Por Leonardo Grande, Grupo de Investigación de la Política Cultural de la Izquierda Argentina (GIPCIA) en el CEICS-RyR
Gleyzer sigue vivo
Reseñar la película documental Raymundo (2002) de Virna Molina y Ernesto Ardito es para nosotros una prioridad por varias razones. En primer lugar porque, a pesar de su valor artístico y político, hasta aquí ningún medio nacional lo ha hecho. En segundo lugar porque esa injusticia se amplió cuando el Dr. Artístico del 5º Festival de Cine Independiente de Bs. As. y de la revista «especializada» en cine El Amante, el Sr. Quintín, decidió censurarla, eliminándola del concurso contra la decisión del jurado. Y principalmente porque su contenido y su forma habilitan reflexiones necesarias para cualquier militante socialista consciente.
La película usa la biografía de Gleyzer como puente para contar la historia del proceso revolucionario de los ’60-’70 en América Latina. Entre otros temas describe con vigor los factores vitales que juegan en la conformación de un militante y su fracción social y ofrece un panorama de los hechos más significativos del momento (siendo quizás su punto más flojo una incompleta comprensión del proceso histórico). Raymundo batalla contra la imagen consagrada por la burguesía «democrática» desde 1983 que encubre la lucha de clases de los ’70 detrás de la imagen de los «dos demonios». Otro acierto es que pelea también contra el derrotismo: ese veneno tan habitual en todas las «memorias» oficiales de los desaparecidos, ese llanto que transforma el dolor en desesperanza y renuncia. Los realizadores han sabido comprender que Gleyzer vive en la vigente activación política de las mayorías. La piedra de toque de toda la película es la escena del puente de la autopista Richieri donde se supone están los restos de Gleyzer y donde se supone debería terminar el relato. Sin embargo, de los puentes de la muerte se pasa a las imágenes (filmadas en súper 8 y con un movimiento de cámara similar al de Raymundo) de las marchas piqueteras multitudinarias en repudio al asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en esos otros puentes de junio del 2002. El proletariado que ayer empujó la historia hasta hacer posible la revolución, es el mismo que, después de renacer del desarme material y moral de la derrota del 75-83, vuelve a poner en la agenda cotidiana al socialismo y a los que lucharon por él. Por eso no es metáfora ni giro literario alguno el decir que los autores del film han encontrado el sitio donde Gleyzer está vivo: el Argentinazo y sus flores.
Una de casi ficción
Raymundo fue concebida hace cinco años, cuando sus autores se replantearon su formación académica en la Escuela de Cine de Avellaneda: no tenían referentes para producir un cine diferente al que inculca la institución. Los encontraron en la generación de Cine de Liberación, Grupo de Realizadores de Mayo y Cine de la Base entre otros. Esa fue su verdadera escuela: un intenso trabajo de cuatro años de recopilación sobre la época y sus protagonistas del que recogieron un verdadero programa cinematográfico para la lucha de clases y una serie de técnicas para llevarlo adelante. Ese resultado está en el film, que funciona como un mapa del cine y la revolución de aquellos años. La obra de Gleyzer es reivindicada en ese sentido. Y de allí surge necesariamente el elemento central a tener en cuenta para los nuevos realizadores: los límites y posibilidades revolucionarias del cine.
El principal hallazgo del film es la forma discursiva elegida. Ardito y Molina son parte de esa camada de cineastas que han hecho del documentalismo una herramienta para la difusión de las luchas populares en el país. Pero su obra es más que un documental, sin llegar a ser ficción (una especie de eslabón intermedio, de momento de pasaje entre el documental y la ficción). Raymundo se sostiene en una fuerte estructura narrativa que provoca a través del sentimiento una ineludible empatía con los protagonistas del relato. El objetivo logrado es emocionar a cualquier espectador al punto de conmoverlo con lo allí expuesto y así introducir psicológicamente los debates. Este resultado, que es la virtud fundamental de la ficción cinematográfica, es lo que potencia los recursos «documentales» del film. El mismo Gleyzer alcanzó a comprenderlo. Su obra cumbre, Los traidores (1973) surge, entre otras cosas, de la reflexión sobre los límites del documentalismo (restringido a públicos con alguna información previa, generalmente del mismo ámbito que el realizador o los protagonistas del film) y las potencialidades de la ficción revolucionaria, cuyo referente fue Operación Masacre (1970-72) de Cedrón y Walsh. Como militante orgánico de un partido nominal Gleyzer asumía la tarea de hacer un cine que sirva a las necesidades obreras de la etapa política. Por eso -junto a otros compañeros del PRT- realizó un film que explica cómo se construía socialmente un dirigente obrero reaccionario y cómo debía ser superado. Gleyzer concluyó que la única manera de contar esa historia era través de la ficción y no se amedrentó a la hora de realizarla, superando todas las barreras materiales existentes: equipos, financiación, actores, locaciones, montaje y todo en el marco de la más absoluta clandestinidad. Incluso encarando un feroz pero fraternal debate al interior de su partido defendiendo la necesidad del proyecto.
El Debate Gleyzer
Raymundo Gleyzer decía que el cine era un arma (como un fusil pero diferente) que no hacía la revolución pero que servía para hacerla. Su principal aporte fue dar pruebas concretas de cómo. Tres conclusiones extrajo de su experiencia y de la de sus colegas. La primera: que la mejor manera de resolver la disputa teórica de cómo conocer al espectador era vincularse orgánicamente con las necesidades de su «público», abandonando la producción individualista (el ombligo de un cineasta o de un grupo) y tomando partido por la clase destinada a liberar a la humanidad, el proletariado. La segunda: que ninguna medio cinematográfico debería ser un fin en sí mismo. Por eso el gran documentalista no dudó un segundo al lanzarse a la ficción cuando fue necesario. Finalmente: que el cineasta debía ser revolucionario como cineasta, ejerciendo su oficio de la mejor manera posible, dedicándose profesionalmente a militar en su campo específico. Creemos que los autores de Raymundo recuperan esas tres enseñanzas y las encarnan (aunque embrionariamente y con límites lógicos).
Arte y Responsabilidad
Contar con una ficción piquetera es urgente. Las virtudes de este discurso permiten al sujeto que lo produce participar al resto de los grupos sociales de su cosmovisión de la realidad y plantear sus intereses como los intereses del común. Eso se llama construir hegemonía y es lo que hace la burguesía con su cine. Es lo que Lenin y Gramsci decían que debe hacer toda clase que quiera dirigir y organizar una sociedad. Y es lo que en este momento precisa hacer el proletariado revolucionario en Argentina para convocar a las masas hacia su programa, si pretende llegar con chances de victoria al próximo round contra la burguesía. Para lograrlo se necesita que las organizaciones más importantes del movimiento piquetero hagan parte de su programa las prioridades culturales de este tipo. Porque sólo luchando por ellas con métodos piqueteros se conseguirán los recursos materiales que pueden hacer posible un cine (y una producción cultural) al servicio de sus intereses. Y también, que los cineastas (y el resto de los intelectuales) se responsabilicen de su lugar en la lucha, exijan que sus organizaciones lo sostengan y se organicen y debatan las tareas de la etapa para su disciplina. Desde nuestro modesto lugar El Aromo ha comenzado a trabajar para impulsar este debate y poner a su disposición futuras páginas para que se lleve adelante.