ALIEN: COVENANT

Simbolismo, distopia y reacción. Alien covenant y la ideología del capital – Jeremías Costes

en El Aromo n° 98/Entradas

Scott plantea un mundo donde el futuro es insuperable. No hay nada que hacer. Por más que expulsemos a los alienígenas, las maquinas que nosotros creamos nos van a gobernar, en nuestra contra, porque aprendieron lo peor de nosotros: a cuestionar, a sentir, a pretender, ¿a desear?

Jeremías Costes


En Mayo de este año se estrenó Alien Covenant, la última entrega de la saga Alien, dirigida nuevamente por Ridley Scott. Se suma a una lista de títulos que prometen un 2017 cargado de ciencia ficción.

Con una gran cantidad de citas directas a Alien, el octavo pasajero (la primera de todas, la de 1979), y un argumento que se desgrana gravitando sobre la lógica del thriller (adiós al terror de la era ciberpunk), la historia nos embarca en la nave Covenant, que viaja por el espacio con la finalidad de llegar a un planeta aparentemente preparado para albergar vida humana. Entonces una señal despierta la curiosidad de la tripulación, el viaje se desvía y comienza el drama.

El planteo general del argumento presenta saltos acompañados por el armado de escenarios contrastantes. La iluminación en continuidad con la primera obra de la saga modela violentamente los cuerpos mostrando y ocultando zonas a interés del suspenso, enfrascando la historia en un claroscuro dramático. La entrega nos enrostra una confusa premisa mística acerca del origen de la humanidad por medio del pastiche formal. Scott se vuelve anquilosado, reaccionario, posmoderno, mientras la humanidad es devorada por su sensibilidad creadora.

 

La historia de la humanidad (alienígena)

 

El primer escenario en el que se enmarca la historia es un espacio despojado, con una iluminación en clave alta y contraste acentuado de las formas. Un gran ventanal abre el espacio introduciéndonos en las montañas, mientras el amplio blanco de la habitación comprime a las figuras suavemente. Arte clásico, espacio minimalista, David interpreta al piano a Richard Wagner y uno siente que una clara apología de la raza va a suceder de un momento otro. Entonces el debate entre padre-creador e hijo-sintético: ¿de dónde venimos los seres humanos? ¿Quién nos ha creado?

A diferencia de “Prometheus”, que abundaba en especulaciones, en esta oportunidad desde el minuto cero el discurso es claro: desconfíe del sintético David y llegará a la verdad. A partir de ese preámbulo la historia nos sumerge en el viaje de la nave colonizadora al mando del buen sintético Walter y la tripulación humana. Con dirección al planeta “Origae-6”, una señal de interferencia los hace desviarse a fin de investigar de qué se trata tal incordio. Lentamente el suspenso hace su entrada en la película, de la mano de Michael Fassbender.

Los ribetes sígnicos de dos escenas alcanzan para introducirnos en la historia y la ideología Alien: la fe puede más que la razón, nuestras creaciones son ingobernables, el futuro es inaccesible. Los tres pilares que mueven y decoran la acción se basan en el simbolismo y la narración distópica, con la carga reaccionaria que esto tiene. Mientras tanto, el argumento avanza dando saltos (de nula intensidad) basándose en errores humanos, errores que siempre se revelan mediante la acción subjetiva de los personajes, caprichosos y pasionales. Frente a un incidente, todos actúan de manera espontánea y caótica, menos Walter el androide, objetivo y racional. Sobradas escenas repiten la frase: la humanidad falla en su afán sensible, el androide nos protege con su desesperante objetividad; una operación de fetichización de la máquina y fragmentación de la subjetividad.

Tras un discurso cargado de fe, el capitán decide cambiar el rumbo de diez años de investigación y aterrizar en un planeta desconocido para encontrar el origen de la señal. La actitud del cuerpo expedicionario al descender de la nave nada tiene que ver con lo que uno espera de tales especialistas: cigarrillos, gente que “va a orinar”, grupos organizados de manera espontánea, decisiones arbitrarias. Es la idea de la humanidad para Hollywood: un amontonamiento de personas con apego al libre albedrío, un conjunto de irreverentes e invasivos representantes de la estupidez. Eso sí, todos van armados. Y todos fueron separados de sus parejas al bajar, salvo los personajes de Nathaniel Dean y Demián Bichir. Es alarmante el grado de (otra vez) redundancia de los elementos formales que reúne Scott para conquistar una metáfora: la nave es colonizadora, lleva embriones, “la madre” es la voz constante, y todos los tripulantes están en pareja con alguien. Es un intento infantil de actualizar el mito fundacional de un pueblo, que poco suma a la línea argumental. Siempre que se separan los amantes peligra la procreación de la humanidad, siempre que se abandona “la madre” aparece el enemigo, siempre, y cada vez más, aflora un machismo concentrado en imponer rasgos genéricos de sumo conservadurismo: la familia y el hogar, la madre protectora.

