Roberto Muñoz
Taler de Estuios Sociales – CEICS
Las miserables condiciones de vida de esta población rural no están marcadas por su situación de excluidos en un espacio donde no estarían plenamente desarrolladas las relaciones capitalistas de producción. Por el contrario, son la manifestación del pleno desenvolvimiento de éstas. La tarea política que se impone es superar la fragmentación en el interior de la misma clase obrera, dar batalla por su conciencia y su unidad en una política de clase independiente
Desde hace ya varios años venimos afirmando, en sucesivos artículos de El Aromo, que no existen ni campesinos ni indígenas en Argentina. Sostenemos, en cambio, que detrás de esas figuras se esconde a una de las fracciones más pauperizadas de la clase obrera y, por lo tanto, a diferencia de lo que pregona toda la izquierda –trotskistas, guevaristas, autonomistas, etc.-, la reforma agraria no es una política que se ajuste a la realidad concreta de nuestro país. Esto, obviamente, nos hizo acreedores de todo tipo de acusaciones, unas más graciosas que otras: que somos los teóricos del “gran capital agrario”, que reivindicamos el darwinismo social o, mi preferida, que somos unos eurocentristas irrespetuosos porque no tendríamos en cuenta la (foucaultiana) capacidad de “agencia” de estos sujetos.
Es cierto, hacemos estas afirmaciones en un contexto nacional marcado por la activación política de múltiples agrupamientos que se reivindican campesinos y/o indígenas. Es más, el Mocase, entidad insignia de todo este movimiento, indicaba hace unos años que en Argentina vivían por lo menos 1,5 millones de personas subsumidas bajo esas identidades. Ante esto, teníamos dos alternativas: tomar por verdaderos estos números delirantes difundidos por una organización dirigida por un ex-cura tercermundista, con relaciones con ONGs eclesiales y que a poco de andar sería cooptada por el kirchnerismo–como hizo el PTS, a pesar de lo sencillo que resulta googlear los censos-; o bien investigar el fenómeno. Convencidos de que no se puede intervenir sobre una realidad que no se conoce, sólo podíamos seguir el segundo camino.
¿Nuevas identidades?
Desde la década de 1970 y, más notoriamente, durante los años noventa se consolidaron una serie de transformaciones en el agro argentino, con marcadas consecuencias sobre la estructura agraria. En esos años se observa una aceleración del proceso de concentración y centralización de capital, que provocó un aumento de la escala mínima de producción y llevó a la desaparición de miles de explotaciones agropecuarias. A su vez, varias de las provincias extra-pampeanas experimentaron la mecanización de sus cultivos tradicionales –el algodón y el azúcar son los casos paradigmáticos- y, también, un proceso de reconversión productiva a raíz de la reubicación de la producción ganadera y del avance de los cultivos pampeanos, teniendo como punta de lanza a la soja y el paquete tecnológico asociado a ella.[1] Estos cambios provocaron una destrucción masiva de puestos de trabajo, por un lado, y un corrimiento de la frontera agrícola sobre tierras hasta entonces consideradas marginales para el desenvolvimiento de la acumulación de capital, por otro. No obstante, al tratarse de provincias que todavía cuentan con un porcentaje relativamente elevado de población rural, este desplazamiento ha provocado una exacerbación de la conflictividad en estos espacios, protagonizada por aquéllos que se resisten a ser expulsados y que se organizan nuclean fundamentalmente en organizaciones que se proclaman campesinas o indígenas.
