Ciudades violentas

en Revista RyR n˚ 7

Tras un año prolífico para el cine latinoamericano, Alberto Poggi y Guillermo Parson escriben sobre Amores perros y Lista de espera. Además, Poggi nos informa del cine que no nos dejan ver.

Por Alberto Poggi (crítico de cine y colabora en varias revistas de la especialidad)

El buen cine mexicano actual contaba hasta ahora con una sola figura verdaderamente representativa, Arturo Ripstein. A partir del estreno de Amores perros, de Alejandro González Iñárritu, don Arturo ya no está solo. Esta opera prima de un joven que proviene del cine publicitario es una obra potente y vital. Es cine del mejor, con los diálogos precisos y necesarios, con actuaciones sobresalientes en todo el extenso conjunto de actores y actrices y con un nervio narrativo en permanente tensión.

Es una pintura violenta y desesperada de un grupo de habitantes de una gran ciudad, en este caso México D.F., pero que podría haber sido Bogotá, Buenos Aires o El Cairo. Hay influencias en el lenguaje de González, algunas aceptadas -Paul Thomas Anderson, el de Magnolia, o los Hnos. Coen- y otra que ronda fantasmal, la del gran Buñuel. Pero esas influencias están plenamente asimiladas en una mirada original y creativa que desnuda sin piedad ni respiros a criaturas que son unidas por un tremendo choque de autos y la presencia obsesiva y ominosa de los perros.

El primer segmento, Octavio y Susana, tal vez el de mayor impacto, es una tortuosa y al mismo tiempo tierna historia de amor entre un joven y su cuñada. Esas criaturas condensan en su amargura y desamparo la desgarradora sensación de que no hay ningún futuro posible, de no tener horizontes, que prevalece no sólo entre la juventud mexicana. Sólo parecen vivir el minuto. Están profundamente inmersos en ese mundo que tan bien pintó Saramago: “vivimos en un mundo donde la explotación alcanzó fórmulas de una exquisitez diabólica, que estrecha la cultura y ensancha las desigualdades. El nuevo totalitarismo neoliberal infunde terror”. En ese terror, en esa violencia, sobreviven apenas esos chicos aferrados a la obtención momentá-nea y azarosa de dinero, que así como viene, se va. El segundo, Daniel y Valeria, tiene el toque absurdo y brutalmente humorístico del maestro Buñuel. El tema tiene que ver con lo efímero que pueden llegar a ser esos valores hoy día tan apreciados: el éxito y la belleza. El clima del episodio se va tornando nauseabundo, huele a podrido, a pus, aunque eso es común a toda la película, es en esta historia donde se acentúa esa sensación. El Chivo y Maru en fin, termina de darle a la película un toque de esperanza, nada demasiado tangible, un pequeño atisbo de posibilidad de cambio entre tanto engaño y ferocidad. Ese ex guerrillero que ahora junta basura por la calle, ha ido recolectando en realidad dolores y padecimientos infinitos. Veinte años de prisión lo han dado vuelta como una tortilla, pero hay algo que queda, un resto, que sabiamente el director hace aparecer sin estridencias ni mensajes aleccionadores.

Amores perros, parece destilar cinismo, pero es sólo apariencia: la resolución de todas las historias si bien está lejos de la declamación, señala alguna búsqueda de reencuentro con algo que pueda volver a llamarse humano. Este es también un lúcido y bienvenido hermano de films como nuestro Pizza, birra y faso y, esperamos, de otros que vendrán.

 

Cuando la realidad imita al arte

A propósito de “Lista de espera”

Por Guillermo Parson (historiador y docente universitario)

Hegel decía que para el análisis de determinadas ciencias y artes, se requería un reiterado esfuerzo de aprendizaje y de ejercicio; y que aunque poseemos ojos y dedos no todos estamos en condiciones de hacer zapatos. Esto tiene que ver conque me propongo brindar unos juicios muy breves sobre una película recientemente estrenada en la Argentina, a pesar de no ser crítico cinematográfico y además totalmente incapaz de filmar escena alguna.

El film de Juan Carlos Tabio Lista de espera, continúa (y a la vez profundiza) la saga que encarnaron Fresa y Chocolate y Guantanamera del desaparecido Gutierrez Alea, del cual era colaborador el director que ahora nos ocupa (no es casual que el mismo está dedicado a su recuerdo). Es mi humildísima opinión (recordar los zapatos de Hegel) que lo que éstas dos últimas presentaban en fuertes dosis: algunas actuaciones brillantes, diálogos creíbles y para nada retóricos, arquetipos políticos y morales, reflexión y comedia por partes iguales, junto a una no menor miscelánea de la sociedad cubana de los noventas; en La lista… están bellamente potenciados y conforman una pequeña obra maestra.

