Howard Fast (1914-2003) es uno de los escritores norteamericanos más recordados por su por su militancia política de izquierda. Afiliado al Partido Comunista en 1943 (con el que rompe tras la invasión a Hungría), sufrió la censura del macartismo, la cárcel y la persecución del FBI. Se negó a negociar y entregar nombres en la comisión de actividades antiamericanas. Su versatilidad lo llevó a introducirse en campos que van desde la novela histórica (Espartaco, Mis gloriosos hermanos, Los inmigrantes) al policial (bajo el seudónimo de E. V. Cunningham), pasando por la ciencia ficción y la denuncia (La pasión de Sacco y Vanzetti). A diferencia de otros escritores de su generación (Steimbeck o Faulkner), la posguerra no encontró a su perspectiva en un giro hacia posiciones más complacientes.
Espartaco (1951) es su obra más conocida. Escrita en la cárcel, editada y vendida por él mismo (hasta que el FBI bloqueó su casilla postal), llegó al cine de masas de la mano de otro proscripto y miembro del PC: el guionista Dalton Trumbo. La novela está lejos de pretender una reconstrucción histórica. Trata sobre la revolución en nuestro tiempo. En pleno auge de posguerra, Fast arremete contra la vida bajo el capitalismo (la que compara con la esclavitud), contra sus ilusiones y contra las formas de dividir y embrutecer a la clase obrera. Opone, en cambio, la lucha no contra tal o cual injusticia, sino contra todo un sistema. Una lucha que hace más humanos a sus protagonistas. Un verdadero programa para hacer frente a la descomposición social, para organizar el descontento e intervenir en la crisis actual.
Fue entonces cuando Espartaco comenzó a comprender lo que debía hacer; o mejor sería decir que su comprensión, tanto tiempo contenida en él, comenzó a consolidarse en una realidad. La realidad apenas comenzaba; la realidad nunca llegaría a ser más que un comienzo en él, el fin o algo que no terminaría de adentrarse en el inexistente futuro; pero la realidad estaba vinculada con todo cuanto le había ocurrido a él y a los hombres en torno a él y con todo cuanto iba a acontecer en ese momento. Clavó la vista en el enorme cadáver del africano, azotado por el sol, la piel y la carne desgarradas allí donde habían penetrado los pilos; la sangre coagulada y seca, la cabeza colgando entre los amplios hombros.
La crucifixión tenía para ellos una especial fascinación. Provenía de Cartago, donde los cartagineses la habían adoptado como la única muerte adecuada para un esclavo; pero allí donde alcanzaba el brazo de Roma, la crucifixión se convertía en pasión.
Baciato entró en el cercado y Espartaco, moviendo apenas sus labios, preguntó al galo, que estaba al lado suyo:
–¿Y cómo morirás tú?
–De la misma forma en que lo hagas tú, tracio.
–Era mi amigo –dijo Espartaco refiriéndose al africano– y me quería.
–Ésa es tu maldición.
Baciato ocupó su lugar ante la larga fila de gladiadores y los soldados se reunieron detrás de él.
–Os doy de comer –dijo el lanista–, os doy de comer lo mejor: asados, pollos y pescado fresco. Os doy de comer hasta que se os hincha el estómago. Os hago bañar y ordeno que se os hagan masajes. Os he sacado de las minas y de las cárceles y aquí vivís como reyes en la ociosidad y la despreocupación. No había nada más bajo que lo que erais antes de que llegarais aquí, pero ahora vivís cómodamente y coméis lo mejor.
–¿Eres amigo mío? –preguntó muy bajo Espartaco, y el galo respondió, casi sin mover los labios:
–Gladiador, no hagas amistad con gladiadores.
–Te llamo mi amigo –dijo Espartaco.
Baciato prosiguió entonces: –En el negro corazón de ese perro negro no había ni gratitud ni comprensión. ¿Cuántos de entre vosotros sois como él? Los gladiadores permanecieron en silencio.
–¡Traedme a un negro! –ordenó Baciato a los entrenadores. Y éstos se dirigieron al lugar donde estaban los africanos y arrastraron a uno al centro del recinto. Había sido preparado de antemano. Los tambores comenzaron a redoblar y dos soldados se separaron del resto y levantaron sus pesadas lanzas de madera. Los tambores siguieron redoblando. El negro se resistía denodadamente y los soldados le atravesaron el pecho con sus lanzas, una tras otra. Quedó tendido de espaldas sobre la arena, las dos lanzas formando un curioso ángulo. Baciato se volvió hacia el oficial que estaba a su lado y dijo:
–Ahora ya no habrá más inconvenientes. El perro no se atreverá ni a gruñir.
–Te llamo mi amigo –dijo Gannico a Espartaco.
***
Entonces vieron a los soldados que venían por el camino de Capua. Eran doscientos soldados. Venían en doble fila hasta que advirtieron que los gladiadores se internaban en las colinas. Entonces los oficiales los desviaron en tangente, para así cortarles el paso a los gladiadores, y los soldados cargaron en dirección a los campos. Y más allá, los ciudadanos de Capua se lanzaban fuera de las puertas de la ciudad para presenciar el aplastamiento de la sublevación de esclavos, a presenciar la lucha de parejas sin costo y sin cuartel. Pudo haber terminado allí o una hora antes o un mes más tarde. Podría haber terminado en cualquiera de un infinito número de lugares. Ya con anterioridad se habían producido fugas de esclavos. Si aquellos esclavos hubieran escapado, tendrían que haberse escondido en los campos o en los bosques; habrían vivido como animales de cuanto hubieran podido robar y de las bellotas del suelo. Uno a uno los habrían cazado y uno a uno los habrían crucificado.
No había refugio para los esclavos; el mundo estaba hecho de ese modo. Y cuando Espartaco miraba a los soldados de la guarnición, conocía ese hecho elemental. No había lugar donde esconderse, ni hueco donde meterse. Al mundo había que cambiarlo.
Se detuvo en su fuga y dijo:
–Lucharemos contra los soldados.
***
¿Entonces, en qué sueñas?
–Sueño en que haremos un mundo nuevo. Y ella sintió temor de él, pero él le dijo suavemente:
–Este mundo fue hecho por hombres. ¿Ocurrió por casualidad, querida mía? Piensa. ¿Hay algo en él que no hayamos construido, las ciudades, las torres, las murallas, los caminos y los barcos? ¿Por qué entonces no podemos hacer un mundo nuevo?
–Roma… –dijo ella, y en esa simple palabra estaba implícito el poder, el poder que dominaba al mundo.
–Entonces destruiremos a Roma –respondió Espartaco–. El mundo está harto de Roma. Destruiremos a Roma y destruiremos aquello en que cree Roma.
–¿Quiénes? ¿Quiénes? –dijo ella suplicante.
–Los esclavos. Antes ha habido rebeliones de esclavos, pero ahora será diferente. Haremos un llamamiento que oirán todos los esclavos del mundo…
Y hubo paz y hubo esperanzas y, mucho tiempo después, Varinia recordaba aquella noche cuando la cabeza de su hombre reposaba en su regazo y los ojos de él estaban fijos en las lejanas estrellas. Y fue una noche de amor. A pocos seres les son dadas algunas noches como aquélla, y entonces son afortunados. Yacían ellos allí, entre los gladiadores, junto a la hoguera, y el tiempo transcurría lentamente. Se tocaban los unos a los otros, percibían la existencia de cada cual. Y se convirtieron en una sola persona.