Con este marco, los estudios rurales fueron rápidamente copados por neocampesinistas e indigenistas. Pendulando entre el populismo y el posmodernismo, parten del supuesto de que históricamente se habría ocultado la presencia indígena y campesina en Argentina y por eso reivindican la necesidad de un “giro epistemológico”, que sea capaz de reconocer a estos sujetos en sus discursos y prácticas. De esta manera, fascinados con las prácticas culturales e idealizando emprendimientos productivos despreciables en términos de garantizar su reproducción, van a dejar de lado las relaciones sociales de producción en las que se insertan estos compañeros. Abandonando el análisis de clase, todo se reduce a la reconstrucción del mundo de experiencias en los propios términos en que lo hacen los sujetos bajo estudio, sin tener en cuenta la posición objetiva que ocupan dentro de la estructura social.[2] Ante la barbarie capitalista, la salida consistiría en darle centralidad a los imaginados modos de producción comunales, alternativos, que practicarían estos pobladores rurales. De esta manera, los ejes centrales de su construcción programática son la “Soberanía Alimentaria” y la “Reforma Agraria Integral”. El primero consistiría en el derecho de cada “pueblo” a definir su modo de producción de alimentos, dando prioridad a los mercados locales y fortaleciendo a la “agricultura familiar”. Para ello, sería indispensable el segundo punto, la reforma agraria. Con ese horizonte, sus reivindicaciones inmediatas se concentran sobre los siguientes puntos: titularización de las tierras que ocupan, apoyo técnico y económico para la producción y comercialización, ley para la suspensión de los desalojos y ley de propiedad de la tierra para poner freno a la concentración y extranjerización de la tierra en la Argentina.Sobre este terreno, el autonomismo en todas sus variantes pudo campear a sus anchas, al menos por un tiempo breve, antes que la mayoría de estos experimentos termine encolumnada detrás del kirchnerismo.[3]
¿Alianza obrero-campesina/indígena?
Por su parte, el trotskismo, respetuoso de su larga tradición de no desarrollar un análisis concreto de la realidad en la que se mueve[4], hizo propio los lineamientos que sostienen las organizaciones campesinistas/indigenistas, apuntalados por la academia burguesa, y se limitó a una política seguidista. Tanto para el PO como para el PTS, el avance sojero y la extranjerización de la tierra habrían expulsado a “campesinos e indígenas” del campo, privándoles de su posibilidad de sustento. Por lo tanto, también aquí la política que se impone es una reforma agraria que les devuelva las tierras que les habrían sido arrebatadas o, en palabras de Altamira, “repoblar el campo”. Esta caracterización les permite conservar las deficiencias que vienen arrastrando desde sus orígenes para seguir sosteniendo en abstracto la fórmula de la revolución permanente y el programa de transición: Argentina sería una semi-colonia y, por consiguiente, las relaciones capitalistas no estarían plenamente desarrolladas, sobre todo en el agro, con lo cual todavía habría tareas democrático-nacionales pendientes de resolución.[5] Así, en el aire, una política frentista parece obvia: desarrollar la alianza obrero-campesina/indígena. De esta manera, más allá de las diferencias sobre la forma de conformación de esa alianza, trotskistas, estalinistas y maoístas se subsumen bajo una misma política agraria, en donde el socialismo no está en el horizonte inmediato.[6] Por el contrario, la propuesta es comprarse un problema: transformar una masa obrera en pequeños burgueses.[7] Repartir las tierras, otorgarles créditos y garantizarles el precio que necesiten. Cómo esta política que los aleja de la clase obrera habilitaría “un frente político y de lucha con los trabajadores de la ciudad y el campo de todo el país”, es una contradicción que los compañeros no ven la necesidad de aclarar. Por eso el PO no puede pasar del análisis fenomenológico: si todavía hay una población relativamente elevada viviendo en zonas rurales y encima está hundida en la pobreza, no cabe duda, deben ser campesinos. Por eso, mientras su principal referente en Santiago del Estero esperaba resultados de Conicet para poder estudiar la recepción del conflicto palestino-israelí entre las organizaciones de izquierda de los 70, tampoco ha encarado una disputa con la dirección burguesa del Mocase, antes bien, la invitó a conformar listas electorales comunes para competir en la provincia.[8] No es un hecho aislado, en Misiones el PO defiende abiertamente a la burguesía yerbatera más chica, que superexplota a los trabajadores tareferos, proponiendo “comités de obreros y campesinos” para defender el precio mínimo de la hoja verde ante las presiones de los “monopolios industriales”.[9]