Las vicisitudes padecidas por un grupo heterogéneo de personas al cancelarse un viaje en ómnibus por desperfectos técnicos, que debería trasladarlos a La Habana desde un punto interno de la isla centroamericana, es el punto de partida de las múltiples historias que se irán entrelazando a partir de allí. Un ciego que resulta no serlo, un ingeniero que intentará mejor suerte en las actividades agrícolas, una hermosísima señorita que va al encuentro de su novio español con el cual está pronta a casarse, una encantadora aprendiz de bruja y unos no menos increíbles jóvenes que no sabemos su origen pero que terminarán develando su homosexuali-dad, junto al proyecto de empresario acaparador que especula con la carencia de leche en polvo y carne envasada; son algunos de sus principales protagonistas. El administrador de la terminal y su empleado fiel (no sólo a éste, sino a las ¨orientaciones¨ que emanan de la oficina de planifi-cación estatal) terminan de conformar un pequeño cuadro social, que no tendría nada que envidiarle a algunos de los logrados por Balzac en la Comedia Humana (no sólo por su realismo, sino más aún por su ironía desenfadada).

Las interpretaciones son sencillamente estupendas. Vladimir Cruz y Jorge Perugorría (ambos partícipes centrales de los filmes de Alea) manejan una naturalidad (fundamental-mente gestual en el primero, histriónica y dúctil la del segundo) que no nos permiten indiferencia alguna para sus criaturas. Mención aparte merece Jacqueline, la mencionada futura esposa, que combina una sugerente belleza (¿quién es capaz de mantener la mirada sobre sus desmesurados ojos y no sentir que la tierra se mueve bajo sus pies?) con un ajustadísimo manejo de los cambiantes sentimientos y actitudes que su personaje está obligado a transitar. El resto va conformando una serie de modelos y tipos precisos, que si bien no ocupan permanentemente el centro de la escena, son el indispensable contorno que enmarca la totalidad del conjunto.

La película va recorriendo dos planos (nunca claramente explicitados) que son el de la realidad y lo onírico. Como todo primerizo estudiante de psicología sabe, los sueños albergan aquellos deseos que reprimimos en nuestro estadio consciente, o más aún (Lacan dixit) el verda-dero lugar de lo ¨real¨ decodificado mediante el lenguaje. La confluencia de ambos en el final, no sólo nos deja cierto sabor a desazón, sino también el entrañable afecto que supieron ganarse sus protagonistas, quizás porque lograron transmitirnos las grandezas y también las miserias de ese ser tan cambiante y contradictorio, como el río heracliteano, que es (somos) el hombre.

Si como sabemos (una pequeña porción de pruebas al canto: Cándido, Los viajes de Gulliver, mucho del cine francés y la filmografía independiente norteamericana), el arte cumple muchas veces más eficazmente la función de crítico y juez de un determinado régimen político social que muchos discursos o panfletos, está película es un excelente ejemplo de ello. Hay escenas que rozan la brillantez, cuando mediante el grotesco sirven de estiletazo mordaz, en clave de comedia, del absurdo: el entierro improvisado de un pasajero, la labor del ciego reparando el motor que parecía condenado a la inmovilidad y la degustación gastronómica de unas ¨vetustas¨ langostas, festejadas como el mejor de los manjares; son verdaderas perlitas de las muchas que el film de Tabio nos obsequia. Esa multiplicidad de sensaciones que precariamente traté de volcar en el papel son las que me deparó La lista… Quizás el mejor elogio que le puedo brindar es incluirla junto a las grandes realizaciones artísticas que sacuden nuestra sensibilidad y a su manera, modifican nuestro mundo exterior. Así como ninguna autopista es la misma luego de Cortazar, o las señoras obesas que atienden mugrientos almacenes no nos resultan indiferentes después de Fellini; cualquier terminal de micros será irrepetiblemente única después de los noventa gozosos minutos de Lista de espera.

 La otra censura o qué ves cuando te dejan ver

Por Alberto Poggi

En noviembre del año pasado se realizó en Buenos Aires una muestra de cine italiano, francés y español. Se presentaron quince preestrenos de la última producción de esos tres países europeos. Esa iniciativa es parte de la perseverante campaña que viene realizando la cinemato-grafía de ese origen para tratar de permanecer en la pantalla mundial ante la avalancha imparable de la producción y distribución norteamericana.

