Por Alan Woods y Ted Grant
La capacidad de los seres humanos para pensar lógicamente es fruto de una prolongada evolución social. Precede a la invención de la lógica formal en millones de años. Locke ya expresó esta idea en el siglo XVII: “Dios no ha sido tan ahorrador con los hombres como para hacerlos meras criaturas con dos patas y dejarle a Aristóteles la tarea de hacerlos racionales”. Detrás de la lógica, según Locke, hay “una capacidad ingenua de percibir la coherencia o incoherencia de sus ideas”.[1]
Las categorías de la lógica formal no caen del cielo. Han tomado forma en el curso del desarrollo socio-histórico del género humano. Son generalizaciones elementales de la realidad reflejadas en las mentes de las personas. Se deducen del hecho de que cualquier objeto tiene ciertas cualidades que lo distinguen de los demás objetos; que cualquier cosa mantiene cierta relación con otras cosas; que los objetos forman categorías más amplias, en las que comparten propiedades específicas; que ciertos fenómenos provocan otros fenómenos, etc.
Hasta cierto punto, como resaltó Trotsky, incluso los animales poseen la capacidad de razonar y sacar ciertas conclusiones de una situación dada. En los mamíferos superiores, especialmente los simios, esta capacidad está bastante desarrollada, como demuestran sorprendentemente recientes investigaciones con chimpancés bonobos. Sin embargo, aunque la capacidad de pensar racionalmente no es exclusiva de nuestra especie, no hay duda de que al menos en esta pequeña esquina del universo el desarrollo del intelecto humano ha alcanzado su punto más alto hasta el momento.
La abstracción es absolutamente necesaria. Sin ella el pensamiento sería imposible. La cuestión es: ¿qué tipo de abstracción? Cuando hago abstracción de la realidad, me concentro en determinados aspectos de un fenómeno da do y dejo de lado otros. Un buen cartógrafo, por ejemplo, no es aquel que re produce cada detalle de cada casa, cada adoquín de la calle y cada coche aparcado. Tal cantidad de detalles destruiría el objetivo del mapa, que es el de proporcionar un esquema útil de una ciudad u otra área geográfica. De manera parecida, el cerebro aprende desde muy temprano a ignorar ciertos sonidos y a concentrarse en otros. Si no fuésemos capaces de hacerlo, la cantidad de información que llega a nuestros oídos de todas partes colapsaría totalmente la mente. El propio lenguaje presupone un alto nivel de abstracción.
La capacidad de hacer abstracciones que reflejen correctamente la realidad que queremos entender y describir es el prerrequisito esencial del pensamiento científico. Las abstracciones de la lógica formal son adecuadas para expresar el mundo real sólo dentro de unos límites bastante estrechos. Pero, al ser unilaterales y estáticas, son totalmente inservibles a la hora de expresar procesos complejos, especialmente los que conllevan movimiento, cambio y contradicciones. La concreción de un objeto consiste en la suma total de sus aspectos e interrelaciones, determinados por sus leyes subyacentes. El propósito del conocimiento científico es acercarse lo más posible a la realidad concreta, reflejar el mundo objetivo con sus leyes subyacentes y sus interrelaciones tan fiel mente como sea posible. Como dijo Hegel, “la verdad es siempre concreta”.
Pero aquí tenemos una contradicción. No es posible llegar a una comprensión del mundo concreto de la naturaleza sin recurrir primero a la abstracción. La palabra “abstracto” viene del latín abstrahere, “traer de”. Por un proceso de abstracción, tomamos en consideración ciertos aspectos del objeto que pensamos que son importantes, dejando de lado otros. El conocimiento abstracto es necesariamente unilateral porque expresa solamente una cara particular del fenómeno en estudio, aislado de lo que determina la naturaleza específica del todo. Así, las matemáticas tratan exclusivamente de relaciones cuantitativas. Ya que la cantidad es un aspecto muy importante de la naturaleza, las abstracciones matemáticas han demostrado ser una poderosa herramienta para indagar en sus secretos. Por esta razón, es tentador olvidarse de su auténtico carácter y de sus limitaciones. Como todas las abstracciones, siguen siendo unilaterales; si lo olvidamos es bajo nuestra entera responsabilidad.
La naturaleza conoce tanto la cantidad como la calidad. Si queremos entender uno de sus procesos fundamentales, es absolutamente necesario determinar la relación precisa entre ambas y demostrar cómo, en un punto crítico, la una se convierte en la otra. Este es uno de los conceptos más básicos del pensamiento dialéctico, en contraposición al pensamiento meramente formal, y una de sus aportaciones más importantes a la ciencia. Sólo ahora se empieza a comprender y valorar la visión profunda que proporciona este método, que fue criticado durante mucho tiempo por “místico”. El pensamiento abstracto unilateral, tal y como se manifiesta en la lógica formal, le hizo un flaco favor a la ciencia “excomulgando” la dialéctica. Pero los avances científicos demuestran que, en última instancia, el pensamiento dialéctico está mucho más cerca de los procesos reales de la naturaleza que las abstracciones lineales de la lógica formal.
Es necesario adquirir una comprensión concreta del objeto como un sistema integral, y no como fragmentos aislados; con todas sus interconexiones necesarias, y no fuera de su contexto, como una mariposa clavada en el panel de un coleccionista; en su vida y movimiento, y no como algo estático y muerto. Este enfoque está en contradicción abierta con las llamadas “leyes” de la lógica formal, la expresión más absoluta de pensamiento dogmático que nunca se haya concebido, una especie de rigor mortis mental. Pero la naturaleza vive y respira, y resiste tozudamente el acoso del pensamiento formal. A no es igual a A. Las partículas subatómicas son y no son. Los procesos lineales terminan en caos. El todo es mayor que la suma de sus partes. La cantidad se transforma en calidad. La propia evolución no es un proceso gradual, sino que está interrumpida por saltos y catástrofes repentinos. ¡Qué le vamos a hacer! Los hechos son los hechos.
Sin abstracción es imposible penetrar el objeto en profundidad, comprender su esencia y las leyes de su movimiento. A través de la abstracción mental somos capaces de ir más allá de la percepción sensorial, la información inmediata que nos proporcionan nuestros sentidos, e indagar más profundamente. Podemos dividir el objeto en sus partes constituyentes, aislarlas y estudiarlas en detalle. Podemos llegar a una concepción idealizada y general del objeto como una forma “pura”, despojada de todas sus características secundarias. Esta es la tarea de la abstracción, una etapa totalmente necesaria del proceso de conocimiento.
“El pensamiento”, escribe Lenin, “pasando de lo concreto a lo abstracto —teniendo en cuenta que sea correcto (y Kant, como todos los filósofos, habla de pensamiento correcto)— no se aleja de la realidad sino que se acerca. La abstracción de la materia, de una ley de la naturaleza, del valor, etc., en resumen, todas las abstracciones (correctas, serias, no absurdas) científicas reflejan la naturaleza más profunda, verdadera y completamente. De la percepción viva al pensamiento abstracto, y de éste a la práctica; este es el camino dialéctico del conocimiento de la verdad, del conocimiento de la realidad objetiva”.[2]
Una de las principales características del pensamiento humano es que no se limita a lo que es, sino que también trata de lo que debe ser. Estamos haciendo constantemente todo tipo de asunciones lógicas sobre el mundo en que vivimos. Esta lógica no se aprende de los libros, sino que es el producto de un largo proceso de evolución. Experimentos detallados han demostrado que el bebé adquiere los rudimentos de la lógica a una edad muy temprana, a través de la experiencia. Razonamos que si algo es cierto, entonces, otra cosa de la que no tenemos evidencia inmediata también tiene que ser cierta. Procesos de pensamiento lógico de este tipo tienen lugar millones de veces en nuestras horas de vigilia sin que ni siquiera seamos conscientes de ello. Adquieren la fuerza de la costumbre, e incluso las acciones más simples de la vida no serían posibles sin ellos.