El PTS, a su vez, dio un paso más y decidió divagar en detalle sobre la cuestión indígena. Con su método habitual, extrapoló lo que dijo Trotsky sobre las naciones oprimidas bajo el imperio zarista a la realidad actual de América Latina y, en particular, de Argentina. Al igual que la Rusia anterior a 1917, los países latinoamericanos se habrían constituido no como Estados Nacionales, sino como estados de nacionalidades, profundizando la opresión sobre las diversas “naciones indígenas” que habitan en esta región. Dicho de otra manera, para el PTS, cada uno de los componentes de ese conjunto difuso denominado “pueblos originarios”, constituiría una nación oprimida. Tendríamos entonces a la nación Qom, la nación Wichi, la Kolla, la Mapuche, etc. Siendo así, la supuesta relevancia de la “cuestión nacional” les resulta obvia, y se expresaría en la opresión de estas comunidades. El avance del capitalismo, argumentan, “no suprimió sino que amplió el alcance de la cuestión indígena”. Para el caso de Argentina, la alta concentración de población indígena que habría en ciertas provincias del norte y de la Patagonia confirmaría la vigencia de una cuestión nacional irresuelta, aunque acotada a ciertas provincias periféricas. Es decir, en nuestro país habría algo así como una cuestión nacional adentro de otra cuestión nacional: por un lado, la opresión de las potencias imperialistas sobre Argentina y, por otro, la opresión de ésta última sobre las “naciones indígenas”.Con esto, concluyen que la consigna que mejor interpretaría las aspiraciones de estas “naciones” sería el derecho a la autodeterminación, que no necesariamente tiene que implicar una política separatista, pero aunque sea les otorgue ciertos grados de autogobierno, gestión territorial, cultural, social y económica.[10]
Población sobrante para el capital
Lejos de todas estas especulaciones que reseñamos, siempre hemos defendido que la acción política revolucionaria solo puede sustentarse en la investigación científica, que muestre y explique las necesidades reales de la lucha. Por eso a lo largo de estos años hemos emprendido, como parte de nuestro programa general, el estudio de esa fracción social que se dice campesina y/o indígena. Así fue que hemos demostrado que la realidad resulta muy distante de los postulados con los que la izquierda pretende intervenir. Incluso allí en donde se concentraría el núcleo del campesinado argentino, Santiago del Estero, encontramos que las organizaciones campesinistas se componen de obreros desocupados u ocupados de manera estacional en diferentes actividades agrarias o bien de manera precaria dentro del aparato estatal. La tarea era relativamente sencilla para los casos en que ni siquiera poseen tierras, pero aún en los casos que conservan sus parcelas, las mismas se constituyen en el espacio físico de su reproducción en tanto fuerza de trabajo y no como soporte de una economía autosuficiente. En efecto, en el corazón de la provincia donde tiene su base el Mocase, alrededor de dos mil familias completaron en 2009 un formulario para poder acceder a un subsidio estatal que iba dirigido específicamente a “explotaciones campesinas”. ¿Qué dicen esos formularios? Que en el 64% de los casos, los ingresos de las familias bajo la forma de salarios, jubilaciones y subsidios de asistencia a la pobreza representaban más del 50% de los ingresos totales, aun computando en forma monetaria los ingresos provenientes de la producción de autoconsumo, mientras que para el 40% de las familias, esos ingresos obreros representan entre el 71% y el 100% de sus ingresos totales.[11]
