Docentes tercerizados. La reforma de la formación docente en tiempos de Onganía

en El Aromo nº 66

¿Usted cree que los procesos de “transformación de la formación docente” se inventaron en los ’90, como resultado de una ideología neoliberal? Lea esta nota y comprenderá que la burguesía argentina vino planificando largamente ese proceso. Se enterará, también, acerca de cómo los docentes de aquel entonces enfrentaron el proyecto.

Romina De Luca
GES– CEICS

El imaginario popular asocia los cambios en la formación docente como un ícono de los años ‘90. Un proceso que constituyó un eslabón más dentro de una serie de cambios más generales: la transferencia de escuelas de Nación a las provincias, la instauración de la Ley Federal, la sanción de la Ley de Educación Superior en el ámbito universitario y la creación de una red de formación y capacitación docente continua. Seguramente, más de un lector recordará también la respuesta docente: la Carpa Blanca y las grandes puebladas de desocupados y docentes en el sur del país, por mencionar sólo dos ejemplos.
Lejos de ser una novedad, lo acontecido en los años menemistas tenía un antecedente directo en la década del sesenta. De los cambios planificados en ese entonces, nos concentraremos aquí en la reforma de la formación de maestros. Durante la presidencia de Onganía se ideó y puso en marcha un nuevo sistema de formación docente: se eliminó el magisterio y se elevó al nivel terciario la potestad para crear nuevos maestros. Como trasfondo, se encontraba la necesidad de buscar mecanismos para discontinuar el creciente envío de la escuela media de nuevos docentes al mercado. Veamos cuál fue el éxito de la medida y qué hicieron los docentes frente a esa avanzada.

Un largo anuncio

La Revolución Argentina, desde sus inicios, en junio de 1966, puso a la orden del día la necesidad de “racionalizar” amplios espacios de la vida social. La administración pública y la educación no quedaron fuera de ese esquema. Distintos cambios en la educación básica pusieron sobre el tapete la necesidad de modificar el modo tradicional en el que los docentes eran formados. Hasta ese momento, una modalidad del nivel secundario (las escuelas normales de magisterio) creaban a los futuros educadores. Se advertía que un nuevo hombre presuponía un nuevo maestro. Así, una de las primeras medidas del régimen militar en materia de formación docente devino en el anuncio oficial, en 1968, de supresión de la inscripción a las escuelas de magisterio a partir del ciclo lectivo siguiente. Hubo que esperar hasta el 11 de septiembre de 1969 para que, como tributo al día del maestro, el subsecretario de Educación de ese entonces (Fermín Bignone) anunciara vagamente que “en lo sucesivo se implementaría un nuevo programa de formación y perfeccionamiento docente”.
El eje de la reforma se expuso un año más tarde1. Ya habían pasado dos largos años desde el primer anuncio. El pilar del cambio proponía la capacitación profesional de los docentes para que éstos pudieran responder ante situaciones imprevistas. Se argumentó que una formación profesional implicaba primero consolidar un nivel cultural general en la escuela media para, a posteriori, realizar una formación específica como docente. Eso se lograría si se pasaba a un nivel terciario y superior lo que, hasta ese momento, se realizaba en la escuela media. De este modo, se anunció que en los años venideros la formación de maestros pasaría a desarrollarse en Institutos Terciarios de Formación Docente2.

Atada con alambre

El largo anuncio se dio a conocer con muchos bombos. No obstante, los platillos oficiales no dejaban entrever que la reforma no iba a suponer mayores erogaciones presupuestarias. Acorde con los criterios de flexibilización y descentralización que imperaron en la época, cada instituto podía adoptar su propia estructura organizativa. Al respecto, se señalaba que la formación debía acompañar “las necesidades zonales, los requerimientos comunitarios, las necesidades reales del sistema”3. El único criterio más general que se delineaba era el aprovechamiento óptimo de recursos y la instauración de futuros polos de capacitación y perfeccionamiento docente.
El nuevo esquema contaba con una serie de materias electivas, para que cada alumno “armara” su propio plan de estudios. Muy abiertos, sí, pero dos aplazos significaban la pérdida de la regularidad. De este modo, se buscaba dejar sin sustento una estructura poco eficiente. Otro de los cambios en el plan consistió en la instauración del sistema de residencias. A través de ellas, los futuros docentes se incorporaban a una escuela, durante un cuatrimestre a tiempo completo, para realizar todo tipo de tareas. Claro está, se enfatizaba el rol “formativo” de realizar “tareas administrativas” en la escuela, además de los ensayos en el aula.
En definitiva, una impronta racionalizadora atravesó toda la reforma en marcha. Por un lado, se creaban institutos, pero éstos funcionarían en las viejas escuelas normales. Se necesitaban formadores para capacitar en la nueva formación de profesores, pero se dispuso aprovechar a los que se tenía con capacitación terciaria o a los ya jubilados. Se bregaba por la calidad en la formación, pero los cursos no tendrían menos de 25 inscriptos y recién se desdoblarían con más de 60. De abrirse un nuevo instituto de formación, sería sobre la base de un estudio que contemplara las necesidades de docentes para una región entre 1970 y 1990. Tal como vemos, un gran anuncio perfectamente cuidado para que no implicara mayores gastos a la cartera educativa. Cabe preguntarse por qué.

