Una estrella errante. Prólogo a Estrella roja, de Alexandr Bogdánov, editado por Ediciones ryr
La diferencia entre hacer la revolución y construir el socialismo, tan clara para Bogdánov, no tiene cabida en la izquierda revolucionaria, que, a fuerza de realismo, se ha olvidado del socialismo. La reconstrucción de ese sueño es parte esencial de la tarea que nos espera.
Eduardo Sartelli
Razón y Revolución
La biografía del filósofo soviético es relativamente sencilla, aunque plena de avatares. Bielorruso, nacido en familia de maestros rurales en 1873, Aleksander Malinovsky estudió medicina mientras militaba en Narodnaya Volia, la organización populista, sufriendo cárceles y sucesivas deportaciones. Rápidamente se pasó a la socialdemocracia marxista y comenzó su larga carrera como propagandista, adoptando el apellido de su compañera, Natalia Bogdanovina.
Dentro de la socialdemocracia se convertirá en aliado fundamental de Lenin y será, consecuentemente, uno de los fundadores del bolchevismo, siendo en su interior tan importante como aquél. De papel destacado en la Revolución de 1905, saldrá de ella con posiciones que Lenin caracterizará como ultraizquierdistas. Su grupo pasará a llamarse “otzovista” (“ultimatista”) por exigir el retiro de los diputados socialdemócratas de la Duma, y con él disputará la dirección de Lenin. El partido se romperá en 1908, guardando Bogdánov por un momento la mayoría. Sin embargo, su facción será expulsada por los leninistas al año siguiente. A partir de allí, se concentrará en la organización de escuelas de formación de cuadros, apoyado por Gorki, en Italia. El núcleo de su concepción ahora se encuentra en el problema del papel de la conciencia en el proceso revolucionario. Un grupo importante de dirigentes bolcheviques lo acompaña en la experiencia (Pokrovski, Lunatcharski, Gastev, Kollontai, etc.) e incluso personalidades sueltas del mundillo socialdemócrata europeo (Trotsky, por ejemplo), mientras otras se abstienen para no entrar en la rencilla interna rusa (Kautsky, Luxemburgo).
Poco dura esta etapa: en 1914 rompe con los otzovistas y retorna a Rusia, enlistándose como médico en la guerra que acaba de empezar. Con la revolución en marcha, Bogdánov es uno de los impulsores, junto con varios vperistas (por VPeriod o Adelante, el periódico de los ultimatistas) de su último experimento político, el Proletkult u Organización de Cultura Proletaria. De un éxito arrollador en sus comienzos, el Proletkult se transformará en un obstáculo político para la dirección leninista, al punto que Lenin utilizará en su contra a sus mejores hombres (como Trotsky) y se empeñará él mismo en su combate. Tardará un par de años en estrangularlo, forzando a Bogdánov a recluirse en sus estudios filosóficos y científicos, no sin antes ser detenido durante semanas por la Cheka en 1923, acusado de ser el inspirador de la creciente oposición que se amontona a la izquierda de la dirección bolchevique.
Defenestrado, nuestro héroe volverá una vez más al primer plano con la fundación, en 1926, del Instituto de Hematología y Transfusiones Sanguíneas, resuelto a partir del “éxito” de sus investigaciones en el tema, útiles, aparentemente, para resolver una preocupación particular de la dirección del partido de la que hablaremos más adelante. En pleno goce de su sorprendente reivindicación, encontrará la muerte, en 1928, en uno de sus experimentos hematológicos. La revolución cultural stalinista dará pie a la intervención de muchos bogdanovianos y de un “proletkultismo” que ya no es tal, pero que quedará, desde ese momento, asimilado a la política artística e intelectual del “padre de los pueblos”. Habiendo caricaturizado una experiencia única en la historia de los procesos revolucionarios, el propio stalinismo estigmatizará al Proletkult y a su mentor, y “bogdanovschina” será sinónimo, a partir de allí, para tirios y troyanos, de ultraizquierdismo totalitario. El potencial liberador de una propuesta que merece ser revisada con más cuidado quedará entonces sepultada bajo una triple lápida: la del estalinismo, pero también la de Lenin y la del trotskismo.