Situaciones similares se observan en gran parte de las provincias extra-pampeanas. Como dijimos, las transformaciones recientes en el agro argentino implicaron, entre otras cosas, la expulsión masiva de obreros históricamente insertos como trabajadores rurales transitorios en los distintos sistemas agroindustriales. Este proceso de expulsión, a su vez, no pudo ser contrarrestado por el avance sojero y de la ganadería que se observa en los últimos años en ciertas regiones, por tratarse de actividades que demandan una cantidad insignificante de fuerza de trabajo. De esta forma, en la actualidad logran sobrevivir a duras penas en base a la percepción de planes sociales de asistencia o, en menor medida, con changas o algún empleo estatal precario.[12] En ese sentido, la tendencia general que se manifiesta en las últimas décadas es el pasaje de esta fracción de la clase obrera argentina de su condición de sobrepoblación relativa latente a estancada, en el caso de los que migran a las ciudades, o el hundimiento en el pauperismo consolidado, los que todavía continúan en los espacios rurales. Muchos de ellos, ante la ausencia de alternativas ensayan experiencias en base a identidades sociales mistificadas, organizándose en entidades campesinistas e indigenistas. Sin embargo, esas identidades no surgen espontáneamente, ni son preexistentes o innatas.Cuando se estudia la historia de prácticamente todos estos agrupamientos se constata la intervención de distintos sectores de la burguesía, que propician así la fragmentación de la clase obrera. Principalmente, la iglesia católica, junto a un conjunto de ONGs, viene promoviendo la organización de estos obreros como campesinos e indígenas al menos desde la década del 60.[13] A su tarea se suma el propio Estado, nacional y provinciales, que desde la década del 80 implementa programas de desarrollo para combatir la pobreza rural.[14] Políticas desplegadas principalmente para lentificar las migraciones hacia las ciudades y su impacto en los índices de desempleo urbano,o en otras palabras, contener a una masa de población sobrante para el capital en los espacios rurales, en base a actividades de subsistencia. Esos mismos programas impulsaron la organización de esta población en tanto campesinos e indígenas. Uno de los más relevantes fue el PROINDER, que entregaba subsidios no reembolsables para emprendimientos productivos o mejoras de infraestructura rural. Entre sus requisitos se debía constituir una organización pública o privada sin fines de lucro, dispuesta a acompañar al grupo de beneficiarios en la formulación y ejecución del proyecto. La definición era amplia e incluía a ONGs, municipalidades, agencias del INTA, escuelas agrotécnicas, cooperativas, comisiones parroquiales, organizaciones sociales, etc. En este sentido, la proliferación de este tipo de entidades que se intensifica en los noventa, se explica en parte por el requisito de contar con una organización auspiciante para llevar adelante los “proyectos productivos” que subsidia el estado. Muchas de ellas, incluso, surgen como organizaciones ad hoc para poder postularse a los mismos y su ciclo vital dura lo que dure el financiamiento estatal. En ese sentido, son las propias modalidades de implementación de los programas estatales las que habilitan a estas organizaciones la posibilidad de adjudicarse una base social e instalarse como los representantes políticos de los llamados campesinos e indígenas. Esta imbricación denota el carácter artificial, como construcción eminentemente estatal, de estas categorías. Es más, es interesante notar que las identidades campesinas o indígenas pueden ser intercambiables dentro de una misma organización, según resulte más conveniente. Tal es así, que algunas de estas organizaciones, que inicialmente resaltaron su condición campesina, últimamente viven un proceso de indigenización, si se nos permite el término, dada la preeminencia que fueron adquiriendo las políticas públicas destinadas a la población clasificada de esa manera desde el Estado, especialmente la posibilidad de reivindicar derechos ancestrales bajo la forma de “comunidad indígena” para reclamar tierras. En efecto, en la reforma constitucional de 1994se estableció la “preexistencia étnica y cultural de los pueblos originarios”, a la vez que reconocíala posesión y propiedad comunitaria de las tierras que tradicionalmente ocuparon, así como también la entrega de otras aptas y suficientes para su desarrollo humano”. Esta normativa y la suscripción de Argentina al Convenio 169 de la OIT -que fija derechos especiales para los pueblos indígenas- dispararon los reclamos en ese sentido. Para poder tramitarlos, el Estado exige contar con personería jurídica. Es así que desde entonces emergieron gran cantidad de asociaciones indígenas. ¿Qué define a un indígena? Es criterio oficial para contabilizar a esta población la auto-adscripción.