Cuanto menos, mejor

En efecto, la reforma contaba con numerosos mecanismos de racionalización que la apuntalaban. Previo al anuncio del cambio, numerosos organismos recopilaron información y sistematizaron una serie de problemas. En lo que refería a la formación de docentes, se anticipaba que la escuela normal volcaba al sistema un mayor nivel de egresados que los que podía absorber el sistema educativo. El Ministerio del Interior calculaba que un cuarto de millón de docentes no tenía posibilidades de ejercer4, cifra que no haría más que ascender si no se hacía algo. No extraña entonces que la tercerización docente buscara desincentivar los estudios de magisterio, taponando el ingreso. Para aspirar a constituirse en docente, el nuevo esquema presuponía, primero, la culminación de los estudios secundarios en épocas en que éstos se hallaban lejos de ser masivos.
Así las cosas, no extraña que en el anteproyecto se especulara con la instauración de exámenes de admisión, criterio que fue reemplazado por “pruebas de madurez” en donde se determinaría el nivel cultural y la personalidad del postulante.
En los hechos, el nuevo esquema supondría la existencia de menos docentes, a decir de los defensores de la reforma, “más calificados” y, por ende, mejores. Claro está, los que no se convencieron fueron los docentes protagonistas de esa reforma y del plan más general que en materia educativa se había puesto en marcha. La consigna que levantaron nos resulta hoy familiar: “¡Abajo la reforma destructora de la educación pública!”

No pasará…

El régimen militar planeó su reforma educativa y la fue implementando en cuotas. La formación docente fue sólo un capítulo dentro de un proceso más general. Con lo que no contaba el gobierno fue con la aceleración de los tiempos políticos que abrió el Cordobazo. Por eso, ya desde 1969 comenzaron a hacerse oír las voces disonantes de los docentes. Reclamos salariales por doquier se iniciaron a partir de 19705. Rechazaron también los cursos de capacitación docente para la implementación de la reforma en el nivel básico, principalmente en Buenos Aires y Capital Federal. Finalmente, se lanzaría un plan de lucha nacional a partir de 1971, momento en el que algunos gremios docentes esbozaron la consigna “maestros, obreros y estudiantes, unidos adelante”6.
El primer paro nacional se realizó el 31 de marzo de 1971. Allí confluyeron varias huelgas provinciales, la más importante de ellas fue la de Tucumán. Para el 5 y el 6 de mayo se redobló la apuesta y se lanzó un paro docente nacional por 48hs., en donde se rechazó la conducción nacional de la cartera educativa y la reforma, y se proclamó por la inmediata recomposición del salario docente7. En la marcha, surgieron diversas consignas: dirigidas al Ministro de Educación (“acción, acción, Cantini al paredón”) o bien en relación a la reforma (“ley 1.420, ley 1.420”, “reforma oficial, vergüenza nacional”, “traición contra la escuela pública”)8.  Específicamente, en lo que refería a la reforma docente, se pidió la reapertura de las escuelas normales y el cese de cursos en institutos superiores. El gobierno anunció el descuento de los días de paro9. Un nuevo paro, esta vez de 72hs., fue anunciado para el 1, 2 y 3 de junio de 1971. Los altos índices de ausentismo, el primer día de paro, advirtieron al gobierno sobre un proceso in crescendo. La huelga de 72hs. era precedida por otra por tiempo indeterminado en Mendoza, y numerosos paros parciales en Jujuy y Santa Fe. Las declaraciones oficiales eran rebatidas por los sindicatos docentes a través de comunicados desde Capital y Buenos Aires. En el marco de una espiral ascendente general, el gobierno anunció que se suspendía la reforma. El régimen, previo recambio de ministro, suspendió la aplicación de la reforma en el nivel básico y modificó aspectos parciales de la reforma en la formación docente: se desarrollaría en el nivel medio una parte y en el terciario otra.
El proceso nos deja dos lecciones. Como saldo positivo, la oposición a la reforma logró articular a la docencia, dispersa en numerosas confederaciones sindicales, en una lucha nacional. Producto de esa convergencia, a partir de ese momento la docencia argentina avanzó en su unificación, proceso que culminó entre julio y septiembre de 1973 con la conformación de CTERA10. Sin embargo, la dispersión de consignas con la que se encaró la batalla le restó fuerza. El conjunto de la docencia no antepuso un proyecto propio. Por ello, no pudieron más que pedir una vuelta al pasado: la Ley 1.420. Ese déficit subjetivo impidió ver los numerosos aspectos de la reforma que quedaron vigentes (valga de ejemplo el currículum en la escuela básica). Malos pertrechos que, a la larga, se pagan.

Notas:

1 Mensaje del subsecretario de Educación, Emilio Fermín Mignone del 02/10/1970, en Ministerio de Educación: (1970) Institutos superiores de formación docente. Profesorado de nivel elemental. Serie La Reforma Educativa, Buenos Aires, MCE: p. 7.
2 Resolución 2321/70.
3 IV Reunión Nacional de Ministros de Educación, Santa Fe, 13 de mayo de 1970, artículo 3º.
4 Ministerio del Interior–Secretaría de Estado y de Cultura, Oficina Sectorial de Desarrollo (1969) Anteproyecto de formación docente (1ª parte), Buenos Aires.
5 Numerosas huelgas se registran en el Diario La Prensa entre diciembre de 1970 y febrero-mayo de 1971.
6 La Prensa, 17/3/1971 y 6/5/1971.
7 La Prensa 5/5/1971 al 7/5/1971.
8 La Prensa, 6/5/1971.
9 La Prensa, 12/5/1971.
10 Entre julio y agosto se celebró un primer congreso unificador en Huerta Grande, Córdoba y en septiembre, en Capital Federal, se constituyó oficialmente la CTERA.

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