En general, la reivindicación de un personaje como este asume la forma de rescate de la voz que clamaba en el desierto y que nadie quiso escuchar: “Si se le hubiera hecho caso…” Sin embargo, los grandes procesos sociales movilizan fuerzas enormes que resultan difíciles de torcer por una voluntad individual o por una perspectiva particular. Esto es cierto. Tanto como lo difícil que es pensar en la viabilidad de alternativas a una situación histórica que, como tal, no puede repetirse en un laboratorio. Un ejercicio contra-fáctico es una audacia que no siempre se justifica por sus resultados. Y, hasta cierto punto, para un historiador es un ejercicio inútil. Más productivo es pensar qué, de todo aquello, puede tener un valor hoy.
Más allá de detalles anecdóticos, o de los referidos a la historia personal, hay por lo menos cuatro elementos que se vinculan con su vida y su obra que ameritan no un “rescate” sino una actualización. El primero, su pregunta por el marxismo. El segundo, la relectura de la Revolución Rusa. La cultura en/de/por la revolución es el tercero. El cuarto, el valor de la utopía.
Después de más de un siglo y medio de vida, el marxismo sigue vivo. Sin embargo, qué es el marxismo, si es que es “algo”, es una pregunta que sigue pendiente. Bogdánov corporizó una apuesta que va más allá de las dos tradicionales a su recurrente “crisis”: más que el empecinamiento en lo que está como solución suficiente o la mixtura impropia con cuerpos “extraños”, la intención de superar el marxismo. Su apuesta a ir “más allá” debe ser sopesada adecuadamente, en particular por la peculiaridad que la anima, es decir, el partir de los descubrimientos más importantes de la ciencia. En algún sentido, el marxismo todavía tiene que asimilar la física cuántica. O lo que es lo mismo, superar su tendencia pronunciada a recaer en el economicismo, el sociologismo, la teleología y la metafísica abstracta inspirada en frases sueltas vaciadas de contenido (“las sociedades no se plantean problemas que no pueden resolver”, “la vida determina la conciencia”, etc.). Otra vez: no hay un lugar donde volver, una cornucopia de conocimientos pronta para verterse sobre nuestro presente si sabemos encontrarla, perdida en algún lugar mitológico (en Gramsci, en Luxemburgo, en Lenin, en Trotsky, en Marx, en el “joven” Marx, en los Grundrisse, o en algún manuscrito todavía inédito y supuestamente censurado por Engels o Kautsky). Superar el marxismo supone la libertad de abordar los problemas con la mente fresca y de cara a los problemas presentes. Lo haya resuelto bien o mal, sea o no el machismo una fuente válida para tal tarea, lo que cuenta es la actitud bogdanoviana ante la realidad.
