Rosana López Rodriguez
Grupo de Investigación de Literatura Popular – CEICS
La vida fácil de un personaje trivial
La película, dirigida por Chris Noonan, el mismo de Babe, el chanchito valiente (1995), es una biopic basada en la vida de Helen Beatrix Potter, (Londres, 1866). Hija de una acaudalada familia y aficionada desde pequeña a la biología, llegó a escribir un tratado científico sobre las esporas que anticipó el desarrollo de la ecología científica. Dueña de una notable capacidad para la ilustración y las narraciones breves para niños, que fue lo que finalmente le reportó fama y fortuna, se dedicó a comprar fincas en estado de abandono, con finalidad conservacionista. Enamorada de Norman Warne, uno de sus editores, con quien se comprometió en matrimonio, vivió lo que fue probablemente el único episodio desgraciado de su vida: Norman murió apenas cuatro semanas después del compromiso. Durante los años que siguieron, Potter, cada vez más rica, seguirá comprando fincas y alejándose de la literatura. Se casará, a los 47 años, con su abogado y se recluirá en la campaña para dedicarse a la crianza especializada de ovejas de raza. Entusiasmada con la idea de preservar la campiña inglesa de la industrialización y el turismo, donó (tras su muerte en 1943) sus tierras a una fundación conservacionista. Renée Zellweger (El diario de Bridget Jones, Chicago, El luchador) interpreta a la protagonista, en tanto que Ewan Mac Gregor (Trainspotting, Moulin Rouge) es el enamorado Norman. La ficción, violentando la historia real, quiere que ambos se encuentren en su primer amor, que coincide con su (de ambos) primer éxito económico: los libros de Beatrix, a quien Norman ha sabido reconocer valía. La muerte de Norman va a darle a la obra el único momento dramático. En realidad, el único episodio logrado en una película en la que no pasa nada, o mejor dicho, donde todo es absolutamente trivial. Las escenas en las que ella muestra su dolor, ilustradas con sus propios dibujos que se transmutan siguiendo sus estados de ánimo, son las más efectivas. La película se plantea como la biografía de una mujer excepcional, que supo transgredir las convenciones de su época y cuyo desenvolvimiento personal y profesional representó un desafío para las costumbres victorianas. Sin embargo, no se la ve luchar contra nadie y todo se resuelve mágicamente, más allá de alguna discusión con los padres que no resulta en ninguna prohibición insalvable. Y es que el personaje histórico real no da: Beatrix Potter no fue una luchadora feminista de ningún tipo. Que se la presente como tal es una estafa al espectador y, además, una falta de respeto para todas las feministas que sí lucharon. Era una burguesa feliz que disfrutó de una formación personalizada, de una educación artística amplia (especial para mujeres y favorecida por el padre) y de una holganza característica de su clase (las escenas campestres darían envidia a cualquier niña tejedora de las empresas textiles de su abuelo). Lo peor del caso es que, a pesar de todo, esa misma mujer tuvo una vida más interesante que la que se muestra en el film. Resulta en una nueva falta de respeto, esta vez para la propia Potter, que se la muestre como una ingenua, por no decir algo peor, dibujante de conejitos y campos verdes. Por lo menos se podría haber explotado la veta de científica censurada o de ecologista precoz. El resultado es la banalización de la lucha feminista y la glorificación del éxito fácil, que poco ayuda a comprender la dureza de la vida real, especialmente de aquellas mujeres que llevan adelante una existencia proletaria.