La mayoría de la gente da por supuestas las reglas elementales del pensamiento. Son una parte familiar de la vida y se reflejan en muchos refranes, como No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, ¡una lección bastante importante! Llegados a cierto punto, estas reglas se escribieron y sistematizaron. Ése es el origen de la lógica formal, que como tantas otras cosas hay que atribuir a Aristóteles. Esto tuvo un enorme valor, ya que sin el conocimiento de las normas elementales de la lógica el pensamiento corre el riesgo de hacerse incoherente. Es necesario distinguir el blanco del negro y conocer la diferencia entre una afirmación que es cierta y otra que es falsa. Por lo tanto el valor de la lógica formal no está en discusión. El problema es que las categorías de la lógica formal, deducidas de una cantidad de observaciones y experiencias bastante limitadas, realmente sólo son válidas dentro de esos límites. De hecho, cubren una gran cantidad de fenómenos de la vida cotidiana, pero son bastante inadecuadas para tratar con fenómenos más complejos que impliquen movimiento, turbulencia, contradicción y cambio de cantidad en calidad.
En The Origins of Inference (Los orígenes de la inferencia), un interesante artículo sobre la construcción infantil del mundo publicado en la antología Making Sense, Margaret Donaldson llama la atención sobre uno de los problemas de la lógica ordinaria, su carácter estático:
“La mayoría de las veces el razonamiento verbal trata aparentemente de ‘las cosas tal y como son’ —el mundo visto de manera estática, en un segmento del tiempo—. Y, considerado de esta manera, el universo parece no contener ninguna incompatibilidad: las cosas son tal como son. Ese objeto de allí es un árbol; esa taza es azul; ese hombre es más alto que aquel. Por supuesto que estos estados de las cosas excluyen otras posibilidades infinitas, pero, ¿cómo nos hacemos conscientes de ello? ¿Cómo surge en nuestra mente esta idea de incompatibilidad? Desde luego, no directamente de nuestras impresiones de ‘las cosas tal y como son”.
La misma obra plantea correctamente que el proceso de conocimiento no es pasivo, sino activo:
“No nos quedamos sentados pasivamente esperando que el mundo estampe su ‘realidad’ en nosotros. En lugar de eso, tal y como ahora se reconoce amplia mente, conseguimos mucho de nuestro conocimiento más básico a través de nuestras acciones”.[3]
El pensamiento humano es esencialmente concreto. La mente no asimila con facilidad conceptos abstractos. Nos sentimos más cómodos con lo que tenemos delante de nuestros ojos o, por lo menos, con cosas que se pueden representar de manera concreta. Es como si la mente necesitase una muleta en forma de imágenes. Sobre esto, Margaret Donaldson resalta que “incluso los niños de preescolar a menudo pueden razonar correctamente sobre acontecimientos que ocurren en cuentos. No obstante, cuando pasamos más allá de los límites del sentido huma no se produce una notable diferencia. El pensamiento que va más allá de estos límites, de tal manera que ya no opera dentro de un contexto de apoyo de acontecimientos comprensibles, a menudo se denomina formal o abstracto”.[4]
Por lo tanto, el proceso inicial va de lo concreto a lo abstracto. Se desmiembra y analiza el objeto para obtener un conocimiento detallado de sus partes. Pero esto encierra peligros. Las partes aisladas no se pueden entender correctamente al margen de su relación con el todo. Es necesario volver al objeto como un sistema integral y entender la dinámica subyacente que lo condiciona como un todo. De esta manera, el proceso de conocimiento vuelve de lo abstracto a lo concreto. Esta es la esencia del método dialéctico, que combina análisis y síntesis, inducción y deducción.
La estafa del idealismo se deriva de una comprensión incorrecta del carácter de la abstracción. Lenin señala que la posibilidad del idealismo es inherente a toda abstracción. El concepto abstracto de una cosa se contrapone artificialmente a la cosa en sí. No sólo se supone que tiene una existencia propia, sino que se afirma que es superior a la realidad material. Se presenta lo concreto como si de alguna manera fuera defectuoso, imperfecto e impuro, a diferencia de la Idea, que es perfecta, absoluta y pura. De esta manera se pone la realidad patas arriba.
La capacidad de pensar abstractamente es una conquista colosal del intelecto humano. No sólo la ciencia “pura”, también la ingeniería sería imposible sin el pensamiento abstracto, que nos eleva por encima de la realidad inmediata y finita del ejemplo concreto y da al pensamiento un carácter universal. El repudio del pensamiento abstracto y de la teoría indica un tipo de mentalidad estrecha y filistea que imagina ser “práctica”, pero que en realidad es impotente. En última instancia, los grandes avances en la teoría llevan a grandes avances en la práctica. Sin embargo, todas las ideas se derivan de una u otra manera del mundo físico y, en última instancia, se aplican de nuevo a éste. La validez de cualquier teoría, antes o después, se tiene que demostrar en la práctica.
En los últimos años ha habido una sana reacción contra el reduccionismo mecánico, contraponiéndole la necesidad de un punto de vista holístico de la ciencia. El término holístico es desafortunado debido a sus connotaciones místicas. Sin embargo, al intentar ver las cosas en sus movimientos e interconexiones, la teoría del caos sin duda se acerca a la dialéctica. La relación real entre la lógica formal y la dialéctica es la que hay entre un tipo de pensamiento que toma las cosas por separado y las observa por separado, y el que es capaz de volver a unir las y hacerlas funcionar de nuevo. Si el pensamiento tiene que tener una correspondencia con la realidad, debe ser capaz de comprenderla como un todo viviente, con todas sus contradicciones.
¿Qué es un silogismo?
“El pensamiento lógico, el pensamiento lógico formal en general”, dice Trotsky, “está construido sobre la base de un método deductivo, que procede de un silogismo más general a través de un número de premisas para llegar a la conclusión necesaria. Tal cadena de silogismos se llama sorites”.[5]
Aristóteles fue el primero en escribir una explicación completa tanto de la dialéctica como de la lógica formal como métodos de razonamiento. El objetivo de la lógica formal era proporcionar un punto de referencia para distinguir argumentos válidos de los que no lo eran. Esto lo hizo en forma de silogismos. Existen diferentes tipos de silogismos, que en realidad son variaciones sobre el mismo tema.
Aristóteles, en su Organon, establece diez categorías (sustancia, cantidad, calidad, relación, lugar, tiempo, posición, estado, acción, pasión) que forman la base de la lógica dialéctica, a la que más tarde Hegel dio expresión completa. Frecuentemente se ignora este aspecto del trabajo de Aristóteles sobre la lógica. Bertrand Russell, por ejemplo, considera que estas categorías no tienen sentido. Pero en la medida en que los positivistas lógicos, como el propio Russell, han descartado prácticamente toda la historia de la filosofía (con la excepción de algunos retales que coinciden con sus dogmas) considerándola “sin sentido”, esto no tendría que sorprendernos ni preocuparnos mucho.