La Revolución Rusa, en momentos de cumplirse sus primeros cien años, necesita ser revisitada. El militante revolucionario actual suele leer ese episodio crucial de la historia del siglo XX de dos maneras solo aparentemente distintas: según la leyenda “blanca”, el momento definitivo de la experiencia humana, cuna de todos los logros, base del porvenir, fracasada solo en apariencia como producto de la fatalidad o una conjunción diversa de enemigos perversos; según su contraparte “negra”, expresión de la malignidad de todo delirante que intenta cambiar un mundo que no puede ser mejor de lo que es. Ambas lecturas son, sin embargo, idénticas, narran la misma historia solo que la valoran de modo inverso, procediendo a silenciar episodios inversamente simétricos. Si los críticos conservadores y reaccionarios enfatizarán la represión, la muerte y la censura, el control totalitario y la omnipresencia de un Estado vigilante, silenciarán la lucha real, los enfrentamientos salvajes, el papel y la responsabilidad de las “democracias” en esos resultados, los logros históricos en la evolución material de las masas, la ciencia, la educación, etc. Los defensores, mientras tanto, pondrán de relieve las dificultades, los obstáculos, la opresión imperialista, la guerra civil, procediendo a colocar en sordina la actividad real de los revolucionarios, que no excluye nada de lo que los voceros reaccionarios señalan. Hay variantes en la “defensa”: el estalinismo y el maoísmo, hasta cierto punto, el guevarismo, cierran los ojos y reafirman la fe sin mayores aditamentos ni salvaguardas. La revolución y su dirección, son buenos y sus críticos, malos. El trotskismo (no necesariamente Trotsky) reconoce parte de los “males”, solo que pretende, mediante un ridículo “yo no fui”, que no tuvo nada que ver con ello. Comete así dos atentados a la verdad histórica: fuerza los hechos, deforma la historia real para que su héroe no cargue con ninguna mácula, por un lado; imposibilita una mirada comprensiva de ese mismo héroe al que no se le hace ningún favor con esa maniobra. Los “leninistas” anti-estalinistas se encuentran en esta misma variante. Aceptar la revolución tal como es, con sus dos “lados” reales e inseparables, es la única forma de reconstruir la verdad histórica. Fuera de esa verdad, nada tiene valor. La figura y la trayectoria de Bogdánov obligan a una revisión crítica de esa historia.
Tan o más importante resulta recuperar el principal aporte de Bogdánov a la tradición revolucionaria: el lugar de la cultura en la lucha. Con su asimilacionismo absurdo, ni Lenin ni Trotsky tienen mucho para aportar aquí. Los trotskistas, en general, se limitan a repetir las palabras del maestro, igual que maoístas, guevaristas, estalinistas, leninistas y marxistas en general. En el mejor de los casos, se trata de rescatar al burgués “más avanzado” (Tolstoi en su momento, por ejemplo). Lo más sustancioso de la propuesta bogdanoviana es la idea de construir una cultura proletaria. No se trata de la reivindicación folklórica al estilo thompsoniano, ni de la exaltación acrítica del subalternismo, ni de la “revolución de la vida privada”, contracultural, al modo hippie/autonomista. Se trata de una tarea activa, consciente, dirigida a crear los componentes de una conciencia de clase independiente de la burguesía más allá del plano inmediatamente intelectual, consciente, es decir, incluyendo el arte, la ciencia, las costumbres y, por supuesto y sobre todo, los sentimientos. La tarea del Proletkult está, entonces, todavía esperando, inconclusa.
La última cuestión, que tiene una vinculación directa con este libro, es la de la necesidad de contar, explicitar, exponer, hacia dónde queremos ir. Los revolucionarios, sobre todo los de tradición marxista, solemos explicar muy bien la realidad capitalista y los límites a la vida humana en su marco, pero carecemos de la misma capacidad para señalar lo que queremos. El rechazo de Marx al socialismo utópico ha desembocado en la sorprendente idea de que podremos construir un mundo nuevo sin saber de qué se trata. Y, por sobre todas las cosas, que podremos entusiasmar a las masas con un futuro que no somos capaces de describir siquiera someramente. Así, pareciera que aspiramos a triunfar con el único combustible procedente del rechazo al estado de cosas existente y nada más. El supuesto detrás de tan fantástica idea es que automáticamente, el proletariado liberado sabrá dónde dirigirse, sin entender que la liberación consiste, precisamente, no en el acto negativo de la toma del poder político (la destrucción del Estado burgués), sino en el positivo proceso de construcción de ese nuevo orden. Queremos construir la más lujosa y espaciosa de las mansiones sin un plano. Y queremos convencer a sus futuros dueños de que solo tienen que confiar en nosotros. La diferencia entre hacer la revolución y construir el socialismo, tan clara para Bogdánov, no tiene cabida en la izquierda revolucionaria, que, a fuerza de realismo, se ha olvidado del socialismo. La reconstrucción de ese sueño es parte esencial de la tarea que nos espera. Una errante Estrella roja marca un camino posible.