Tema complicado, interpretación sencilla
Lucía Puenzo, cuyo nombre ya es conocido más allá de su parentesco con el ganador del Oscar por La historia oficial, Luis Puenzo, es la directora de uno de los recientes éxitos (si no en número de espectadores, al menos en lo que a difusión y premios internacionales se refiere) del cine nacional. Nos estamos refiriendo a XXY, galardonada en la última edición de los premios Goya con el premio a la Mejor película extranjera de habla hispana, habiendo obtenido otros premios en Cannes y Valladolid. Si bien esta película es su ópera prima, la directora ya ha incursionado en el mundo intelectual como escritora, con tres novelas: El niño pez (2004), Nueve minutos (2005) y La maldición de Jacinta Pichimahuida (2007). El guión de la película, basado en “Cinismo”, un cuento del marido de la Puenzo, Sergio Bizzio, cuenta la historia de Alex (interpretada por Inés Efron), un(a) adolescente que sufre de pseudo hermafroditismo. La acción se sitúa en un momento crítico pues su complejidad sexual está saliendo a la luz rápidamente a través de una serie de incidentes. Todo transcurre en un ambiente idílico en el Uruguay, donde la familia, que se completa con el padre, Kraken, un biólogo interpretado por Ricardo Darín y la madre (Valeria Bertucelli), se ha exiliado luego del nacimiento de la niña, para evitar las presiones del entorno social. La posición de los progenitores ante el problema es diferente: el padre prefiere dejar todo como está, manteniendo a la joven en un contexto protegido del mundo exterior; la madre está considerando la posibilidad de una operación. Sus estrategias van a entrar en crisis por razones distintas: la del padre porque la adolescencia de la hija la empuja, objetivamente, al mundo exterior; la de la madre porque Alex no está dispuesta a abandonar las tendencias masculinizantes que parecen agudizarse. Los personajes se completan con una pareja amiga, un médico cirujano (Germán Palacios) y su esposa (Carolina Pelleritti), invitados por la madre de Alex con la intención de convencer al padre de la necesidad de la operación. Con ellos viene su hijo, Álvaro (Martín Piroyansky), cuya presencia será el detonante del confl icto. La película adquiere un formato casi documental, cuando Kraken, dudando acerca del rumbo a tomar, se entrevista con un hombre que ha sido normalizado, una escena un tanto inverosímil e innecesaria. A pesar de la extirpación de sus genitales masculinos para convertirlo definitivamente en mujer, su decisión fue “retornar”. “La normalización es una castración”, dice el personaje, quien decidió volver a ser hombre, formó pareja y adoptó un niño. Después de la entrevista el personaje de Darín toma su decisión, que consiste en acatar la voluntad de su hija. El tema aparente de la película, el hermafroditismo, esconde, en realidad, la metáfora del problema más amplio de la elección sexual. La película tiene como tema el momento de pasaje de la indeterminación a la toma de decisión. Es, en este sentido, una película de aprendizaje en la cual los adolescentes descubren qué les pasa y qué quieren. Ciertas frases, escenas, figuras, tópicos señalan hacia una explicación de la película no literal, sino metafórica. Esta interpretación se confirma en la intención de la propia directora (“XXY no intenta presentar un caso clínico”) y de los actores, que enfatizan en las virtudes de la libertad de elección. “El sexo nos hace hombres o mujeres. XXY: hombres, mujeres o las dos cosas”, aclara definitivamente el slogan publicitario. La película abunda, hasta el exceso, en la simbolización de esta idea: una frase de Esteban, el pescador padre del muchacho golpeado por Alex que alude a la “rareza” de la chica en una escena en que se rescata a una tortuga de mar amputada; la casa-refugio de la familia de Alex, llena de bichos exóticos, como las iguanas que se pasean como si fueran perros o gatos; su madre (que todavía está pensando en la posibilidad de la operación) rebana una zanahoria y se corta un dedo; Álvaro entra en el agua y la cámara hace foco en un cangrejo que camina a los pies del muchacho (una alusión obvia a su orientación sexual). Una última escena: Alex le regala a Álvaro una medalla igual a la que tiene ella, de las que se les ponen a las tortugas en extinción para seguir su derrotero. Ambos son especímenes raros; por extensión, todos lo somos… De hecho, el kraken es, en la mitología escandinava un calamar gigante que se tragaba a los barcos. Alex es también un nombre deliberadamente ambiguo. Supongamos que XXY tuviera como tema el hermafroditismo, la intersexualidad o la transexualidad. O incluso si fuera su eje la relación entre padres e hijos adolescentes. Si así fuera, la película sería políticamente correcta. Asumir