El silogismo es un método de razonamiento lógico que se puede describir de muchas maneras. Aristóteles lo describe de la siguiente: “Un discurso en el que, habiendo afirmado ciertas cosas, se deduce necesariamente de su ser otra cosa diferente de lo afirmado”. La definición más simple nos la da A. A. Luce: “Un silogismo es una tríada de proposiciones conectadas, relacionadas de tal forma que una de ellas, llamada conclusión, se deduce necesariamente de las otras dos, llamadas premisas”.[6]
Los escolásticos medievales centraron su atención en este tipo de lógica formal, desarrollada por Aristóteles en sus Analíticos primeros y segundos, y en esa forma la Edad Media nos legó la lógica aristotélica. En la práctica, el silogismo se compone de dos premisas y una conclusión. El sujeto se encuentra en una de las premisas y el predicado de la conclusión en la otra, junto a un tercer término (medio) que se encuentra en ambas premisas pero no en la conclusión. El predicado de la conclusión es el término mayor; la premisa que lo contiene es la premisa mayor; el sujeto de la conclusión es el término menor; y la premisa que lo contiene es la premisa menor. Por ejemplo:
a) Todos los hombres son mortales. (Premisa mayor)
b) César es un hombre. (Premisa menor)
c) Por lo tanto, César es mortal. (Conclusión)
Esto se denomina declaración afirmativa categórica. Da la impresión de ser una secuencia lógica de argumentación en la que cada estadio se deduce inexorablemente del anterior. Pero en realidad no es así porque “César” ya está incluido en “todos los hombres”. Kant, como Hegel, consideraba el silogismo (esa “doctrina tediosa” como él la llamó) con desprecio. Para él no era “más que un artificio”[7] en el que las conclusiones ya se habían introducido subrepticiamente en las premisas para dar una falsa apariencia de razonamiento.
Otro tipo de silogismo tiene forma condicional (si… entonces), por ejemplo: “Si un animal es un tigre, entonces es carnívoro”. Es otra forma de decir lo mismo que la declaración afirmativa categórica, es decir, “todos los tigres son carnívoros”. Lo mismo con respecto a su forma negativa: “Si es un pez, no es un mamífero” es sólo otra manera de decir “ningún pez es mamífero”. La diferencia formal esconde el hecho de que realmente no hemos avanzado un solo paso.
Lo que esto revela realmente son las conexiones internas entre las cosas no sólo en el pensamiento, sino también en el mundo real. A y B están relacionadas de cierta manera con C (el medio) y la premisa, por lo tanto están relacionadas entre sí en la conclusión. Con gran perspicacia y profundidad, Hegel demostró que lo que el silogismo mostraba era la relación de lo particular con lo universal. En otras palabras, que el silogismo en sí mismo es un ejemplo de la unidad de contrarios, la contradicción por excelencia, y que en realidad todas las cosas son un “silogismo”.
La época de mayor esplendor del silogismo fue la Edad Media, cuando los escolásticos dedicaban toda su vida a discusiones interminables sobre todo tipo de oscuras cuestiones teológicas, como el sexo de los ángeles. Las construcciones laberínticas de la lógica formal hacían parecer que estaban realmente inmersos en una discusión muy profunda, cuando en realidad no estaban discutiendo nada. La razón de esto reside en la propia naturaleza de la lógica formal. Como su nombre sugiere, se trata de la forma; el contenido no cuenta para nada. Éste es precisa mente su principal defecto, su talón de Aquiles.
Al llegar el Renacimiento, un nuevo despertar del espíritu humano, la insatisfacción con la lógica aristotélica era generalizada. Hubo una creciente reacción contra Aristóteles, que realmente no era justa con este gran pensador, pero se debió a que la Iglesia Católica había suprimido todo lo que valía la pena de su filosofía, conservando solamente una caricatura inanimada. Para Aristóteles, el silogismo era sólo una parte del proceso de razonamiento, y no necesariamente la más importante. Aristóteles también escribió sobre la dialéctica, pero este aspecto fue olvidado. Se privó a la lógica de toda vida y se la convirtió, en palabras de Hegel, en “los huesos sin vida de un esqueleto”.
La repulsa contra este formalismo inerte tuvo su reflejo en el movimiento hacia el empirismo, que dio un enorme impulso a la investigación científica y el experimento. Sin embargo, no es posible dejar al margen todas las formas de pensamiento, y el empirismo llevaba desde el principio la semilla de su propia destrucción. La única alternativa viable a métodos inadecuados e incorrectos de razonamiento es desarrollar métodos adecuados y correctos.
A finales de la Edad Media, el silogismo estaba desacreditado en todas partes. Rabelais, Petrarca y Montaigne, todos lo ridiculizaban. Pero seguía arrastrándose, especialmente en los países católicos, que no habían sido afectados por la brisa fresca de la Reforma. A finales del siglo XVIII, la lógica estaba en tan mal estado que Kant se sintió obligado a lanzar una crítica general a las viejas formas de pensamiento en su Crítica de la razón pura.
Hegel fue el primero en someter las leyes de la lógica formal a un análisis crítico completo. Al hacerlo estaba completando el trabajo que Kant había empezado. Pero mientras que Kant sólo mostró las deficiencias y contradicciones inherentes a la lógica tradicional, Hegel fue mucho más allá, desarrollando un método totalmente diferente a la lógica, un método dinámico que incluía el movimiento y la contradicción, que la lógica formal es incapaz de tratar.
¿Enseña la lógica a pensar?
La dialéctica no pretende enseñar a la gente a pensar. Esta es la pretensión de la lógica formal, a lo que Hegel replicó irónicamente que la lógica no te enseña a pensar, ¡de la misma manera que la fisiología no te enseña a digerir! Los hombres y mujeres pensaban, e incluso pensaban dialécticamente, mucho antes de que hubiesen oído hablar de la lógica. Las categorías de la lógica, y también de la dialéctica, se deducen de la experiencia real. A pesar de todas sus pretensiones, las categorías de la lógica formal no están por encima del mundo de la realidad material, sino que sólo son abstracciones vacías tomadas de la realidad entendida de una manera unilateral y estática, y posteriormente aplicadas arbitrariamente de nuevo a la realidad.
En contraste, la primera ley del método dialéctico es objetividad absoluta. Lo importante es descubrir las leyes del movimiento de un fenómeno dado, estudiándolo desde todos los puntos de vista. El método dialéctico es de gran valor a la hora de aproximarse correctamente a las cosas, evitando disparates filosóficos elementales y construyendo hipótesis científicas sólidas. A la vista de la increíble cantidad de misticismo que ha surgido a partir de hipótesis arbitrarias, sobre todo en la física teórica, ¡no es una ventaja secundaria! Pero el método dialéctico siempre busca derivar sus categorías de un estudio cuidadoso de los hechos y los procesos, no introducir los hechos en una camisa de fuerza preconcebida:
“Todos admitimos”, escribió Engels, “que en todos los campos de la ciencia, tanto en las naturales como en la histórica, hay que partir de los hechos dados, y por lo tanto, en las ciencias naturales, de las distintas formas materiales y las di versas formas de movimiento de la materia; que, por consiguiente, tampoco en las ciencias sociales hay que encajar las interrelaciones en los hechos, sino que es preciso descubrirlas en ellos, y cuando se las descubre, verificarlas, hasta donde sea posible, por medio de la experimentación”.[8]
La ciencia se basa en la búsqueda de leyes generales que puedan explicar el funcionamiento de la naturaleza. Tomando la experiencia como punto de parti da, no se limita a una mera recopilación de hechos, sino que intenta generalizar, yendo de lo particular a lo universal. La historia de la ciencia se caracteriza por un proceso cada vez más profundo de aproximación. Cada vez nos acercamos más a la verdad, sin llegar nunca a conocer toda la verdad. En última instancia, la prueba de la verdad científica es el experimento. “El experimento”, dice Feynman, “es el único juez de la ‘verdad’ científica”.[9]
La validez de las formas de pensamiento depende en última instancia de si se corresponden con la realidad del mundo físico. Esto no se puede establecer a priori, tiene que demostrarse a través de la experimentación y la observación. La lógica formal, en contraste con todas las ciencias naturales, no es empírica. La ciencia deriva sus datos de la observación del mundo real. La lógica se supone que es apriorística, a diferencia de todas las materias de que se ocupa. Existe una contradicción flagrante entre forma y contenido. La lógica no se deriva del mundo real, pero sin embargo se aplica constante mente a los fenómenos de éste. ¿Cuál es la relación entre ambos lados?