[15] Es decir, las disposiciones estatales fijan que la conciencia individual de la identidad indígena debe ser considerada como criterio fundamental para determinar su adscripción a un “pueblo originario”. Por tal motivo, las cifras estadísticas al respecto son totalmente inconsistentes, con variaciones muy gruesas según la fuente que se utilice. Esta dificultad para lograr delimitar a este sector de población radica en que el concepto indígena carece de toda validez científica, desde el momento que se excluye todo criterio objetivo, reduciéndose a la propia percepción de los individuos. ¿Cuáles son las relaciones sociales que contiene lo “indígena”? Bajo el mismo concepto, quedan englobados “indígenas” explotadores e “indígenas” explotados. Al mismo tiempo referirse a los diferentes grupos étnicos en los que se referencian estos sujetos como “naciones indígenas”, implicaría probar la existencia de una burguesía indígena con intereses propios, que establece un dominio sobre un espacio de acumulación específico. De lo contrario, sin burguesía nacional no hay cuestión nacional, las “naciones” son un producto de las revoluciones burguesas.[16] De todas formas, solo un dato parece recurrente, si tiene algún sentido hablar de cuestión indígena en Argentina, lo primero que salta a la vista es que se trataría de una cuestión eminentemente urbana. Según el Censo de 2010, siete de cada diez de las personas que se definen como indígenas, viven en ciudades.[17]
La lucha por la conciencia obrera
El análisis concreto de las formas de reproducción de esta población muestra que la base social de las organizaciones campesinistas e indigenistas se compone de obreros. Una fracción de la clase obrera, bajo la forma de población sobrante, es decir, de sectores de población que el capital o no puede emplear o lo hace por debajo de productividad media del conjunto de la economía. Las actividades de subsistencia que realizan, más allá de las particularidades que puedan tener, no difieren sustancialmente de las estrategias que otras capas de la clase obrera despliegan en otros ámbitos. Las acusaciones a las que hacíamos referencia al principio, que nos creen unos dogmáticos empecinados en imponer a la fuerza una condición obrera, parten del supuesto ingenuo de que estas identidades surgen espontáneamente. Muy por el contrario, hay una sistemática participación de personal burgués inculcándolas. La izquierda argentina, por su propia debilidad teórica, solo puede encarar una política seguidista, haciendo propio el programa reaccionario del campesinismo y el indigenismo. Su concepción estrecha de la clase obrera, reducida casi exclusivamente a los operarios de fábricas, no les permite ver la plena inserción social de estos sujetos en el sistema capitalista como una de las capas más pauperizadas del proletariado argentino. Así, en vez de disputar su dirección, se la regala a la burguesía. En parte, esto queda reflejado en la cooptación –salvo contadas excepciones- de gran parte de estas organizaciones por parte del gobierno nacional y los gobiernos provinciales[18]. Relación que todavía se mantiene sin mayores fisuras a pesar del avance represivo y la proliferación de muertes por hambre entre esta fracción del proletariado. El kirchnerismo –y con mecanismos similares, también el macrismo- logró transformarlos en parte de su clientela política, de la misma manera que lo supo hacer con el movimiento piquetero.[19]
Es hora de revertir esta política.Las miserables condiciones de vida de esta población rural no están marcadas por su situación de excluidos en un espacio donde no estarían plenamente desarrolladas las relaciones capitalistas de producción. Por el contrario, son la manifestación del pleno desenvolvimiento de éstas. La tarea política que se impone es superar la fragmentación en el interior de la misma clase obrera, dar batalla por su conciencia y su unidad en una política de clase independiente.
Notas
[1]Véase Desalvo, Agustina: “Cosechando miseria”, en El Aromo N° 43, julio-agosto 2008.
