“Si contrapongo la catástrofe de cinco millones de judíos al traslado de un millón de árabes, entonces puedo afirmar, con la conciencia tranquila, que son permisibles acciones incluso más drásticas”
Werner Senator (miembro no sionista de la Agencia Judía), 1949
“Por el bien de mi negocio, tengo que votar a Abú Mazen, pero por la dignidad de nuestra lucha debería haber votado al Dr. Barguti»1
Un tendero de Ramallah, enero de 2005
Por Fabián Harari – La vida de un revolucionario suele basarse en una premisa inamovible: la confianza en lo que pueden hacer las masas. Con todo, ese elemento es en ocasiones susceptible a lo que pueda ofrecer la lucha de clases. En este verano (o invierno, depende de dónde uno esté) millones de personas demostraron el grado de conciencia política que hemos alcanzado. La crisis se siguió llevando por delante casas y trabajos y, en Argentina, se hicieron presentes despidos y tarifazos. Aún así, el clima político mundial tuvo otro eje: las calles fueron ganadas por manifestaciones contra una masacre a miles de kilómetros de distancia. Asistimos a tres meses de movilizaciones por una guerra de 20 días. La vida de la población más desposeída del globo importó más que las diferentes coyunturas locales. Fueron días en que vivimos una pequeña y conmovedora muestra de las reservas que la humanidad guarda a pesar de la miseria de la ideología burguesa, y de lo que podría animarse a lograr sin ella.
Los enfrentamientos de Gaza de enero de este año constituyeron un episodio más de una larga guerra entre las masas palestinas (en realidad, población proletarizada) y el Estado de Israel (un aparato político que representa intereses de la burguesía imperialista). Los balances sobre el hecho han sido dispares. Los más miserables, como siempre, fueron los humanistas: el problema para ellos fue la desproporción de armamento y de bajas (1.400 palestinos contra 13 israelíes, tres de ellos bajo fuego “amigo”). Miserable, digo, porque si los compañeros del Hamas hubieran ganado, habrían sido blanco de las acusaciones. Para esta gente, no se puede ganar. Se sacraliza la derrota y, por lo tanto, se la alienta. Compungidos, prefieren abstraerse de los intereses que se encuentran detrás de cada uno de los bandos, con lo que reivindican, además, la ignorancia. La verdadera tragedia no es la muerte de 500 niños, ni la pérdida de hospitales. Toda guerra se lleva cosas muy queridas. La tragedia, si existe algo así, es justamente el poco daño que infligió la resistencia palestina a su enemigo, el hecho de que no se haya logrado cambiar el estado de situación y que el Estado sionista y la burguesía árabe continúen dominando la región.
La rebelión de los fideos
“La pasta no mata”, fue el titular de un reciente editorial del diario Haaretz. Aludía al hecho de que el ejército israelí impide el paso de alimentos no perecederos (en especial pastas), con la excusa de que pueden portar materiales sospechosos. Aunque la nota no es más que la queja de un escandalizado humanista, no deja de tocar un punto central del balance de la guerra, al que no se le prestó suficiente atención.
La opinión mayoritaria afirma que el saldo es una derrota del sionismo: a pesar de las masacres perpetradas, no logró destruir la estructura militar del Hamas y no llegó a dominar completamente la ciudad de Gaza. Las voces sionistas más optimistas, en cambio, comparan estos resultados con los del Líbano en 2006. Aquí no tuvieron bajas significativas, pudieron avanzar y no tuvieron que retirarse por una derrota militar. Ambos balances se concentran en el aspecto militar, sin considerar el político. Un balance un poco más lúcido suele señalar la mayor adhesión en el mundo árabe y no árabe que logró el Hamas, frente al moderado Al-Fatah y frente a los gobiernos árabes.
Si fuera por las bajas, no puede hablarse de la victoria de un movimiento que perdió 800 militantes y una decena de miembros de su dirección, tres de ellos del reducido Estado mayor. El principal error en los planteos más superficiales es tomar al Hamas como un aparato militar, cuando en realidad es una organización política con un brazo militar. El costado fuerte del movimiento no es su poder de fuego, sino su red de asistencia social, sus bolsas de trabajo, su legitimidad para la mediación de los conflictos. Hamas construye casas, da de comer, reparte ropa, tiene escuelas, administra la Universidad de Gaza y sus clérigos se encargan de los pleitos cotidianos. Es decir, organiza la vida misma en su territorio. Esa es su verdadera fuerza y eso es lo que Israel quiere destruir. En el 2007, Hamas ganó las elecciones contra Al-Fatah, fue confinado militarmente a Gaza y allí tomó a su cargo las (pocas) funciones estatales.