Hace tiempo que Kant planteó que las formas de la lógica formal deben reflejar la realidad objetiva o, de lo contrario, no tendrán sentido en absoluto:
“Cuando tenemos razones para considerar un juicio como necesariamente universal (…) también debemos considerarlo objetivo, es decir, que no exprese meramente una referencia de nuestra percepción de un sujeto, sino una cualidad del objeto. Porque no habría ninguna razón para que los juicios de otros hombres coincidiesen necesariamente con el mío, a no ser la unidad del objeto al que todos ellos se refieren y con el que están de acuerdo; de aquí que todos deban estar de acuerdo entre ellos”.[10]
Esta idea fue posteriormente desarrollada por Hegel, desbrozando las ambigüedades de la teoría del conocimiento y la lógica kantianas, y finalmente Marx y Engels la pusieron sobre cimientos sólidos:
“Los esquemas lógicos no pueden referirse sino a formas de pensamiento; pero aquí no se trata sino de las formas del ser, del mundo externo, y el pensamiento no puede jamás obtener e inferir esas formas de sí mismo, sino sólo del mundo externo. Con lo que se invierte enteramente la situación: los principios no son el punto de partida de la investigación, sino su resultado final, y no se aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que se abstraen de ellas; no son la naturaleza ni el reino del hombre los que se rigen según los principios, sino que éstos son correctos en la medida en que concuerdan con la naturaleza y con la historia”.[11]
Los límites de la ley de la identidad
Es sorprendente que las leyes básicas de la lógica formal, elaboradas por Aristóteles, se hayan mantenido esencialmente inmutables durante más de dos mil años. En ese período hemos presenciado un proceso continuo de cambio en todas las esferas de la ciencia, la tecnología y el pensamiento. Y, sin embargo, los científicos se han contentado con utilizar básicamente las mismas herramientas metodológicas que utilizaban los escolásticos medievales en los días en que la ciencia estaba todavía al nivel de la alquimia.
Dado el papel central de la lógica formal en el pensamiento occidental, sorprende la poca atención prestada a su contenido real, significado e historia. Normalmente se toma como algo dado, evidente por sí mismo y eternamente inmutable; o se presenta como una útil convención sobre la que la gente razonable se pone de acuerdo para facilitar el pensamiento y el discurso, un poco como cuando la gente de círculos sociales educados se pone de acuerdo sobre las buenas maneras en la mesa. Se plantea la idea de que las leyes de la lógica formal son construcciones totalmente artificiales, construidas por los lógicos, en la creencia de que alguna aplicación tendrán, que revelarán alguna que otra verdad en algún campo del pensamiento. Pero, ¿por qué las leyes de la lógica han de guardar relación con algo si sólo son construcciones abstractas, arbitrariedades imaginarias de la mente?
Sobre esto ironiza Trotsky: “Decir que las personas han llegado a un acuerdo sobre el silogismo es casi como decir, o más exactamente es lo mismo, que la gente llegó al acuerdo de tener fosas en las narices. El silogismo es un producto objetivo del desarrollo orgánico, es decir, del desarrollo biológico, antropológico y social de la humanidad, igual que lo son nuestros diversos órganos, entre ellos nuestro órgano del olfato”.
En realidad, la lógica formal se deriva en última instancia de la experiencia, de la misma manera que cualquier otra forma de pensamiento. A partir de la experiencia, los seres humanos sacan una serie de conclusiones que aplican a su vida cotidiana. Esto es aplicable incluso a los animales, aunque a otro nivel: “El pollo sabe que el grano es en general útil, necesario y sabroso. Reconoce un grano determinado —el de trigo— con el que está familiarizado, y de allí extrae una conclusión lógica por medio de su pico. El silogismo de Aristóteles es sólo una expresión articulada de estas conclusiones mentales elementales que observamos a cada paso entre los animales”.[12]
Trotsky dijo en una ocasión que la relación entre la lógica formal y la dialéctica era similar a la relación entre las matemáticas elementales y superiores. Las unas no niegan a las otras y siguen siendo válidas dentro de unos determinados límites. De manera parecida, las leyes de Newton, que dominaron la ciencia durante cien años, demostraron ser falsas en el mundo de las partículas subatómicas. Más correctamente, la mecánica clásica, criticada por Engels, demostró ser unilateral y de aplicación limitada.
“La dialéctica”, escribe Trotsky, “no es ficción ni misticismo, sino la ciencia de las formas de nuestro pensamiento, en la medida en que éste no se limita a los problemas cotidianos de la vida y trata de llegar a una comprensión de procesos más amplios y complicados”.[13]
El método más común de la lógica formal es la deducción, que intenta establecer la verdad de sus conclusiones a través de dos condiciones: la conclusión tiene que emanar de las premisas y las premisas tienen que ser ciertas. Si se cumplen las dos, se dice que el argumento es válido. Todo esto es muy reconfortante. Nos encontramos en el reino familiar y seguro del sentido común: verdadero o falso, sí o no. Tenemos los pies firmemente en el suelo. Parece que estamos en posesión de “la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”. No hay nada más que decir. ¿O sí?
Estrictamente hablando, desde el punto de vista de la lógica formal, es indiferente si las premisas son ciertas o no. En la medida en que la conclusión se extraiga correctamente de sus premisas, se dice que la inferencia es deductivamente válida. Lo importante es distinguir entre inferencias válidas y no válidas. Así, desde el punto de vista de la lógica formal, la siguiente afirmación es deductiva mente válida: “Todos los científicos tienen dos cabezas. Einstein era un científico. Por lo tanto, Einstein tenía dos cabezas”. La validez de la inferencia no depende del sujeto en lo más mínimo. De esta manera la forma se eleva por encima del contenido.
En la práctica, por supuesto, cualquier método de razonamiento que no de mostrase la validez de sus premisas sería peor que inútil. Se tiene que demostrar que las premisas son ciertas. Pero esto nos lleva a una contradicción. El proceso de validación de un juego de premisas nos plantea automáticamente un nuevo juego de preguntas que a su vez hay que validar. Como planteó Hegel, cada premisa da lugar a un nuevo silogismo, y así hasta el infinito. Lo que parecía ser muy simple resulta ser extremadamente complejo y contradictorio.