[2]Véase Irribarren, Juan Manuel: “Etnografía de la miseria, miseria de la etnografía”, en El Aromo N° 43, julio-agosto 2008; “¡Es la clase obrera, antropólogo! La antropología esencialista y la explotación de los indígenas del Gran Chaco”, en El Aromo N° 45, noviembre-diciembre 2008; Telechea, Roxana: “Abre tus ojos. El Movimiento de Mujeres Agropecuarias en Lucha y la sociología burguesa”, en El Aromo N° 53, marzo-abril 2010.
[3]Véase Muñoz, Roberto: “Utopía Kampesina. El programa de las organizaciones campesinistas y su relación con el gobierno”, en El Aromo Nº 74, septiembre-octubre 2013.
[4]Véase Lisandrello, Guido: “Trotsky y Stalin, codo a codo en la pampa. El estalinismo y el trotskismo frente a la cuestión agraria argentina en los 70”, en El Aromo N° 99, noviembre-diciembre 2017.
[5]Véase, Cadenazzi, Guillermo: “Breve ensayo sobre la ceguera. El PTS y su ´estudio´ del agro argentino y la renta de la tierra”, en El Aromo N°50, septiembre-octubre 2009; “Hay humo (burgués) en tu mirada. Continuación del debate con el PTS sobre la renta agraria en Argentina”, en El Aromo N° 59, marzo-abril 2011.
[6]Véase Sartelli, Eduardo: “Las consecuencias de la negación del trabajo intelectual. Respuesta a Pablo Rieznik”, en El Aromo N° 46, enero-febrero 2009.
[7]Véase Sartelli, Eduardo: “Estrategia revolucionaria y religión. Una respuesta al PTS”, en El Aromo N° 43, julio-agosto 2008.
[8]Véase Muñoz, Roberto: “Dos partidos en busca de un campesino. Acerca del lanzamiento como partido del MOCASE VC y la posición del Partido Obrero, en El Aromo N° 93, noviembre-diciembre 2016.
[9]Véase Flores, Ezequiel: “¿De qué lado estamos? Acerca de la crisis yerbatera de Misiones”, en El Aromo N° 96, mayo-junio 2017.
[10]Véase Muñoz, Roberto: “Ideas mediavales. Acerca de la política del PTS para los llamados Pueblos Originarios”, en El Aromo N° 81, noviembre-diciembre 2014.
[11]Véase Desalvo, Agustina: “¿Con la tierra alcanza? Un análisis de la intervención del MOCASE entre el 2001 y el 2011”, enEl Aromo N° 67, julio-agosto 2012.
[12]Muñoz, Roberto: “Vamos al corte. Reestructuración agraria y organizaciones campesinas en Chaco”, en El Aromo nº, septiembre-octubre de 2012.
[13]Véase Desalvo, Agustina: “Dime con quién andas y te diré quién eres. Acerca de la construcción de una identidad campesina en Santiago del Estero”, en El Aromo N° 75, noviembre-diciembre de 2013.
[14]Véase Muñoz, Roberto: “Dígame campesino. La construcción estatal de la Agricultura Familiar en Argentina”, en El Aromo N° 82, enero-febrero 2015.
[15]Véase Muñoz, Roberto: “Cómo se mide una entelequia. Acerca de las fuentes estadísticas oficiales para delimitar a la población indígena en Argentina”, en El Aromo N° 87, noviembre-diciembre 2015.
[16]Véase Harari, Fabián: “Por un Bicentenario Rojo. El sentido de la Revolución de Mayo hoy”, en El Aromo N° 54, mayo-junio 2010.
[17]Véase Muñoz, Roberto: “¿Un conurbano indígena?”, en El Aromo N° 90, mayo-junio 2016.
[18]Véase Muñoz, Roberto: “Pueblo, nación y clase. Sobre el “conflicto mapuche” en la Patagonia”, en El Aromo N° 98, septiembre-octubre 2017.
[19]Véase Muñoz, Roberto: “Hermanos macristas. Sobre la creación del Consejo Consultivo de los Pueblos Originarios y los realineamientos de las organizaciones indígenas”, en El Aromo N° 91, julio-agosto 2016.