La incursión de enero es la continuación del bloqueo que comenzó en junio de 2007 y el objetivo no fue derrotar “militarmente” al Hamas, sino “políticamente”. El bloqueo tenía por función evitar que el Hamas se aprovisionara. La guerra fue más allá. Por eso, los blancos apuntaron a la infraestructura asistencial: escuelas, hospitales, mezquitas y edificios administrativos. Esas son las bajas más dolorosas. Los soldados pueden volver a reclutarse, pero un hospital, un edificio, una escuela no pueden reconstruirse tan fácilmente. Y no estamos hablando solamente del aspecto material (que ya es costoso), sino de todo un personal y toda una organización eficiente que fue destruida en los bombardeos. El bombardeo de edificios de la ONU tuvo un doble objetivo: por un lado, demoler estructuras en las que participaba también el Hamas; por el otro, evitar que este movimiento los utilizara. El uso de armas químicas fue el producto del “apuro” por eliminar a la mayor cantidad de población en un lapso menor de tiempo, antes de que asumiera Obama. No se trató de la locura de unos criminales, sino de un objetivo premeditado. Los bombardeos no cesaron y el bloqueo va a continuar hasta forzar a Hamas a sentarse a negociar y reconocer al gobierno de Abú Mazen. El único límite es el escándalo internacional. Israel pretende evitarlo por la vía de matar de hambre a toda la población, que es un medio menos estridente.
Visto desde esta perspectiva, es una derrota material importante. Pero ha constituido una victoria moral de altas proporciones. Las masas alrededor del mundo se han mostrado solidarias con el movimiento palestino y se ha puesto al sionismo contra las cuerdas. En los países árabes los trabajadores salieron a exigir a sus gobiernos una solidaridad que no encontraron. Muchas movilizaciones fueron salvajemente reprimidas (Egipto, Jordania). Es esa fuerza moral la que obligó a Israel a retirarse. Obama no estaba en condiciones de afrontar semejante carga. Ese triunfo es una condición para una futura victoria, pero para eso las organizaciones palestinas deben poder jugarla correctamente. Es una gran carta, pero es la única que tienen luego de las masacres.
Ahora, la política está centrada en la batalla por la “reconstrucción”. Arabia Saudita pretende invertir 1,5 mil millones de dólares en ella. A cambio, espera desplazar a Hamas. Israel también ofreció 20 millones de dólares. Egipto también ha ofrecido subsidios. Las organizaciones palestinas de Gaza están cercadas materialmente. Sólo podrán salir levantando la apuesta con una apelación política.
El paco de los pueblos
La política en Palestina se ha venido basando en planteos nacionalistas y religiosos. La hipótesis central es que la lucha es entre la población israelí y las naciones árabes. Sin embargo, los palestinos no son todos iguales, como tampoco los árabes, como tampoco los israelíes. El problema palestino es un problema de clase: se trata de una población proletarizada. Aquellos palestinos que no fueron proletarizados o que consiguieron volver o ascender a la condición de burgueses tienen pocos intereses contra Israel y esa es la base de toda la política de Arafat y Abú Mazen.
Lo mismo puede decirse de los países árabes: hace 36 años que ningún gobernante “hermano” le declara la guerra a Israel. Es más, todos sus vecinos tienen acuerdos de paz, más o menos establecidos. Lo que no puede resolverse, obviamente, es quién se queda con los refugiados. Puede parecer una disquisición muy general, pero es muy concreta: el bloqueo no es israelí, sino egipcio-israelí. Los analistas han perdido de vista algo muy elemental: una parte de la frontera linda con Egipto y este también la cerró. No sólo eso, sino que prestó autorización para que se bombardeara en su territorio. En un intento de escapar de la masacre, la población que forzó la frontera de Rafah fue ametrallada. Arabia Saudita es el centro de operaciones militares norteamericanas en Medio Oriente. Fue quien financió a los cristianos en la guerra civil libanesa y quien intenta llevar a Al-Fatah al poder. En un balance de los últimos 50 años, podemos ver que las burguesías nacionales han perdido capacidad de acción y que cada vez aparece más en primer plano el problema de clase.
Del lado israelí, el sionismo atemoriza a la población judía con ser la última salvaguarda frente al exterminio y obliga a todo judío del mundo a pronunciarse a favor de las atrocidades más aberrantes, en nombre de los peores intereses. La clase obrera israelí (judía y no judía) ha venido sufriendo una desocupación en alza (12%) y caída de los salarios, pero es atemorizada con el “terror árabe”. Durante la guerra, se prohíben las huelgas. Unos 800 manifestantes contrarios a la guerra fueron arrestados. Los dos partidos árabes más importantes fueron prohibidos (con todo, los partidos no sionistas lograron 11 bancas, las mismas que en el 2006).
Las organizaciones palestinas están cercadas y no podrán alcanzar ninguna victoria sin apelar a sus verdaderos “hermanos”: los obreros israelíes (judíos y no judíos) y los obreros de los países vecinos (palestinos y no palestinos). Apelar significa organizarse y construir un programa. En ese camino, la conciencia religiosa no es un elemento secundario: es la forma en la cual se presenta el programa burgués. Es falso que no sea determinante. Es el rival a vencer. Se puede apoyar a pesar de, pero no hay revolución a pesar de. Es un deber de todos los revolucionarios señalar errores. Lo contrario es ser un cínico y, en estas condiciones, un criminal. El argumento de preservar la herencia religiosa (“¿Qué va a ser del judaísmo/Islam?”) es un límite innecesario a la construcción política y tenemos un genocidio en puerta. Hay que animarse a esa batalla.
Notas
1Anwar Barguti es un militante del ala radical de Al-Fatah. Se opuso a la conducción de Abú Mazen y protagonizó la segunda Intifada. Fue detenido por el ejército israelí en 2004 y sentenciado 40 veces a cadena perpetua.