La mayor contradicción reside en la propia premisa fundamental de la lógica formal. Al tiempo que exige que todas las demás cosas bajo el Sol se justifiquen ante la Corte Suprema del Silogismo, la lógica se ve totalmente confundida cuando se le pide que justifique sus propios presupuestos. De repente pierde todas sus facultades críticas y recurre a apelar a la creencia, al sentido común, a lo “obvio” o a la cláusula de escapatoria filosófica final: a priori. El hecho es que los llamados axiomas de la lógica son reglas no demostradas. Se toman como punto de partida para deducir más reglas (teoremas), exactamente igual que en la geometría clásica, en la que se parte de los principios de Euclides. Se asume que son correctos sin ningún tipo de demostración, es decir, simplemente tenemos que hacer un acto de fe.
Pero, ¿y si resultase que los axiomas básicos de la lógica formal fueran falsos? Entonces estaríamos en la misma posición que cuando le dábamos al pobre Einstein una cabeza adicional. ¿Es posible que sean defectuosas las leyes eternas de la lógica? Examinémoslo más de cerca. Las leyes básicas de la lógica formal son:
1) Ley de la identidad (“A” = “A”)
2) Ley de la contradicción (“A” no es igual a “no A”)
3) Ley del medio excluido (“A” no es igual a “B”)
A primera vista parecen eminentemente sensatas. ¿Cómo se pueden poner en duda? Pero si las vemos más de cerca podemos observar que están llenas de problemas y contradicciones de carácter filosófico. En Ciencia de la Lógica, Hegel plantea un análisis exhaustivo de la ley de la identidad, demostrando que es unilateral y, por tanto, incorrecta.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que esa apariencia de una cadena de razonamiento en la que necesariamente un paso sigue al otro es totalmente ilusoria. La ley de la contradicción simplemente plantea la ley de la identidad de manera negativa. Y lo mismo se puede decir de la ley del medio excluido. Todo lo que tenemos aquí es una repetición de la primera ley de diferentes maneras. Todo se sustenta sobre la ley de la identidad (A = A). A primera vista es incontrovertible y, por lo tanto, fuente de todo pensamiento racional. Es la vaca sagrada de la lógica y no se puede poner en duda. Y sin embargo se puso en duda, y por una de las mentes más grandes de todos los tiempos.
El traje nuevo del emperador es un cuento de Hans Christian Andersen en el que un embaucador le vende a un emperador bastante tonto un traje nuevo que supuestamente es muy bonito pero invisible. El crédulo emperador se pasea con su traje nuevo, del que todos dicen que es magnífico, hasta que un niño dice que el emperador va totalmente desnudo. Hegel prestó un servicio similar a la filosofía con su crítica a la lógica formal. Los defensores de ésta jamás se lo perdonarán.
La llamada ley de la identidad es en realidad una tautología. Paradójicamente, en la lógica tradicional esto siempre se consideraba como uno de los errores más evidentes que se podía cometer al definir un concepto. Es una definición que no se sostiene lógicamente, que simplemente repite en otras palabras lo que ya está en la parte que hay que definir. Vamos a poner un ejemplo. Un maestro le pregunta al alumno qué es un gato, y el alumno le responde orgullosamente que un gato es… un gato. Esta respuesta no se consideraría muy inteligente y el alumno sería enviado inmediatamente al fondo de la clase. Después de todo, se supone que una definición tiene que decir algo, y ésa no dice nada de nada. Sin embargo, esa poco brillante definición escolar de un cuadrúpedo felino expresa perfectamente en todo su esplendor la ley de la identidad, considerada durante más de veinte siglos por los profesores más sobresalientes como la verdad filosófica más profunda.
Todo lo que la ley de la identidad nos dice sobre algo es que es. No avanzamos un solo paso más allá. Nos quedamos en el nivel de la abstracción general y vacía. No aprendemos nada de la realidad concreta del objeto a estudiar, sus propiedades, sus relaciones. Un gato es un gato, yo soy yo, tú eres tú, la naturaleza humana es la naturaleza humana, las cosas son como son. Es evidente que estas afirmaciones son totalmente vacuas. Son la expresión consumada del pensamiento formal, unilateral y dogmático.
Entonces, ¿la ley de la identidad no es válida? No del todo. Tiene sus aplicaciones, pero de un alcance mucho más limitado de lo que se podría pensar. Las leyes de la lógica formal pueden ser útiles para clarificar, analizar, etiquetar, catalogar, definir ciertos conceptos. Son válidas para los fenómenos normales y simples de cada día. Pero cuando tratamos con fenómenos más complejos, que implican movimiento, saltos bruscos, cambios cualitativos, se vuelven totalmente inadecuadas. El siguiente extracto de Trotsky resume brillantemente la línea argumental de Hegel sobre la ley de la identidad:
“Trataré aquí de esbozar lo esencial del problema en forma muy concisa. La lógica aristotélica del silogismo simple parte de la premisa de que ‘A es igual a A’. Este postulado se acepta como axioma para una cantidad de acciones humanas prácticas y de generalizaciones elementales. Pero en realidad ‘A no es igual a A’. Esto es fácil de demostrar si observamos estas dos letras bajo una lente: son completamente diferentes. Pero, se podrá objetar, no se trata del tamaño o de la forma de las letras, dado que ellas son solamente símbolos de cantidades iguales, por ejemplo de una libra de azúcar. La objeción no es valedera; en realidad, una libra de azúcar nunca es igual a una libra de azúcar: una balanza de precisión descubriría siempre la diferencia. Nuevamente se podría objetar: sin embargo una libra de azúcar es igual a sí misma. Tampoco esto es verdad: todos los cuerpos cambian constantemente de peso, color, etc. Nunca son iguales a sí mismos. Un sofista contestará que una libra de azúcar es igual a sí misma un momento dado’. Fuera del valor práctico extremadamente dudoso de este ‘axioma’, tampoco soporta una crítica teórica. ¿Cómo concebimos realmente la palabra ‘momento’? Si se trata de un intervalo infinitesimal de tiempo, entonces una libra de azúcar está sometida durante el transcurso de ese ‘momento’ a cambios inevitables. ¿O ese ‘momento’ es una abstracción puramente matemática, es decir, un tiempo cero? Pero todo existe en el tiempo y la existencia misma es un proceso ininterrumpido de transformación; el tiempo es, en consecuencia, un elemento fundamental de la existencia. De este modo, el axioma ‘A es igual a A’ significa que una cosa es igual a sí misma si no cambia, es decir, si no existe.
