impidieron el avance de los manifestantes y detuvieron cerca de 30 personas. Fue la primera manifestación política masiva en años.
Si cruzamos el Mediterráneo, en Egipto sigue la curva ascendente de lucha de clases. Este país entró, en enero pasado, en un proceso revolucionario. Diez meses después de la renuncia de Mubarak, Egipto se cocina a fuego lento. Ya son diez, según el Ministerio de Sanidad, los muertos que han dejado estas dos jornadas de violencia en El Cairo y más de 300 los heridos. Siria continúa un camino similar. Como venimos señalando en estas páginas, la clase obrera mundial (y en especial la de los países centrales) comenzó un lento despertar al ritmo de una crisis que todavía no mostró su peor cara.
Heridas abiertas
¿Qué es lo que queda del Argentinazo? Para hacer un buen inventario, ante todo, hay que comprender qué fue y qué provocó. La insurrección del 19 y 20 de diciembre abrió un proceso revolucionario que puso, luego de 25 años, a las organizaciones revolucionarias en relación real con las masas. Unas masas que, después de dos décadas de derrotas, pusieron un límite al avance de su enemigo que se debatía en una crisis de hegemonía. En ese contexto, la izquierda creció y la estructura política burguesa estalló. La plena hegemonía dio lugar a un bonapartismo que tuvo que hacerse lugar entre represión y concesiones (Duhalde), para luego congelar el proceso ye intentar recomponer las relaciones de dominación (Kirchner).
Una segunda reelección y un 54%, tras ocho años de gobierno, expresan una adhesión popular sustantiva. No cabe duda de que la burguesía recompuso sus vínculos con el proletariado. No obstante, si quiere cerrar el ciclo debe realizar dos tareas más: enterrar el bonapartismo y recomponer el sistema político. En el primer caso, desarmar toda la estructura que mantenía una serie de concesiones a la clase obrera: planes y subsidios, entre otros. Algo de eso comenzó a moverse: el tarifazo es ya un hecho. La pelea con Moyano, representante del reformismo en la clase obrera, va en ese sentido. El ajuste y la represión (la alusión a la “extorsión” gremial) son parte de la agenda. Más aún, la inflación real de diciembre, todavía sin “renuncias” al subsidio fue del 1,4%. A ese paso (otra vez, sin “renuncias”), llegaría al 20%. Bien, a eso debe sumarse el tarifazo. Estamos, ciertamente, ante un escenario de inflación galopante, que nos acercará a la híper. Será un escenario poco propicio para pelearse con Moyano o cualquier sindicalista. Por lo tanto, si Cristina quiere hacer un ajuste, deberá apurarse.
No obstante, como clase, la burguesía tiene otra cicatriz que cerrar: la normalización de la política. Más concretamente, la estructuración de una oposición estable, con capacidad de recambio. En definitiva, este tercer episodio tiene varias tareas que cumplir.
La herencia
¿Cuáles son las tareas de la izquierda? Hay escenarios que no puede domesticar. Por ejemplo, todos estos años de soja y planes. Sin embargo, el proceso revolucionario, ha cambiado la relación entre las clases, le ha permitido crecer y es momento de recoger esos frutos. Los partidos revolucionarios (PO-PTS-IS) tienen incidencia en las masas, en sindicatos, en la juventud y lo tienen bien ganado. Al crecer la dimensión de la izquierda revolucionaria, también lo hace su responsabilidad.
En primer lugar, hace falta asegurar las posiciones ganadas. En particular, las sindicales. Los compañeros necesitan una cobertura más amplia y fuerte, una estructura que exceda lo sindical. Para la ofensiva que se viene, hay que pensar seriamente en una conformación de Frente Único. Incluso, con fracciones de la burocracia que serán atacadas.
La crisis traerá un proceso de enfrentamientos similar al que nos llevó al 2001, más tarde o más temprano. Sin embargo, la situación de la clase obrera es diferente. En aquel entonces, el sector más dinámico lo conformaba masas que habían perdido todo vínculo político con la burguesía. Se trataba de una fracción desinstitucionalizada. La tarea para la izquierda era darle una organización a los desorganizados. Sin embargo, bonapartismo de por medio, actualmente la situación es completamente distinta. Hoy la burguesía ha anudado lazos mediante una cantidad de organizaciones que nuclean a los desocupados, cooptados y no cooptados. Lo mismo con otras fracciones de la clase. Por lo tanto, la tarea es más dura: no se trata de crear relaciones, sino de romper las existentes y volver a construir otras.
Para todo ello, hace falta un instrumento a la altura de las circunstancias. No basta con tres partidos chicos, con vocación de autorreferencia. Para cubrir a los dirigentes sindicales hace falta un Partido. Para enfrentar las estructuras asistenciales, hace falta un Partido. Un Partido. Con mayúscula. Ahora. Hay que recoger lo sembrado con tanto esfuerzo y sangre. Mañana es tarde: por un fuego que no demos a tiempo, puede no salir el sol.