(1873-1928)
De Alexander Bogdanov (1873-1928) se ha dicho, a la vez, demasiado y demasiado poco. Todo el mundo coincide hoy en remarcar su importancia histórica, su relevante papel no solo en lo que fue la Revolución Rusa, sino sobre todo en lo que debió ser. Se resaltan, a dos puntas, su rivalidad con Lenin, por un lado, y su muerte “vampírica”, por el otro. Filósofo, intelectual notable, pero también bolchevique de la primera hora, encargado de las “expropiaciones” de bancos y de la bibliografía con la que estudiaban marxismo los militantes, Bogdanov fue, si vale el lugar común, una figura “multifacética”. El que hizo méritos suficientes como para ser considerado uno de los fundadores de la cibernética y la teoría de sistemas, creador del Proletkult, del instituto soviético para el estudio de las transfusiones sanguíneas que todavía hoy lleva su nombre, si le faltara algo, fue también escritor de ciencia ficción. Enormemente popular en su momento, censurada por el stalinismo, Estrella roja, su primera y más conocida novela, cuenta la experiencia de un terrícola transportado a Marte con la misión de observar una sociedad en la que se ha impuesto ya el socialismo. Así comienza. El resto, en la edición inaugural de la colección Literatura del futuro, de la Biblioteca militante, con la que Razón y Revolución homenajeará la llegada de los cien años de Octubre.
Aquello sucedió cuando en nuestro país apenas comenzaba ese gran quiebre que continúa hasta nuestros días y que, estimo, se acerca ahora a su temible e inevitable final.
Aquellos primeros y sangrientos días causaron tan honda conmoción en la conciencia colectiva que todos aguardaban una resolución rápida y feliz del conflicto; parecía que lo peor ya había pasado, que nada peor podía acontecer. Nadie imaginaba hasta qué punto serían tenaces las descarnadas manos de los cadáveres, que oprimían y siguen oprimiendo a los vivos en sus espasmódicos abrazos.
La excitación del combate se extendía velozmente entre las masas. Las almas de las personas se abrían sin reservas hacia el futuro; el presente se esfumaba en una neblina rosada, el pasado se perdía en la lejanía, desaparecía de la vista. Todas las relaciones humanas se volvieron inconstantes y frágiles como nunca antes.
Fue en esos días que ocurrió aquello que dio un vuelco a mi vida y me sacó del torrente de la lucha popular.
A pesar de mis veintisiete años, yo era uno de los “viejos” miembros del partido. Contaba con seis años de militancia a mis espaldas, con una pausa de apenas un año en la cárcel. Había sentido antes que otros la inminencia de la tempestad y la enfrenté con más calma que ellos. La labor partidaria era mucho más exigente que antes, pero no por ello abandoné mis actividades científicas (me interesaba en particular la cuestión de la estructura de la materia) ni literarias (escribía en revistas infantiles, lo que me proporcionaba medios para la existencia). Al mismo tiempo, estaba enamorado… o me parecía que lo estaba.
Su nombre en la organización era Anna Nikoláievna.
Pertenecía a una corriente más moderada de nuestro partido. Yo atribuía ello a la dulzura de su carácter y a la confusión general de las relaciones políticas en nuestro país; pese a que era mayor que yo, la consideraba una persona que aún no había alcanzado la plena madurez. En ese punto cometía un error.
Poco tiempo después de iniciar nuestra relación, las diferencias entre nuestras personalidades comenzaron a hacerse más evidentes y dolorosas para ambos. Paulatinamente, fueron adquiriendo la forma de un profundo desacuerdo ideológico en el modo de comprender nuestra actitud hacia la tarea revolucionaria y el sentido de nuestro propio vínculo. Ella marchaba a la revolución bajo el estandarte del deber y el sacrificio; yo bajo el estandarte de mi libre deseo. Ella se sumó al gran movimiento del proletariado como una moralista que hallaba satisfacción en su moral superior; yo como un amoral que simplemente ama la vida, quiere que esta florezca y por eso ingresa en la corriente que encarna el principal camino histórico hacia ese florecimiento. Para Anna Nikoláievna, la ética proletaria era sagrada en sí misma; yo consideraba que era un accesorio útil y necesario a la clase obrera en su lucha, pero transitorio, tanto como la misma lucha y el régimen social que la había producido. En opinión de Anna Nikoláievna, en la sociedad socialista podía preverse la transformación de la moral de clase del proletariado en una moral universal; yo pensaba que el proletariado ya seguía el camino de la destrucción de toda moral y que el sentimiento social, que une a las personas en el trabajo, las alegrías y los sufrimientos, se desarrollaría con total libertad solo cuando se desprendiera de la envoltura fetichista de la moralidad. Esas divergencias engendraban a menudo contradicciones en la valoración de los hechos políticos y sociales, contradicciones que, evidentemente, era imposible conciliar.
Las diferencias eran aún más acusadas en la comprensión de nuestras propias relaciones. Ella consideraba que el amor implica ciertas obligaciones: concesiones, sacrificios y, lo principal, fidelidad mientras dura la unión. Yo, en realidad, no me disponía a entablar nuevos vínculos amorosos, pero me negaba a admitir la obligación de la fidelidad, precisamente en tanto obligación. Incluso suponía que la poligamia es por principio superior a la monogamia, ya que es capaz de brindar a las personas una vida personal más rica y una mayor variedad de combinaciones genéticas. En mi opinión, solo las contradicciones del régimen burgués hacían que, en nuestro tiempo, la poligamia fuera en parte irrealizable y en parte un privilegio de los explotadores y parásitos, que mancillaban todo con su psicología corrompida; el futuro debía traer cambios profundos también en esta esfera. Estas consideraciones sacaban de quicio a Anna Nikoláievna, que veía en ellas un intento de revestir de ideología una actitud brutalmente sensual hacia la vida.1
A pesar de ello, no preveía ni suponía la necesidad de una ruptura; fue entonces cuando en nuestra vida irrumpió una influencia exterior que aceleró el desenlace.
NOTAS
1Desde “Poco tiempo después de iniciar…” hasta “… sensual hacia la vida”: pasaje omitido en las ediciones posteriores a 1929. [N. del T.]