A primera vista, podría parecer que estas ‘sutilezas’ son inútiles. En realidad, tienen decisiva importancia. El axioma ‘A es igual a A’ es a un mismo tiempo punto de partida de todos nuestros conocimientos y punto de partida de todos los errores de nuestro conocimiento. Sólo dentro de ciertos límites se lo puede utilizar con uniformidad. Si los cambios cuantitativos que se producen en A carecen de importancia para la cuestión que tenemos entre manos, entonces podemos presumir que ‘A es igual a A’. Este es, por ejemplo, el modo con que vendedor y comprador consideran una libra de azúcar. De la misma manera consideramos la temperatura del Sol. Hasta hace poco considerábamos de la misma manera el valor adquisitivo del dólar. Pero cuando los cambios cuantitativos sobrepasan ciertos límites se convierten en cambios cualitativos. Una libra de azúcar sometida a la acción del agua o del queroseno deja de ser una libra de azúcar. Un dólar en manos de un presidente deja de ser un dólar. Determinar en el momento preciso el punto crítico en el que la cantidad se trasforma en calidad, es una de las tareas más difíciles o importantes en todas las esferas del conocimiento, incluida la sociología (…)
Con respecto al pensamiento vulgar, el pensamiento dialéctico está en la misma relación que una película cinematográfica con una fotografía inmóvil. La película no invalida la fotografía inmóvil, sino que combina una serie de ellas de acuerdo a las leyes del movimiento. La dialéctica no niega el silogismo, sino que nos enseña a combinar los silogismos en forma tal que nos lleve a una comprensión más certera de la realidad eternamente cambiante. Hegel, en su Lógica, estableció una serie de leyes: cambio de cantidad en calidad, desarrollo a través de las contradicciones, conflictos entre el contenido y la forma, interrupción de la continuidad, cambio de posibilidad en inevitabilidad, etc., que son tan importantes para el pensamiento teórico como el silogismo simple para las tareas más elementales”.[14]
Lo mismo sucede con la ley del medio excluido, que plantea que es necesario afirmar o negar, que una cosa tiene que ser blanca o negra, que tiene que estar viva o muerta, que tiene que ser A o B. No puede ser dos cosas al mismo tiempo. En la vida cotidiana podemos darla por buena. De hecho, sin esta afirmación, el pensamiento claro y consistente sería imposible. Sin embargo, lo que parecen errores insignificantes en la teoría, más pronto o más tarde se manifestarán en la práctica, a menudo con resultados desastrosos. De la misma manera, una grieta del tamaño de un pelo en el ala de un avión puede parecer insignificante y, de hecho, a pequeñas velocidades puede pasar inadvertida. Pero a gran des velocidades, ese pequeño defecto puede provocar una catástrofe. En el Anti -Dühring, Engels explica las deficiencias de la llamada ley del medio excluido:
“Para el metafísico, las cosas y sus imágenes mentales, los conceptos, son objetos de investigación dados de una vez para siempre, aislados, uno tras otro y sin necesidad de contemplar el otro, firmes, fijos y rígidos. El metafísico piensa según rudas contraposiciones sin mediación: su lenguaje es ‘sí, sí’ y ‘no, no’, que todo lo que pasa de eso del mal espíritu procede. Para él, toda cosa existe o no existe: una cosa no puede ser al mismo tiempo ella misma y algo diverso. Lo positivo y lo negativo se excluyen lo uno a lo otro de un modo absoluto; la causa y el efecto se encuentran del mismo modo en rígida contraposición. Este modo de pensar nos resulta a primera vista muy plausible porque es el del llamado sano sentido común. Pero el sano sentido común, por apreciable compañero que sea en el doméstico dominio de sus cuatro paredes, experimenta asombrosas aventuras en cuanto se arriesga por el ancho mundo de la investigación, y el modo metafísico de pensar, aunque también está justificado y es hasta necesario en esos anchos territorios, de diversa extensión según la naturaleza de la cosa, tropieza sin embargo siempre, antes o después, con una barrera más allá de la cual se hace unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en irresolubles contradicciones, porque atendiendo a las cosas pierde su conexión, atendiendo a su ser pierde su de venir y su perecer, atendiendo a su reposo se olvida de su movimiento: porque los árboles no le dejan ver el bosque. Para casos cotidianos sabemos, por ejemplo, y podemos decir con seguridad si un animal existe o no existe; pero si llevamos a cabo una investigación más detallada, nos damos cuenta de que un asunto así es a veces sumamente complicado, como saben muy bien, por ejemplo, los juristas que en vano se han devanado los sesos por descubrir un límite racional a partir del cual la muerte dada al niño en el seno materno sea homicidio; no menos imposible es precisar el momento de la muerte, pues la fisiología enseña que la muerte no es un acaecimiento instantáneo y dado de una vez, sino un proceso de mucha duración.
Del mismo modo es todo ser orgánico en cada momento el mismo y no lo es; en cada momento está elaborando sustancia tomada de fuera y eliminando otra; en todo momento mueren células de su cuerpo y se forman otras nuevas; tras un tiempo más o menos largo, la materia de ese cuerpo se ha quedado completamente renovada, sustituida por otros átomos de materia, de modo que todo ser organizado es al mismo tiempo él mismo y otro diverso”.[15]
La relación entre la dialéctica y la lógica formal se puede comparar con la relación entre las mecánicas cuántica y clásica. No se contradicen, sino que se complementan. Las leyes de la mecánica clásica siguen siendo válidas para una gran cantidad de operaciones, pero no sirven para el mundo subatómico, con cantidades infinitesimalmente pequeñas y velocidades tremendas. De manera parecida, Einstein no sustituyó a Newton, simplemente puso al descubierto los límites más allá de los cuales no se podía aplicar el sistema newtoniano.
Igualmente, la lógica formal (que ha alcanzado el grado de prejuicio popular en forma de “sentido común”) sigue siendo válida para toda una serie de experiencias diarias. Sin embargo, las leyes de la lógica formal, que parten de una visión esencialmente estática de las cosas, inevitablemente dejan de ser válidas cuando se trata de fenómenos cambiantes, más complejos. Utilizando el lenguaje de la teoría del caos, las ecuaciones “lineales” de la lógica formal no pueden aplicarse a los procesos turbulentos que se pueden observar en la naturaleza, la so ciedad y la historia. Sólo se les puede aplicar el método dialéctico.
La lógica y el mundo subatómico
Otros filósofos que están muy lejos del punto de vista dialéctico han compren dido las deficiencias de la lógica formal. La ciencia necesita un marco filosófico que le permita valorar sus resultados y que guíe sus pasos a través de la masa confusa de hechos y estadísticas, como el hilo de Ariadna en el Laberinto. Los simples llamamientos al “sentido común” o a los “hechos” no son suficientes.
El pensamiento silogístico, el método deductivo abstracto, pertenece a la tradición francesa, especialmente desde Descartes. La tradición inglesa es totalmente diferente, fuertemente influida por el empirismo y el razona miento inductivo. Desde Gran Bretaña, esta escuela de pensamiento fue exportada a Estados Unidos, donde echó raíces profundas. Así, el método de pensamiento deductivo formal no era característico de la tradición intelectual anglosajona. “Por el contrario”, escribió Trotsky, “es posible decir que este [escuela de] pensamiento se distingue por un desprecio empírico soberano por el silogismo puro, lo que no impidió a los ingleses hacer conquistas colosales en muchas esferas de la investigación científica. Bien pensado, es imposible no llegar a la conclusión de que el desprecio empírico por el silogismo es una forma primitiva de pensamiento dialéctico”.