No hacen falta grandes efectos especiales, el efecto es ideológico y por eso los diálogos se ajustan en una tónica idealista. En algunas entrevistas previas al estreno, los protagonistas hablan del carácter “real” de las escenas, gracias a la ausencia de efectos especiales y la mayor participación del armado de escenografías y el trabajo de dispositivos de movimiento de cámaras y plataformas. Parece la Tierra, y nos movemos como si estuviéramos en ella.

Cuando, por fin, a casi una hora de soportar tres secuencias introductorias aparece un “alien”, David, el androide sensible con planes a futuro, hace su entrada estelar salvando a los desorientados humanos. Ahora, el destino del grupo se redirige hacia la posibilidad de volver a la “madre”. Para el espectador, se amplía la historia al esperar que en su búsqueda argumental los protagonistas den respuesta a sus conflictos internos. Poco a poco la historia se confunde con el argumento y todo confluye en el secreto de la identidad de David. Este efecto de proximidad entre historia y argumento, achata lo que tendría que sostenerse en suspenso, volviendo poco atractiva la forma final. Transformada en un policial negro, lo que queda se desvanece entre secuencias caóticas y sobrecargadas, contra otras lentas y dialogadas. El espectáculo de la sensación comulga con la ideología: David, en primer plano, ocupa las cepas con embriones alienígenas, mientras de fondo una musiquita militar ayuda a iniciar el travelling en el que se desplaza, como un general frente a un ejército, la imagen del androide. El nacionalismo hizo su parte, todos a descansar.

 

El capital nos habla del futuro

 

Tres tópicos son fundamentales en la saga Alien: primero, la relación entre el despliegue escénico y la representación del mundo tecnológico; segundo, la relación ente los actores y ese espacio y la relación de los actores entre sí; tercero, la excusa de reunión de todos esos elementos y de su durabilidad en el tiempo.

Si traducimos estos tres tópicos formales a preguntas, podemos indagar el contenido de la obra. Primero, ¿qué elementos indican la temporalidad en las escenas?; ¿los escenarios intentan llevarnos a un futuro de híper tecnología o de fantasía decadentista? Segundo, ¿en la era de los viajes espaciales las decisiones (argumentales) más importantes se toman a partir de intuiciones, sensaciones, pensamientos místicos?; ¿cuál es el elemento que une a todos los personajes entre sí y con cada escenario? Tercero, ¿cuál es el motivo de los personajes y de sus acciones?; ¿cuál es el criterio a partir del cual actúan e interactúan los protagonistas? Podríamos sumar otras: ¿qué es lo que sostiene el tipo de relaciones que llevan adelante los personajes?; ¿qué relación tiene el hombre del futuro con las máquinas que ha creado?; ¿qué soluciones consigue el desarrollo tecnológico impulsado por la humanidad para la vida humana? Todas las respuestas alimentan el desarrollo argumental apocalíptico, intentan responder negativamente la consulta del espectador. La ciencia ficción se hace distopía. El director decide llevarnos al umbral de la duda acerca de la capacidad productiva de la humanidad para decirnos que de nada sirve tanta ciencia. Al final, nuestras creaciones intentarán matarnos.

El mensaje de Alien se juega entre el dominio de lo emocional/espiritual sobre el pensamiento racional (en lo formal, con recurrencias simbolistas) y la enajenación insuperable del hombre frente a la máquina (en lo argumental, por el triunfo de los monstruos biomecánicos). Scott plantea un mundo donde el futuro es, no trágico, sino insuperable. No hay nada que hacer, por más que expulsemos a los alienígenas, las maquinas que nosotros creamos nos van a gobernar, en nuestra contra, porque aprendieron lo peor de nosotros: a dudar, a cuestionar, a sentir, a experimentar, a pretender, ¿a desear? Nuevamente la excusa es la distopía. Nuevamente la cita al “Octavo pasajero”: disciplinar al espectador convenciéndolo de su incapacidad de acción, desplazarlo del mundo racional, hacer de su cuerpo la cepa más adecuada a la ideología burguesa.

En un cóctel de fetiche genérico, la obra recorre y recurre (a) cuanta realización intelectual se presente como sinónimo de signo cultural de “clase”. Todo parece funcionar como un elemento descriptivo de algo mayor. Según el autor, una construcción psicológica y material de los protagonistas; desde el punto de vista de una crítica materialista, una evidencia del recurso ideologizante más caro al Occidente contemporáneo: el pastiche posmoderno. La reunión caprichosa de Wagner y el simbolismo de Giger, la pegatina de imágenes del futuro con videos cámara en mano (de evidente aspecto contemporáneo), los decorados utilizados como escenografía, hacen de la totalidad un rejunte de partes que consigue apenas unirse en una apelmazada ilusión.

El capital hace uso del genero de ciencia ficción reforzando el argumento distópico (no toda la ciencia ficción es distópica) para revelar el sentido de la vida según su leal saber y entender: la razón produce monstruos –no el trabajo en su forma de explotación capitalista-; las preguntas importantes son religiosas –no científicas y objetivas-; las relaciones sociales imperantes son inamovibles –no producto de determinaciones históricas. Nada se puede cambiar si se trata del destino de la humanidad. Estamos hechos para darnos muerte a causa de nuestras propias creaciones.

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