que no se puede seguir huyendo toda la vida es lo más saludable que puede suceder. Dejar que el sujeto que va a sufrir una amputación crucial decida por sí mismo aceptarla o rechazarla, también. Pero el problema es más general En este sentido, toda la película está ordenada en torno a la antítesis naturaleza-sociedad. Kraken, biólogo, supone que la sexualidad será una elección de su hija. Contradictoriamente, cree, al modo de un ecologismo superficial, que lo natural será lo que se imponga y nadie debe intervenir en ello. Con lo cual, “elección” resulta un concepto inapropiado. El polo opuesto es el del cirujano, representante de la sociedad que normaliza e impone reglas, cuyo pensamiento binario lo convierten en homofóbico y despreciativo hasta con su propio hijo: “Tenía miedo que fueras puto”, le dice al muchacho la noche anterior a la partida, cuando sospecha que entre él y Alex “ha pasado algo”. De ese enfrentamiento que propone la película entre estos dos modelos de padre, gana claramente Kraken. La lectura es simplista: la sociedad intenta imponernos ciertos modelos de sexualidad que ninguno de nosotros cumple al pie de la letra. Todos tenemos cierta desviación con relación a la norma y en ese sentido, al igual que Alex, somos excepcionales. De esta propuesta se deduce que, habida cuenta de la diversidad, tanta como individuos hay, no habría modo de acordar ningún parámetro social para el ejercicio de la sexualidad. La película tiene una lógica perfectamente liberal: la autodeterminación de cada individuo, al menos en lo que a la sexualidad se refiere, es sagrada. Y esa elección libre debe ser aceptada por la sociedad: éste es el recorrido que hace Kraken. Por ese mismo liberalismo, la lección de la película es que en el campo de las prácticas sexuales podemos elegir la que queramos y, además, tenemos el derecho ser respetados por ello. Éste es el eje de la política de género postmoderna. En una vuelta de tuerca que el feminismo liberal, entrampado en sus propias limitaciones, no podía resolver, el deconstructivismo defiende lo mismo que la película de Puenzo: que cada uno hace con su vida sexual lo que quiere y que la sociedad debe aceptarlo. Va de suyo que el planteo del deconstructivismo niega el carácter social del individuo.
Conclusiones
Una crítica anarquista a nuestro artículo sobre el amor libre,1 que el lector puede encontrar en Indymedia, producto de la pluma de “Proyectil fetal”, nos servirá para la conclusión. En ella, el/la autora se defiende con el argumento típico de que el anarquismo no es y no puede tener una doctrina, un dogma o un canon. En eso coincidimos: el anarquismo es una amalgama de ideas confusas y contradictorias. Y lo que el/la autora ensalza como positivo, la “diversidad”, es efectivamente, una propiedad del anarquismo. El problema es que la “diversidad” es una cosa y la incoherencia es otra. A nadie se le escapa que las posibilidades vitales deben guardar una relación lógica entre sí. Por ejemplo, sería ridículo reivindicar la vida social y, al mismo tiempo, el canibalismo. La diversidad tiene su lugar siempre dentro de un contexto dado, en el caso de lo humano, la vida social, que es su continente más general. El anarquismo se pierde en el atomismo del liberalismo burgués que no concibe más realidad y soberanía que la del individuo aislado. No es extraño, entonces, que a las limitaciones del anarquismo del siglo XX, que observábamos en el tema del amor libre, sólo haya podido renovarlo el postmodernismo, aunque para darle un contenido más disparatado y reaccionario todavía. Por esta razón, la crítica no puede reconocer la existencia de una jerarquía de la realidad. Dicho de otra manera, no todo tiene la misma importancia en la estructuración del orden social. Sí, efectivamente, la clase es más importante que el género. Sólo un/a liberal que evidentemente no tiene problemas de clase, puede negarlo. Por esta vía, PF podría tranquilamente dedicarse a dibujar conejitos. Resulta ahora que tonterías reaccionarias, como los estudios poscoloniales o la teoría queer, ya criticados y desenmascarados hasta el hartazgo, dicen algo más interesante que Bakunin. PF atrasa en relación a su propia prosapia. El post feminismo, los estudios de clases subalternas y otras yerbas por el estilo, fueron parte del dispositivo de la academia burguesa que en los ’90 construyó el discurso posmoderno. Seguramente más de un anarquista a la vieja usanza despreciaría semejante compañía. Por esta vía, PF coincide, esta vez, con XXY en sus conclusiones más extremas y desagradables: si es cierto que todo vale, ¿por qué criticar la pederastia o luchar contra las violaciones, los abusos sexuales o la discriminación de género?
Notas
1 “Amor sin barreras”, en El Aromo n° 40, dic. 2007