Históricamente, el empirismo ha jugado un papel positivo (la lucha contra la religión y el dogmatismo medieval) y otro negativo (una interpretación demasiado estrecha del materialismo, resistencia a generalizaciones teóricas amplias). La famosa afirmación de Locke de que no hay nada en el intelecto que no se derive de los sentidos contiene el germen de una idea profundamente correcta pero presentada de forma unilateral, que puede tener, y tuvo, las consecuencias más dañinas sobre el desarrollo futuro de la filosofía. Justo antes de su asesinato, Trotsky escribió sobre ello:
“No sabemos nada del mundo excepto lo que se nos da a través de la experiencia. Esto es correcto si no se entiende la experiencia en el sentido de testimonio directo de nuestros cinco sentidos individuales. Si reducimos la cuestión a la experiencia en el estrecho sentido empírico, entonces nos es imposible llegar a ningún juicio sobre el origen de las especies o, menos aún, sobre la formación de la corteza terrestre. Decir que la base de todo es la experiencia significa decir mucho o no decir absolutamente nada. La experiencia es la interrelación activa entre el sujeto y el objeto. Analizarla fuera de esta categoría, es decir, fuera del medio material objetivo del investigador, que se le contrapone y que desde otro punto de vista es parte de este medio, significa disolver la experiencia en una unidad informe donde no hay ni objeto ni sujeto, sino sólo la mística fórmula de la experiencia. Un ‘experimento’ o ‘experiencia’ de este tipo es propio sólo de un bebé en el útero de su madre, pero desgraciadamente ese bebé no tiene la oportunidad de compartir las conclusiones científicas de su experimento”.[16]
El principio de incertidumbre de la mecánica cuántica no se puede aplicar a los objetos ordinarios, sólo a los átomos y partículas subatómicas. Las partículas subatómicas se rigen por leyes diferentes a las del mundo “ordinario”. Se mueven a velocidades increíbles, 1.500 metros por segundo, por ejemplo. Se pueden desplazar en diferentes direcciones al mismo tiempo. En estas condiciones, las formas de pensamiento que se aplican a la experiencia diaria dejan de ser válidas. La lógica formal es inútil. Sus categorías (blanco o negro, sí o no, lo tomas o lo dejas) no tienen ningún punto de contacto con esta realidad fluida, inestable y contradictoria. Todo lo que podemos decir es que éste y ése movimiento son probables, con un número infinito de posibilidades. Lejos de seguir las premisas de la lógica formal, la mecánica cuántica viola la ley de la identidad afirmando la “no individualidad” de las partículas. La ley de la identidad no se puede aplicar a este nivel porque no se puede fijar la “identidad” de las partículas individuales. De ahí la larga controversia entre “onda” y “partícula”. ¡No podía ser ambas cosas! Aquí A resulta ser no A y, de hecho, A puede ser B. De ahí la im posibilidad de fijar la posición y velocidad de un electrón a la manera absoluta y concreta de la lógica formal. Este es un problema serio para la lógica formal y el “sentido común”, pero no para la dialéctica o la mecánica cuántica. Un electrón tiene las cualidades de una onda y de una partícula, y esto se ha demostrado ex perimentalmente.
En 1932, Heisenberg sugirió que los protones se man tenían unidos por lo que él llamó la fuerza de intercambio. Esto implicaba que protones y neutrones estaban cambiando constantemente de identidad. Cualquier partícula dada está en un estado constante de flujo, cambiando de protón a neutrón, y viceversa. Sólo de esta manera se mantiene unido el núcleo. Antes de que un protón pueda ser repelido por otro protón, se convierte en un neutrón, y a la inversa. Este proceso en el que las partículas se convierten en su contrario tiene lugar de manera ininterrumpida, de tal manera que es imposible decir en un momento determinado si una partícula es un protón o un neutrón. De hecho es ambos: es y no es.
El intercambio de identidades entre electrones no significa un mero cambio de posición. Es un proceso mucho más complejo en el que el electrón a interpenetra con el electrón b para crear una mezcla de, digamos, 60% de a y 40% de b, y viceversa. Más tarde pueden haber cambiado completamente de identidad, con todos los a allí y todos los b aquí. Entonces empezará el flujo a la inversa, en una oscilación permanente que implica un intercambio rítmico de las identidades de los electrones, que continúa indefinidamente. La vieja y rígida ley de la identidad se desvanece en este tipo de identidad en la diferencia pulsante, que subyace en toda la existencia y que recibe expresión científica en el principio de exclusión de Pauli.
Así, dos milenios y medio más tarde, el principio de Heráclito de que “todo fluye” resulta ser cierto… literalmente. Aquí tenemos no sólo un estado de cambio y movimiento incesantes, sino también un proceso de interconexión universal y la unidad y lucha de contrarios. No sólo los electrones se condicionan los unos a los otros, sino que en realidad se convierten los unos en los otros. ¡Qué lejos del universo idealista estático e inmutable de Platón! ¿Cómo se fija la posición de un electrón? Observándolo. ¿Y cómo se determina su momento? Observándolo otra vez. Pero en ese lapso de tiempo, incluso en uno infinitesimalmente pequeño, el electrón ha cambiado y ya no es lo que era. Es otra cosa. Es a la vez una partícula (un punto, una “cosa”) y una onda (un “proceso”, movimiento). Es y no es. El viejo método de blanco o negro de la lógica formal utilizado por la mecánica clásica no puede dar resultados aquí debido al propio carácter del fenómeno.
En 1963, físicos japoneses plantearon que la partícula extremadamente pequeña llamada neutrino cambiaba de identidad a medida que viajaba por el espacio a velocidades altísimas. En un momento era un electrón-neutrino, en otro un muón-neutrino, en otro un tauón-neutrino, y sucesivamente. Si esto es cierto, la ley de la identidad, que ya ha recibido fuertes golpes, habría recibido su golpe de gracia. Una concepción rígida de este tipo está claramente fuera de lugar cuando se enfrenta a cualquiera de los fenómenos complejos y contradictorios de la naturaleza descritos por la ciencia moderna.
Lógica moderna
En el siglo XIX se acometieron una serie de intentos de poner al día la lógica (George Boyle, Ernst Schröder, Gottlob Frege, Bertrand Russell y Alfred North Whitehead). Pero aparte de la introducción de símbolos y de una cierta puesta en orden, no hubo un cambio real. Se han hecho afirmaciones grandilocuentes, por ejemplo por parte de los filósofos lingüísticos, pero sin mucho fundamento. La semántica (que estudia la validez de un argumento) se separó de la sintaxis (que estudia la deducibilidad y las conclusiones a partir de los axiomas y premisas). Aunque supuestamente era algo nuevo, en realidad es simplemente un pastiche de la vieja división, bien conocida por los antiguos griegos, entre lógica y retórica. La lógica moderna se basa en las relaciones lógicas entre conjuntos de enunciados. El centro de atención se ha desplazado desde el silogismo hacia los argumentos hipotéticos y disyuntivos. Esto difícilmente se puede considerar un paso adelante que corte el aliento. Se puede empezar por frases (juicios) en lugar de silogismos. Hegel lo hizo en su Lógica. Más que una gran revolución en el pensamiento, es como volver a barajar los naipes.
Utilizando una analogía inexacta con la física, el llamado “método atómico”, desarrollado por Russell y Wittgenstein (que más tarde lo repudió), intentaba dividir el lenguaje en “átomos”. Se supone que el átomo básico del lenguaje es la frase simple, a partir de la cual se construyen las frases compuestas. Wittgenstein soñaba con desarrollar un “lenguaje formal” para toda ciencia (física, biología, incluso psicología). Las frases se someten a un “test de la verdad” basado en las viejas leyes de la identidad, la contradicción y el medio excluido. En realidad, el método básico sigue siendo exactamente el mismo. El “valor verdadero” es una cuestión de esto o aquello, sí o no, verdadero o falso. A la nueva lógica se la denomina cálculo proposicional. Pero el hecho es que el sistema ni siquiera puede tratar con argumentos que previamente podían ser estudiados por el silogismo más básico (categórico).
