La ayuda a los más “necesitados”, la caridad y la “defensa” de los pobres (en realidad, de la pobreza) son banderas que levantó la Iglesia. Sí, la institución que conduce Francisco destina muchos esfuerzos para tomar en sus manos estos problemas. Más aún, en tiempos de crisis. ¿Con qué objetivo? Ya lo sospechará: garantizar la supervivencia de sí misma y del capitalismo.
La Iglesia presta un servicio muy útil a este sistema social. En particular, como herramienta ideológica, con el fin de convencernos de que este es el mejor de los mundos y que tenemos que aceptarlo, agachando la cabeza.
“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, dice el Genesis de La Biblia. Y la Encíclica Rerum Novarum agrega:
“sufrir y padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo intenten todo, no habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad humana”
Con esto nos advierte que el hombre está condenado a una vida de trabajo y sufrimiento. Resulta que al parecer tenemos que pasarnos la mayor parte del día trabajando porque un sujeto llamado Adán se comió una manzana. Y, obviamente, como todo es obra de Dios, no puede ser modificado. O sea, no escuche a los socialistas.
Por otro lado, la Iglesia también pretende que aceptemos la división de la sociedad en clases. No la niega, no son tan caraduras. Pero sí intenta convencernos de que es lo mejor que nos pudo haber pasado y que con el burgués, más vale abrazarse que pelearse. La misma encíclica dice:
“Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra. […] Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital”
Usted ya sabe que todo esto es una gran estafa. El burgués necesita del obrero para extraer plusvalía, pero el trabajador no lo necesita para nada. Socializados los medios de producción, el burgués no tiene razón de ser. Capitalistas y obreros se enfrentan, porque el primero vive a costa del segundo.
Vivir para el trabajo, abrazar al patrón… ¿Qué más le falta? Sí, defender la propiedad privada. Como ya adivinará, para los hombres de sotana tener propiedad es un derecho natural. Claro, se les escapa que algunos son dueños de lo que importa (los medios de producción) y otro solo de sus brazos. ¿Se puede hacer algo frente a esto? Nada, nos dicen estos hombres, pues “se ha de tener como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable”.
Obviamente, para ser efectiva como herramienta ideológica, la Iglesia tiene que ofrecer algo más que resignación. Y ahí entra el papel de la caridad. ¿De qué se trata? De dar limosna, una dádiva, de entregar migajas para que el hambre y la miseria no se conviertan en lucha. Cambiar algo, para que nada cambie. De nuevo, la Encíclica: “cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra”. Que agradables sujetos…
Todo esto en la Argentina tiene nombre y apellido. Sabemos de fundaciones caritativas como Cáritas o Felices los Niños del abusador Grassi. De la militancia en las villas con los curas “obreros” o “villeros” para contener el conflicto. De tipos como Farinello, que en medio de la crisis, armó su partido (el Polo Social), de la mano de D’elía y otros dirigentes. Y no falta ocasión para atar ese programa político con sindicalistas que llaman a marchar a Luján u organizaciones como la CTEP –dirigida por un amigo del Papa, Juan Grabois- que le firmó treguas al gobierno a cambio de unos millones que no alcanzan para revertir la miseria.
De este modo, la Iglesia en general, y Francisco y sus subordinados más acá, son una variante más que llama a la clase obrera a quedarse en su lugar. Eso es la cultura de la caridad y la resignación. No quieren que luchemos contra la explotación y nuestra degradación. Quieren que aprendamos a vivir con ella y ganar así el Reino de los Cielos. Nosotros queremos ganar el Reino de los vivos, en la Tierra.