Por Rosana López Rodriguez, Grupo de Investigación de Literatura Popular del CEICS
En el marco de una Jornada Institucional (de las que se deben realizar dos por año en las escuelas medias de Buenos Aires) se leyó por grupos un fragmento de El existencialismo es un humanismo, de Jean Paul Sartre. Los docentes debían discutir después, sobre esa base, cuál era el concepto de libertad para dicho autor, si creían que había otra forma de concebir la libertad y si los valores son absolutos o relativos. El texto propuesto por dos profesores de esa institución privada, mencionaba que «el hombre es responsable de todo lo que hace» y que esto puede resultar insoportable para aquellos que cuando fracasan responsabilizan a otros o a las circunstancias. En tanto que el eje de la discusión era si los valores son históricos (y por lo tanto, varían) o son absolutos (dados, eternos), la clave del texto apuntaba a demostrar que como son existenciales (se construyen), debemos usar nuestra libertad absoluta para mejorarlos constantemente, para transformarlos en algo cada día mejor. De no hacerlo así, seremos responsables absolutos por ello, (dado que de la libertad absoluta se implica la responsabilidad absoluta) y no podremos achacarle los errores a nadie que no sea a nosotros mismos. La conclusión a la que se arriba es la del compromiso: un individuo comprometido con su circunstancia (en este caso, laboral, profesional) en la medida en que es libre puede mejorar cotidianamente y, además, debe hacerlo pues justamente porque es libre es responsable por ello.
El proyecto existencialista parte del error de pensar la libertad como absoluta, fantasía del liberalismo burgués, con la que se nos hace creer que todos los individuos contamos con las mismas posibilidades y oportunidades. Voluntarismo e individualismo que desconocen que la libertad no es absoluta, en un sentido general y menos aún, en una sociedad de clases. Dicha libertad (siempre restringida) depende, además, de la clase social a la que se pertenezca. Los valores que se tengan no son los que uno «elige» sino los que eligió la clase dominante. Precisamente por eso se elaboró la ideología del «compromiso». Con el mayor descaro, los directivos de las instituciones privadas promueven este tipo de reflexiones que parecen decirle a los docentes que «siempre se puede mejorar la calidad educativa si uno se compromete más».
Para lograr que cada uno «dé lo mejor de sí mismo» (sobre la base de la idea burguesa de que del bienestar individual deberá surgir el bienestar social y por otra parte, sabiendo que «uno» (en una relación de explotación) tiende a no «dar» lo mejor de sí mismo, salvo que lo obliguen, lo controlen o se lo saquen) se fomenta la formación de grupos de trabajo que deberán realizar proyectos monitoreados por un Jefe de Departamento. Además, cada grupo se convertirá en observador crítico del trabajo de los demás. Los conflictos y dificultades surgidos serán evaluados y discutidos. En función de las normas de calidad ISO que intentan imponerse en los medios educativos privados para ofrecer un mejor «servicio», los docentes (y también el personal administrativo y de maestranza) son considerados «clientes internos» de la institución (a diferencia de las familias, que son «clientes externos») y deben exigir un «buen servicio». El servicio que la escuela debería brindar a sus «clientes internos» consiste en que cada uno de esos grupos cumpla eficazmente con su trabajo a los efectos de lograr un buen funcionamiento institucional y mayor comodidad en el espacio laboral. Mejorar individualmente y ser controlado por otros (si la apelación a la culpa no resultara suficiente) son las reglas de un juego en el que siempre gana la empresa. Una estrategia perversa por donde se la mire. En primer lugar, porque al engañar a los trabajadores de la escuela haciéndoles creer que son «clientes» (que pueden «elegir» trabajar en otro lado) los convierte en enemigos entre sí, los fragmenta, los atomiza: si yo trabajé en un proyecto, tengo el derecho (y me veo en la responsabilidad «moral») de exigir el mismo servicio a otros compañeros. Ergo, la propuesta consiste en ser un buchón que hará saber que, por ejemplo, la lamparita del baño de profesores se quemó hace tres días y nadie se ha encargado de cambiarla aún. Esto provocará que el compañero de maestranza reciba un llamado de atención o una «gentil invitación a reflexionar» acerca de la necesidad de incrementar la responsabilidad en las tareas que le competen. Convertir al trabajador en «cliente» es una operación que se realiza para negar la relación laboral en la cual el trabajador vende su fuerza de trabajo. Entonces, es lógico que se resista a trabajar más tiempo o con mayor esfuerzo por el mismo dinero. Y esa resistencia sólo puede vencerse logrando el enfrentamiento entre compañeros que se ven entre sí como enemigos: el discurso de Sartre sirve para reforzar este «sálvese quien pueda» que, desde el lugar del obrero, no hace sino generar culpa y contradicciones. Deberé sentirme culpable (o deberé exponerme a la sanción) si no acepto trabajar de más; si acepto hacerlo, quedarán al descubierto los compañeros que no lo hacen y, si me queda algo de conciencia de clase, volveré a sentirme culpable. Con esta lógica se quiere hacer creer que la educación mejorará sobre la base del esfuerzo individual de los docentes y extendiendo e intensificando la jornada laboral.