Realmente ni siquiera se entiende la frase simple, a pesar de que se supone que es el equivalente lingüístico de los “ladrillos componentes de la materia”. Incluso el juicio más simple, como plantea Hegel, con tiene una contradicción. “César es un hombre”, “Fido es un perro”, “el árbol es verde”, todos plantean que lo particular es lo universal. Frases de este tipo pueden parecer simples, pero en realidad no lo son. Esto es un libro cerrado para la lógica formal, que sigue decidida a prohibir todas las contradicciones no sólo en la naturaleza y la sociedad, sino también en el lenguaje. El cálculo proposicional parte exactamente de los mismos postulados básicos que ya elaboró Aristóteles en el siglo IV a.C., es decir, la ley de la identidad, la ley de la (no) contradicción y la ley del medio excluido, a los que se añade la ley de la doble negación. Estas leyes, en lugar de estar escritas con letras normales, se expresan con símbolos:
a) p = p
b) p = ~p
c) pV = ~p
d) ~(p ~p)
Todo esto es muy bonito pero no es en absoluto diferente al contenido del silogismo. Es más, la propia lógica simbólica no es una idea nueva. Alrededor de 1680, la fértil mente del filósofo alemán Leibniz creó una lógica simbólica, aun que nunca la publicó.
La introducción de símbolos no nos hace avanzar ni un paso, por la simple razón de que, antes o después, se tienen que transformar en palabras y conceptos. Tienen la ventaja de ser una especie de atajo, más conveniente para cierto tipo de operaciones técnicas, ordenadores y demás, pero el con tenido sigue siendo el mismo de antes. Todas estas florituras matemáticas aturdidoras se acompañan de una jerga auténticamente bizantina que parece haber sido diseñada deliberadamente para que la lógica sea inaccesible a los mortales de a pie, de la misma manera que la casta sacerdotal en Egipto y Babilonia utilizaba palabras secretas y símbolos ocultos para acaparar todo el conocimiento. La diferencia es que ellos conocían cosas que valía la pena conocer, como los movimientos de los cuerpos celestes, algo que no se puede decir de los lógicos modernos.
Términos como predicados monádicos, cuantificadores, variables individuales, etc. están diseñados para dar la impresión de que la lógica formal es una ciencia a la que hay que tener en cuenta, en la medida en que es bastante ininteligible para la mayoría de la gente. Lástima que el valor científico de un conjunto de creencias no sea directamente proporcional a la oscuridad de su len guaje. Si así fuera, cualquier místico religioso sería tan gran científico como Newton, Darwin y Einstein juntos.
En la comedia de Molière EI burgués gentilhombre, Monsieur Jourdain se sor prende cuando le dicen que ha estado hablando en prosa toda la vida sin darse cuenta. La lógica moderna simplemente repite las viejas categorías, pero introduciendo unos cuantos símbolos y términos que suenan bien y sirven para ocultar que no dice en absoluto nada nuevo. Aristóteles ya utilizó predicados monádicos (expresiones que atribuyen una propiedad a un individuo) hace mucho tiempo. Sin duda Monsieur Jourdain quedaría encantado de descubrir que había estado utilizando predicados monádicos todo el tiempo sin saberlo, pero no hubiera significado la menor diferencia respecto a lo que estaba haciendo. La utilización de etiquetas nuevas no cambia el contenido de los viejos botes de mermelada. Ni la utilización de una jerga aviva la validez de formas de pensamiento anticuadas.
La triste realidad es que en el siglo XX la lógica formal ha llegado a su límite. Cada avance de la ciencia le asesta un nuevo golpe. A pesar de todos los cambios formales, las leyes básicas siguen siendo las mismas. Una cosa está clara. El desarrollo de la lógica formal en los últimos cien años, primero con el cálculo proposicional, después con el cálculo predicativo inferior, ha llevado el tema a tal punto de refinamiento que ya no es posible seguir avanzando. Hemos llegado al sistema más completo de lógica formal, de tal manera que cualquier nuevo añadido no aportará nada nuevo. La lógica formal ya ha dicho todo lo que tenía que decir. A decir verdad, ya hace bastante tiempo que llegó a este punto.
Recientemente el terreno se ha trasladado de la argumentación a las conclusiones deducidas. ¿Cómo se “deducen los teoremas de la lógica”? Este es un terreno poco firme. La base de la lógica formal siempre se había dado por supuesta en el pasado. Una investigación a fondo de las bases teóricas de la lógica formal inevitablemente llevaría a transformarla en su contrario. Arend Heyting, el fundador de la escuela intuicionista en matemáticas, niega la validez de algunas de las pruebas utilizadas en la matemática clásica. Sin embargo, la mayoría de los lógicos se afearan desesperadamente a las viejas leyes de la lógica formal, como si de un clavo ardiendo se tratase: “No creemos que exista una lógica no aristotélica en el sentido en que existe una geometría no euclidiana”, resaltan Cohen y Negar, “es decir, un sistema de lógica en el que los opuestos de los principios aristotélicos de la contradicción y el medio excluido se asuman como ciertos, y se deduzcan de ellos inferencias válidas”.17
Hoy en día existen dos ramas principales de la lógica formal: el cálculo proposicional y el cálculo predicativo. Ambas parten de axiomas que se aceptan como válidos “en todos los mundos posibles”, en cualquier circunstancia. La prueba fundamental sigue siendo si están libres de contradicción. Se condena cualquier cosa contradictoria como “no válida”. Esto tiene ciertas aplicaciones, por ejemplo, en ordenadores que están engranados a un mecanismo de sí o no. Sin embargo, en realidad todos estos axiomas son tautologías. Estas formas vacías pueden llenarse con prácticamente cualquier contenido. Se aplican de manera mecánica y externa a cualquier sujeto. Cuando se trata de procesos lineales, funcionan razonablemente bien. Pero cuando se trata de fenómenos más complejos, contradictorios y no lineales, las leyes de la lógica formal se rompen. Inmediatamente se hace evidente que lejos de ser verdades universales, válidas “en todos los mundos posibles”, son, como Engels explicó, de aplicación bastante limitada, y rápidamente se encuentran fuera de su elemento en toda una serie de circunstancias. Es más, precisamente estas circunstancias son las que han ocupado la atención de la ciencia, especialmente de sus sectores más innovadores, durante la mayor parte del siglo XX.
[1] Citado en Luce, A.: Logic, Londres, 1966, p.8.
[2] Lenin: Collected works, Moscú, 1961, v. 38,p. 171.
[3] Donaldson, M.: Making sense, pp. 98-99.
[4] Donalson, M.: Children’s minds, Londres, 1978, p. 76.
[5] Trotsky: Escritos 1939-1940, Editorial Pluma, Bs. Aires- Bogotá, 1976, v. 2, p. 536.
[6] Luce, A.: op. cit., p. 83.
[7] Kant: Critique of Pure Reason, Londres, 1959, p. 99, nota al pie.
[8] Engels, Dialéctica de la naturaleza, Akal, Madrid, 1978, p.47.
[9] Feynman, Lectures on Physics, Londres, 1969, cap. 1, p. 2.
[10] Kant: Prolegomena za emer jeden künftigen Metaphysik, citado en Iyenkov, I.: Dialectical Logic, Moscú, 1977, p.90.
[11] Engels: Anti-Dühring, Grijalbo, Barcelona-México- Bs. Aires, 1978, p.36.
[12] Trotsky: Escritos 1939-1940, op. cit., v. 2, pp. 535-536.
[13] Trotsky: En defensa del marxismo, El Yunque, Bs. Aires., 1975, p. 55. El subrayado es nuestro
[14] Ibíd, pp.25-28.
[15] Engels: Anti-Dühring, op. cit., p. 22.
[16] Trotsky: Escritos 1939-1940, op. cit., v.2, pp. 536-537 y 539