La vida es bella, de Roberto Begnini. Comentario de Alberto Poggi1
“Si yo hubiera tenido conocimiento de los horrores de los
campos de concentración alemanes no hubiera podido rodar
“El gran dictador”(1939). No habría tomado a burla la
demencia homicida de los nazis”.
Charles Chaplin
La película de Roberto Benigni, La vida es bella, ha provocado en todos los lugares donde se estrenó una gran polémica y también un enorme suceso de público. Hollywood, perspicaz como siempre, entendió el fenómeno, lo envolvió para regalo, lo transformó en una poderosa operación de marketing y terminó por galardonarlo con el Oscar a la mejor película extranjera. ¿Vale la pena agregar algo más a todo lo que se ha dicho y escrito sobre un film trivial, que responde al dedillo a los modelos universales de un cine comercial, pasatista y llevadero? Creo que sí.
Para algunos, Benigni ha realizado una fábula política y entonces han tratado de introducir en el debate el tema de las relaciones entre el arte y la política. Este costado de la controversia ha sido claramente desarrollado con acierto, a mi juicio, por Beatriz Sarlo (Clarín, 4 de marzo): “Nada cambiaría en la estructura narrativa del film si cambiáramos su escenario: de campo de concentración a pueblo destruido por un terremoto o a familia guarecida debajo de una autopista porteña … Las relaciones entre arte y política no pueden pensarse a partir de este film”.
¿Es posible pensar qué hubiera pasado si la película seguía en la misma tónica de su primera mitad y la familia no era llevada al campo de concentración? Sí, es posible. Sólo hay que tratar de encontrar en algún video la película que filmó Benigni en 1994, El monstruo. Es una convencional comedia de enredos en la que Benigni actúa tambien y despliega todo su arsenal de morisquetas e ingenuidades. Es tan intranscendente que la distribuidora no se atrevió a estrenarla y en video ni siquiera invirtió algo para su lanzamiento. Sus gags son viejos, repetitivos, en general han sido trabajados hasta el hartazgo por la T.V.
Sin duda entonces, el hecho de que la comedia desarrolla su segunda mitad en un campo de concentración, la ha convertido en centro de atención y ha potenciado la polémica. ¿Es posible hacer humor en un campo de concentración? Se podría contestar que sí. Pero siempre a condición de no minimizar ni trivializar el horror.
Para decirlo con palabras de un sobreviviente de los campos, el también italiano Primo Levi, cuando comienza el proceso del nazismo que en forma planificada y burocrática llevaría a la muerte a millones de seres humanos, “el mundo se agitaba en sus cimientos y se hallaba en un ambiente completamente impregnado por el crimen”. El genocidio nazi no fue un episodio perdido en el medio de una guerra cruel que provocó destrucción y muerte nunca vistas, fue parte central del plan llevado a la práctica por los jerarcas nazis y tomado en sus manos en forma entusiasta por cientos de miles de alemanes y no alemanes que mataron, torturaron, robaron, hicieron desaparecer a sus víctimas transformándolas industrialmente en jabón. Este plan no fue obra de un conjunto de locos, como repite el personaje de Benigni una y otra vez: “Son todos locos, son todos locos”. El único alemán que puede ser tomado en serio como personaje, el coronel médico protagonizado por Horst Buchholz termina de confirmar éste planteo al volverse claramente loco, transformando su obsesión en locura. No hace falta abundar en argumentaciones sobre lo peligroso que resulta tildar de locos a los responsables de crímenes tremendos. Conocemos a algunos que consideran a Videla o a Massera como a unos locos que se les fue la mano. Y así todos nos quedamos tranquilos y no nos preocupamos por analizar el fenómeno en su conjunto, cuales son las motivaciones concretas, las complicidades y las responsabilidades compartidas.
La vida es bella me retrotrajo a la década del ’80 cuando asistimos al estreno de la película de Puenzo La historia oficial. Mientras el film arrasaba en la taquilla y también se llevaba el Oscar, escribí una nota en la que decía: “Que una señora de la alta burguesía se dé cuenta de lo que pasa, que vaya tomando conciencia de lo que estaba pasando, produce un seguro efecto de identificación y también actúa como un bálsamo tranquilizador de las conciencias y hasta avala determinados ‘olvidos’”. Creo que hoy se puede decir lo mismo de Benigni y su visión engañosa y edulcorada de la vida en los campos. La forma en que muestra a los guardianes alemanes: son imbéciles fácilmente engañables que no castigan ni una sola vez a nadie; el escamoteo que hace durante todo el film de la condición de judíos de la familia; la pared que construye entre la familia y los “otros”, sus compañeros del campo, que no existen, aparecen en una actitud siempre estática, más destacable aún por la hiperkinesia de que hace gala el personaje del padre; no mostrar el fusilamiento del padre, son todos elementos que Benigni introduce no sólo para engañar al niño, hay una intención clara de ocultamiento, de embellecimiento, de buscar un impacto emocional vacuo, de demostrar que con amor se puede sobrevivir a todo, aún a situaciones de una monstruosidad inimaginable como eran las que se daban en los campos de la muerte. Todo para tranquilizar las conciencias, para aliviar a las almas buenas, para que éstas “buenas conciencias” bajen los brazos mientras grupos en Alemania y en todos lados cuestionan la existencia de Auschwitz y llegan a afirmar que todo es propaganda judía, que apenas murieron 150.000 prisioneros de guerra.
Si Benigni es o no consciente de todo esto es difícil de establecer. Es posible que sólo sea un audaz payaso. Los resultados, sin embargo son claros: la gran mayoría de la gente no se emociona con el film, salen tranquilos con una sonrisa beatífica en sus rostros. Es como cuando el muchachito de bigotitos de Hollywood le ganaba a los malos y horribles malvivientes, qué lindo que era, pero nada que ver con la verdad.
Suponiendo entonces que las intenciones sean buenas, con ello no alcanza. No se puede banalizar un tema crucial del siglo que termina. Decía con razón Adorno que luego de Auschwitz no podía haber poesía. Sin duda hablaba de la poesía como sinónimo de belleza. No puede haber belleza en la muerte industrial y menos como pasa en La vida es bella que tampoco como hecho artístico es bello, es cursi, es romanticona, tiene recursos repetidos y una estética simplona y superficial.
Pensemos por un momento si en nuestro país un cómico televisivo intentara hacer una comedia ambientada en la ESMA, con un personaje que haga de un Massera medio loco e imbécil y que terminara con Alfonsín entrando en el centro de torturas galopando en un caballo blanco. Es una idea siniestra y brutal, sin duda, pero bastante parecida a los esquicios inventados por Benigni.
El lúcido crítico francés Serge Daney, jefe de redacción durante muchos años de los Cahiers du Cinéma y del diario Liberation, en relación al tema de los campos de concentración, decía que hay “imágenes bellas” e “imágenes justas” y se jugaba por las segundas, poniendo como ejemplo al mediometraje de Alain Resnais Noche y niebla (1955). En la búsqueda del recuerdo de los masacrados no hay nada mejor que volver a ese film lleno de imágenes justas y necesarias, no olvidar, y dejar que Benigni siga jugando con sus estatuillas, riendo sin parar, repitiendo sus monigotadas y contando parvas de dólares.
1 Por problemas de tiempo y espacio no hemos podido publicar la crítica a este artículo preparada por uno de los miembros de Razón y Revolución. Se incluirá en el próximo número junto con las que los lectores (a favor o en contra) nos hagan llegar, así como también posibles respuestas del autor. [NdelE]