El nivel de la muestra no fue demasiado homogéneo. A Italia y España les está costando mucho recuperar el contacto tan fuerte que tuvieron sus cinematografías con el público mundial. Falta renovación y faltan también esos grandes nombres que eran sinónimo de calidad, solidez y coherencia artística. De cualquier manera se vieron algunos films importantes: El árbol de las peras de Francesca Archibugui, un notable trabajo de exploración sobre el mundo de los adolescentes, por el lado de Italia y Krampack, dirigida por el catalán Cesc Gay, un aire claramente renovador, dentro de una selección no demasiado ambiciosa. El cine francés, del que apenas vemos algo en Buenos Aires, -acaba de obtener un resonante suceso de público y crítica con la sólida opera prima de Laurent Cantet, Recursos humanos- es tal vez una de las cinematografías más vivas y potentes en este momento, con más de ciento cincuenta produccio-nes anuales, muchas mujeres dirigiendo y con una renovación constante de los nombres. Aparecen por suerte miradas jóvenes, ásperas, alejadas de ese cine burgués, de clase media alta, que caracterizó durante muchos años la producción francesa. Dos ejemplos en la muestra fueron Hermosa tarea de Claire Denis y Harry, el que está aquí para ayudar, de Dominik Moll.

Ahora bien, tiene sentido escribir sobre éstos films que, lo más probable, es que no tengan espectadores. Muy pocas de esas películas fueron compradas para estrenarlas en Buenos Aires. Arianne Ascaride, esposa y actriz fetiche del marsellés Robert Guedeguian, autor de la bellísima y exitosa Marius y Jeannette y de Al ataque, que acaba de verse en la muestra mencionada, pone las cosas en claro cuando dice: “Yo vengo de una cultura de la resistencia, no voy a aceptar perder una visión de la historia o del mundo que esté vinculada a la historia de mi país. Frente a ese monstruo industrial que es el cine de Hollywood (del que, obviamente, salen también películas magníficas), hay que tratar de conservar ciertos valores”.

Esa saludable obstinación es la que ha posibilitado la apertura en la oferta cinematográfica de la cartelera porteña. En los últimos dos años se ha ido conformando un pequeño circuito que se va consolidando y que ha permitido la visión de películas muy valiosas y diversas de orígenes también muy variados como Irán, México, Dinamarca, Hong Kong, Taiwan o China. Esto es muy plausible pero todavía es muy poco. Se está lejos de alcanzar aunque sea un quince o un veinte por ciento de la producción mundial, que en este momento es de alrededor de cinco mil films. Si tenemos en cuenta que en Buenos Aires la media anual de estrenos oscila entre doscientos treinta a doscientos cincuenta películas y que en el año 2000 se ha llegado a doscientos setenta, por el nuevo fenómeno de los multicines y de la modalidad de estrenos múltiples, podemos apreciar lo que nos falta. Ni siquiera vemos una parte importante de la producción norteamericana (seiscientos cincuenta films) y mucho menos de la Unión Europea (más de setecientos). Ni que hablar de las casi ochocientas películas indias, las trescientas japonesas, las noventa chinas o las ciento cincuenta de Hong-Kong. Tampoco podemos apreciar por razones ignotas las últimas películas de autores de la talla de Godard, Chabrol, Mijalkov, Wim Wenders, Ivory, Cronenberg, Greenaway o Ferrara -todos muy conocidos en Argentina- o el insólito caso de muchos de los films del excelente realizador norteamericano Spike Lee que no se estrenan porque están protagonizados por negros y, al decir de los distribuidores, eso no es negocio. La cena de Scola, fue comprada de apuro -ya había sido descartada- para “aprovechar” la muerte del gran Vittorio. Esta caprichosa y arbitraria política de los distribuidores no es nueva, hablando con ellos surgen una serie de prejuicios que si no fueran porque están relacionados con algo tan importante como es la visión o no de una obra artística, son risibles y hasta ridículos. Ya mencionamos el tema de los negros que es tabú, también las películas muy largas o deprimentes son descartadas. Ya se habla que la invasión iraní ha saturado a los espectadores (a esto se suma una buena parte de la crítica) y entonces va a ser difícil seguir viendo películas de Kiarostami.

Por eso es importante que se persista en organizar muestras, Festivales (como el de cine independiente), políticas de apoyo a la distribución independiente para que sigan comprando buenas películas y dejen de lado algunos criterios absurdos o meramente mercantilistas. Se podría apuntar -con el apoyo del Instituto del Cine o de la Secretaría de Cultura de la capital- a la apertura de nuevas salas especializadas para ampliar el incipiente circuito e incluso llegar por lo menos a las capitales del interior del país. No sería mala idea la creación de una sala destinada a la cinematografía latinoamericana, una de las tres salas del Complejo Tita Merello podría usarse para ello. Es también muy importante que la Sala Lugones siga adelante con su excelente programación. Por supuesto que la crisis económica endémica que nos azota no ayuda, cada vez hay menos público que pueda pagar una entrada, pero hay que seguir haciendo esfuerzos para que la pantallita que se ha abierto se mantenga viva y se amplíe lo más posible.



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