En la docencia existe lo que se puede llamar «jornada laboral encubierta», con actividades que se realizan en horario «doméstico»: además de las horas en las que está dando clase, se ocupa de preparar dicha clase (conseguir actividades, obtener bibliografía, etc.), de evaluar y corregir tanto tareas como las evaluaciones mismas, completar planillas con promedios, redactar las planificaciones, etc. El mito de que los docentes cobran poco porque trabajan poco tiempo se derrumba. Está calculado que un docente debería invertir casi la misma cantidad de tiempo que está frente al aula realizando estas labores extra-aúlicas. Ahora bien, cuando un profesor para subsistir debe dictar 40 y hasta 50 horas cátedra semanales (aproximadamente entre 7 y 9 horas reloj por día) es imposible que la jornada laboral se complete como correspondería; de lo contrario, por ese mismo sueldo estaría trabajando entre 14 y 18 horas diarias. Después de estar frente a un curso, con todo lo que ello implica (atención sostenida, resolución rápida de conflictos de disciplina, puesta en práctica de estrategias que mejoren el aprendizaje, etc.), durante un promedio de 8 horas por día nadie está en condiciones intelectuales de dedicar otro tanto a tareas complementarias. Por esa razón, el docente se ve forzado a limitar sus esfuerzos a lo imprescindible. Cuando la escuela es privada y se detectan problemas en sus negocios, lo más sencillo es cortar por lo más delgado y echarle la culpa al eslabón más débil de la cadena, que siempre es el trabajador. Entonces, con la intención «sana» de mejorar la educación, en vez de atacar las verdaderas causas (docentes mal pagos, mal tratados) se apela a recursos tales como generar responsabilidad, trabajar con los valores. Y como uno ya está cargado de culpa y además teme perder el trabajo, termina aceptando las peores condiciones. Para lograr esto, si la culpa y el temor no fueran suficientes, las instituciones educativas ponen en práctica estrategias policíacas consistentes en observación de las clases (con la posterior evaluación junto con los directivos que deberá incluir un mea culpa), solicitud de realización de actividades que impliquen que el docente deba estar «activo» (explicando, ayudando a los alumnos, no corrigiendo) durante la clase, porque la idea es que el que está trabajando allí es el profesor y no el alumno. Si alguien ve por la ventana del aula que los alumnos están en silencio, leyendo o escribiendo y el profesor está haciendo lo propio, el docente tenga un serio problema, pues el sistema indica que es él el que tiene que trabajar allí. Por otra parte, también se intenta aumentar la «productividad» del docente multiplicando el papeleo inútil. Se les solicita, por ejemplo, a docentes de media que normalmente trabajan en varias escuelas, una planificación ¡mensual! (un reflejo de la inutilidad de la alta burocracia intra y extraescolar que cree que cuantos más formularios se llenan, más mejora la educación), jornadas extraescolares (bingos, Día de la Familia, exposiciones para mostrar a los padres el «trabajo» de sus hijos), reglamentos en los cuales se indica que el docente debe llegar a la escuela diez minutos antes de que comience la hora de clase y otras del mismo tipo. Inclusive la semana de orientación para los alumnos de media que deben recuperar la materia, inventada por el hoy ministro de Educación Daniel Filmus, cuando era secretario de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires a cargo de Aníbal Ibarra, forma parte de la misma lógica. Recuerde el lector los afiches de propaganda con los que se promovía esa semana en la cual los alumnos contaban con el docente para realizar consultas con relación a la materia que debían rendir. Mostraba los rostros alegres de tres adolescentes con el slogan que decía «Tu esfuerzo vale». «El esfuerzo vale». ¿El de quién? ¿El esfuerzo del docente? Lógicamente que no, porque si el esfuerzo del docente que debe cumplir horario, la mayoría de las veces, sin alumnos, tuviera valor, debería remunerarse. Justamente por eso debe ser que no salíamos en el afiche con cara de «Feliz Cumpleaños». La imaginación para llevar a cabo el «Más trabajo por la misma plata» no descansa. Y el Sartre existencialista, uno de los mejores exponentes del liberalismo burgués, le da una manito…